miércoles, 21 de junio de 2017

Chacra

Ya había pasado el mediodía, y el examen empezaba. Las viejas instalaciones de una desaparecida empresa petrolera servían ahora como aulas. Holgadas, pero insuficientes ante el siempre agobiante calor mancoreño. El agobio en el alma era mayor si es que, en la hora punta del calor, además de al hambre, debías enfrentarte a un examen.

Decían –y en estos tiempos también lo repiten- que los cursos más difíciles para un estudiante de secundaria son los que se empaquetan en el tercer año. El curso de química, quizá el más espinoso. Requería, de memoria para aprenderse los nombres de los elementos químicos y sus respectivas siglas y, luego de ello, aprenderse las fórmulas básicas para alcanzar los compuestos químicos elementales. Todo nos ponía en muy graves apuros. La sal de cocina, la soda caustica, el amoniaco, el ácido sulfúrico, el bicarbonato de sodio, el gas metano, el vinagre… se relacionaban con expresiones que iban más o menos de la siguiente forma: NaCl, NaOH7, H2SO4, NH3, CO2, CH3COOH, a la vez que era obligatorio conocer sus respectivos nombres científicos. No se diga nada de la clasificación: óxidos básicos, óxidos ácidos, hidruros, hidrácidos, hidróxidos, etc, etc, etc. El asunto iba así…

El profe, un hombre alto, de cabellos ondulados, con una cojera pronunciada debida quizá a la poliomielitis, sudaba con el calor y, probablemente, con el hacer frente a los jovenzuelos a los que tenía que evaluar esa tarde. “Ya, carajo. Dejen sus cosas al frente. Solo necesitan sus lapiceros y borradores y una hoja en que apuntar”, decía mientras recorría entre las filas mirando con atención por si alguno quiera pasar por listo dejando algún cuaderno, hojas o apuntes que pudieran servir para la copia… “Apúrense. ¿O acaso no tienen hambre? Apúrense. El que termina va saliendo!”. A la voz de irse, todo el mundo apuró el paso… No quedaron cuadernos, ni mochilas, ni maletines, nada que impidiera el inicio del examen.

Una vuelta más, no estaría de más. “Ey tú. ¿Y ese papel que sale de tu bolsillo?” con su voz grave, le dijo a un pelucón de la parte final… “Esas patillas”, dijo, mientras revisaba que el trozo de papel higiénico que le fue alcanzado no tuviera anotaciones. A un par les pidió que vaciaran los bolsillos de sus camisas y, miró con detalle, en las hojas de navaja que se utilizaban como saca puntas, que en ocasiones servían como pergamino para anotar las copias. “¿Son chacreros o no?”, preguntaba con sarcasmo, mientras que alguno reclamaba con zalamería: “Apure profe… que se enfría la sopa”.

En un salón de clase, la Constitución se va al tacho. Nadie es inocente, por el contrario, se presume la culpabilidad. Como bien decía Cantinflas “Se sospecha de todos, pero no se desconfía de naides” y, por tanto, volver a mirar en detalle los tableros de esos avenjentados pupitres se hacía necesario para evitar trampas en los resultados: en ellos no solo había pintados corazones con nombres de quienes alguna vez pasaron por allí, o juegos de mesa en miniatura en los que se pasaban las horas si la clase era aburrida, sino que también podían servir para anotar las fórmulas necesarias para aprobar el examen… esa tarde nada adornaba los nombres de las parejitas de aquellos días… “Carajo… al primero que intente copiar lo mando a… apañar algarrobas! ¡y tiene cero en el promedio!. No quiero caras tristes, ya saben ah”. Y empezó el examen.

El profe dictó seis preguntas. La consigna era responder cinco, con un “si pueden” de acompañamiento. La sexta era de yapa. Así, empezó la carrera contra el tiempo. Nos mirábamos entre si, le preguntábamos al techo, mirábamos al profe pasearse con su sádica expresión facial que anunciaba un “así quería verlos”, mientras de cuando en cuando una sonrisita… acompañada de un “¿Ya?” nos apuraba para acabar prontamente. La aguja larga del reloj casi que llegaba a la mitad de la esfera, mientras la más pequeña, lenta ella, parecía que para la ocasión le hacía competencia al minutero: Había pasado el uