miércoles, 21 de febrero de 2018

Elementos

El silencio, una sábana pudorosa y el amor de un par de jovencitos eran los ingredientes. Aprendían a amarse. Se conocieron en las aulas udepinas. Luego de algunas semanas del tiempo de los primeros cursos de Humanidades, decidieron mandar al tacho los apuntes de ética y antropología. Las horas de estudio para las prácticas de matemática 1, cuando la biblioteca ya no atendía, se convirtieron en pretexto para el amor juvenil.

Ambos vivían en pensiones, de esas tantas que se acomodan en las urbanizaciones vecinas al Alma Mater en la que hacían su vida académica. Ella, en casa de la Sra. Antonia, una tía de misa diaria y, que por su condición de jubilada tenía tiempo para todo, incluida la dedicación a una “bitácora” de cada una de las cinco chicas que vivían en su casa, a las que ella cuidaba como si fueran las hijas que nunca tuvo. Si. Les ofrecía dulcecitos y, de vez en cuando, las visitaba en sus respectivas habitaciones, para inspeccionar la limpieza y sugerirles consejitos que resalten su femineidad, que ha de ser, siempre, decorosa y recatada. Estaba atenta a los baños, que si les faltaban implementos higiénicos, que las toallas estuvieran limpias, que no hubiera fugas de agua… que no hubiera algún muchacho escondido. Era necesario mirar hasta  por debajo de las camas.

Él, por su lado, vivía en un departamento compartido, donde confluían varios otros talareños, cuyos padres se conocían por ser empleados u obreros de las empresas petroleras de su lugar de origen. El control, allí, era distendido. Los dueños del departamento solo se comprometían a asegurar los servicios básicos de luz, agua, cable y, ofrecieron –para los meses siguientes- el internet, siempre que, cada uno de los ocho muchachos que vivían allí, se comprometieran al pago de un 5% adicional de lo que le correspondía como mensualidad. Una señora, una vez a la semana hacía limpieza de los espacios comunes y, se llevaba las ropas sucias de aquellos que le pagaban el servicio de lavandería. Las escaleras, de madera, anunciaban el ingreso de los propios y extraños. La dueña de la pensión había aprendido a distinguir entre pisadas de varón y de mujer. Los “ay, muchachos” se repetían cada vez que advertía de la presencia de chicas en ese segundo piso. Tampoco daba para más. “No soy madre de ninguno como para andar cuidándoles los calzoncillos”, era una expresión con la que justificaba su desinterés.

Allí, en el cuarto de Sergio, a la luz de una lámpara de mesa, luego de breves juegos de manos, sus labios encontraron la suavidad de su torso, mientras que las cuartillas en las que se anotaban las fórmulas matemáticas de las hipérboles, las elipses y los círculos, se perdían por entre sus desperdigados zapatos de debajo de la cama… allí también se escondía –sin que ella lo supiera- un viejo librito que Doña Antonia le había prestado, un catecismo juvenil propio de aquellos días: “Para salvarte” del P. Loring, en el que ella misma había resaltado con un lápiz de color: “El amor entre adolescentes es una imprudencia”, y que ahora mismo pretendía no atender. Era una vieja edición, que aún tenía vigencia en los tiempos del mixmail, del messenger y del Hi5. Él juguetea con sus dedos entre los flequillos de las mangas de la blusa, intentando romper la resistencia de la tira del sujetador.

Entre las nuevas sensaciones que bullían en su, ahora, trémulo cuerpo, la intención de no reprobar el curso de Matemática I, el ánimo de que Sergio le ayudara en sus estudios; resaltaba las palabras de su abuela: “Cuídate de los muchachos… esos son como los lobos, comen y se mandan a mudar… cuídate, no seas tonta. Las ganas se pierden en medio del agua fría”.  Y entre las caricias nunca antes sentidas, decidió de forma enérgica, correr a la casa de Dña. Antonia para tomar una buena ducha.

Esa noche soñó ser la protagonista de una novela. De esa donde la niña bonita encuentra al amor de su vida; Sergio en cambio, era burla de sus congéneres: “huevón… se te fue la costilla, jajajaja”, era expresión escribible de las tantas espetadas. Y por encima de ellas, solo pensaba en ella. No era tiempo de soñar, pero le robaba los pensamientos. Dejó lo que tenía y envió un mensaje de texto. Estaba dispuesto a enfrentarse a quien fuera. Tomó una ducha, se puso ropa limpia y cruzó la calle, avanzó tres cuadras, tocó el timbre y preguntó por ella: “Debo entregarle unas cosas personales” expuso como justificación. Corrían los minutos y ella, todavía inquieta con esas extrañas sensaciones que apenas se habían apaciguado con el agua fría, dudaba entre salir o pedir permiso para que le permitan ingresar a la sala.

Lo atendió en la puerta de la calle y, él solo atinó a decirle: “Vengo a ayudarte a estudiar. ¡Confía en mí!” Luego de algunas otras palabras y de convencer a Dñ. Antonia, el muchacho ingresó a la sala de televisión, allí estudiaron casi hasta la medianoche, tiempo en el que fue gentilmente invitado a descansar. No hubo espacio para sus propias pieles y emociones, a contrario fue tiempo para encontrar los artilugios destinados a ensordecer las ebulliciones adolescentes, pero por encima de ellas, para aprender  estrategias y encontrar soluciones al largo catálogo de ejercicios relacionados con la circunferencia, la parábola, la elipse y la hipérbola. Aún guarda entre sus libros, ese de Geometría Analítica de Lehmann, que en un descuido de Marisol, la bibliotecaria, se robó una de esas tardes en las que el tiempo le era insuficiente para entender de qué iban los puntos, segmentos, ángulos y líneas rectas.

Esa noche, ella soñó con ser la protagonista de su propia novela. Era la chica bonita, que había encontrado al amor de su vida, en el que distinguía a un esmirriado chiquillo que era capaz de contenerse, justamente por amor.  Le parecía que ella era un punto en medio del plano cartesiano que había encontrado a su par, aunque sería necesaria mucha paciencia para que la línea que los uniera se solidificara. Serían necesarios la moderación y la fortaleza como virtudes para templar sus propias almas.

Había mucho tiempo por delante.

martes, 6 de febrero de 2018

Viaje

Era una frazada oscura, aunque resaltaba un breve retaso de un rojo opaco. Tampoco es que la iluminaba, pero por alguno de sus lados resaltaba. Viene a mi memoria que no era mía. Al menos eso lo supe tiempo después. Mi madre me envolvió con ella, en medio de mi sueño de madrugada. “Hijo, despierta” es probable que haya dicho en ese momento. No lo sé. Solo recuerdo que me hacía cosquillas en la planta del pie para que despertara.

Una toalla celeste, con su caperuza, me arropaba antes de que la frazada me envolviera. Mi papá apuraba muy calladamente. Estaba oscuro. El Rambler American 330, de color verdoso esperaba en el patio con el motor encendido. Era de madrugada. No había cri-cri ni nada. Solo la luz de la sala nos recibió al término de la escalera. Creo haber escondido mi cara para evitar la molestia de la luz, que terminó cuando mi madre sobrepasó el quicio de la puerta principal. “¿Ya está todo?” preguntó una voz de mujer. Era mi tía, hermana de mi padre, que con una linterna alumbraba el interior del vehículo. El golpe secó cerró la maletera, cargada de maletines y de cosas. Mi hermana viajaba en los brazos de mi madre, y ¿mi hermano? No sé… no recuerdo. Una mujer mayor nos acompañaba.

Sí mi hermana ya existía, mi edad podría ser entre cuatro y cinco años. Quizá cinco. Aquel que no recuerdo tendría dos y, mi hermana quizá no habría alcanzado su primer calendario, quizá… Quizá en los brazos de la mujer acompañante se acomodaba mi hermano. No lo sé. Apenas recuerdo el techo oscuro del automóvil. Unos sollozos acompañaron a la despedida y, el carro en medio de la oscuridad de la madrugada, se hacía paso con sus propias luces. La frazada con la que me cubría, se fue a un lado y, mientras miraba adormitado, las calles alumbradas, mi madre solo decía, mientras se volvía hacía el asiento posterior: “Acuéstate hijo, duerme, es de noche”.

El ruido de Rambler era estruendoso. Como la de cualquier carro de los años sesenta, más todavía si el motor que le acompañaba había sido modificado. Claro, eso lo sé ahora, luego de muchos años. En ese rato, si bien no dejaba dormir en el primer momento, luego se convirtió en la canción de cuna que me acompañó esa madrugada. Una parada más, había que subir un paquete que uno de mis tíos enviaba al norte, para los abuelos. En ese momento, un reacomodo de personas. Otra mujer también subió. Tengo la impresión que fue una pasajera paracaidista de ese rato y, con eso mi comodidad se fue a la... Miercoles, no me parece un día adecuado para viajar. Quizá era viernes y, en ese momento, ya no miraba el techo. Me acomodaron entre las personas adultas, y me vi obligado a conducirme sentado, como cualquier mortal.

No recuerdo nada más del viaje… no sé de ninguna parada, de ninguna foto, tampoco de alguna comida en medio de camino. No recuerdo si mi hermano iba. Aunque de hecho allí estaba. Menos recuerdo las caras de las pasajeras que nos acompañaba. Tampoco sé cómo fue nuestro recibimiento en el lugar de destino; sin embargo, a este tiempo, sé que ese fue el viaje más significativo de mi vida: Máncora se convirtió en mi refugio, me adoptó entre sus campos y me permitió bañar mi infancia entre sus olas. Nada más simpático que la casa del “Pá Concio”, nada más austero que sus distintas cabañas, esas que se levantaron en varios lugares para asegurarnos espacios donde escondernos en nuestros más difíciles momentos, esos de aquellos días.

Esa frazada oscura quizá exista todavía. O a lo mejor se convirtió, en los años venideros, en cobertor de tabla de planchar… Esa frazada no era mía. Cubrió los fríos de mi hermano. A él le fue asignada. El Rambler American 330, definitivamente, se fue. Un día, dejó de funcionar y, su presencia era como parte ornamental de la casa, sus latas le dieron paso a la oxidación propia de los trastos viejos. Dejó de acompañarnos ya hace muchos años, pero no quería irse. Hace poco sus latas se convirtieron en chatarra y se fundieron para dar vida a otras nuevas. Solo queda, en mi cajón de medias, el logotipo metálico que adornaba la guantera y que pude arrancar antes de que se lo llevaran en pedazos. Al ver esa pequeña pieza de orfebrería industrial, se vienen los recuerdos, los primeros que de él tengo.

Paseo

La feria más grande de aquellos días era la de “San Pedrito”. Los católicos, en particular los que viven en las orillas del mar y se dedica a la pesca, tienen en el llamado “Primer obispo de Roma” a su santo patrón. La festividad se celebra cada 29 de junio, pero en mis días de infantitud se empezaba desde el 28. En realidad, desde el primer día de la semana. Desde el viejo coliseo municipal de Máncora hasta el actual ingreso hacia el bulevard marino, se apiñaban, entre las paredes de los vecinos y la línea blanca de la Panamericana, las vivanderas, los vendedores de juguetes, los que ofrecían juegos de azar, aquellos otros que vendían y/o alquilaban comics, los que en variedad multicolor ofrecían dulces y juguetitos de madera. Afamado –como todavía en estos días- era el gimnasta que apoyado en un par de columnas y unido a ellas por un par de pavilos, a la sola presión hacía volteretas sobre los hilos en los que se soportaba. Los vendedores de muñecas de trapo, ollitas de hojalata y juegos de comedor confeccionados en triplay tenían en las más pequeñas su cautiva clientela. También estaban los vendedores de ropas y de telas y pequeños juegos mecánicos. Los refresqueros y los ambulantes de los picarones eran los más solicitados.

El pescador de Galilea -convertido en “pescador de hombres”, una humorística forma de decir agente misionero-, es, desde tiempos ya olvidados, el patrono de los que tiene por instrumento las redes y por oficio, el de pescador. Quien sabe cuándo se instaló en la religiosidad mancoreña; sin embargo, era infaltable la confección de un altar en las orillas del mar en la que la escultura del patrón, montada sobre una pequeña lancha, miraba imperturbable el vaivén del mar y, las balsillas que bailaban a su compás. Allí, en las noches los hombres de mar, acompañados de mujeres piadosas, elevaban sus plegarias peticionando su intercesión. ¿Acaso no serían escuchadas esas suplicas si justamente se le efectuaban a quien el mismísimo Jesús prefirió para la tarea de apacentar el naciente rebaño?

Los “view-master” –de los que ahora sé su nombre original- eran lentes plásticos acondicionados para soportar discos de cartón en los que se acomodaba pequeñas diapositivas, que visualizaban -cambiando una después de otra a través de una palanca- una breve historia de comics. Eran nuestros lentes de realidad virtual. Nos permitían “alucinar” con las historias que allí se narraban, mejorando incluso la realidad de nuestros lluviosos televisores en blanco y negro. El vendedor los ataba con una cadena a la mesa y estaba atento a que el cliente sea el único que se favorezca con la “película”. Solo, cuando el negocio estaba bajo o tenía la posibilidad de conseguir monedas adicionales, es que permitía que los amigos pudieran ver alguna partecita de la secuencia. Ni las pc, ni las tablets ni los móviles existían. Así esos lentes, era lo mejorcito de la tecnología de punta en nuestras manos, frente a nuestros ojos… y solo por escasos minutos!

Pedro, discípulo directo del Señor, sabía de sus liberalidades. Lo había visto discutir con los fariseos respecto de las oportunidades del tributo, de la pena de muerte a la adultera, de la corrección fraterna sin llegar a la acusación legal, de las curaciones a leprosos más allá del Sábado. El mismo Pedro era sujeto de su misericordia ante la triple negación y en aquellas otras tantas veces en que fue reprendido por oponerse a la voluntad divina. Aún resonaba en su pecho, la sentencia del Maestro que reconocía la dureza de la ley mosaica en sintonía con la dureza del corazón humano, pero a la vez la liberalidad y firmeza con que anunciaba: “El hombre es señor del Sábado” para oponerse a la prohibición de trabajar en el día del descanso.

Esas liberalidades también se anunciaban en los días de la festividad mancoreña: nos desapegamos de los libros y cuadernos para cada tarde concurrir a mirar las novedades de la feria. Las peleas de gallos, los partidos de fulbito, los danzantes de marinera, el juego de palo encebado… También para regocijarnos con las peleas de los ebrios ocasionales, los requiebros de advenedizas guitarras y las profecías de agoreros públicos que anunciaban tener en los naipes nuestro futuro más próximo. Alguna vez, hasta se suspendieron las clases a fin de que los alumnos participáramos de las liturgias y devocionales de la fecha. Todo ello, a propósito, de la algarabía que nos producía tener como patrono a un santo, famoso por sus indecisiones y sus vaivenes en la fe; condición que probablemente compartimos. Aunque, desde su altar playero, miraba imperturbablemente las ondas marinas sin dejar de sujetar entre sus manos las llaves del cielo.
Cuando Pablo, el apóstol de los gentiles, ofrecía la fe a los no-judíos sin obligación de circuncidarse, Pedro se sumó a la iniciativa, justamente porque había visto que Jesús, en más de una ocasión se había saltado la literalidad de la ley. Así, departía con los de Antioquía y alrededores sin mayores reparos. Hasta comía con ellos en la misma mesa… En esas donde se presentaba apetitosamente cerdo, conejo, mariscos; quizá, sin comerlos. Sin embargo, cuando Santiago –el obispo de Jerusalen- llegó a las comunidades antioqueñas cambió su actitud para con los neófitos a fin de no perder la confianza del recién llegado, lo que motivó un grave desencuentro con el apóstol natural de Tarso. ¿Era acaso tiempo de indecisiones? Pedro, intentaba pasar desapercibido, pero le hizo bien que Pablo, le recordara el mandamiento de hacer llegar el evangelio a los confines de la tierra.

Máncora, confín de la tierra, es ahora cosmopolita geografía, en la que cada fin de semana se celebran nuevas ferias: con gentes de extraños idiomas, de peinados extravagantes, de costumbres disimiles, de formas de vestirse ajenas, de pieles de distintos colores; bulliciosas gentes, que alrededor de la candela, alumbran sus madrugadas a la luz de la luna, cantando, ebrios, tóxicos, libres… Pedro ¿Cuándo diablos le abriste las puertas a tantas gentes?

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...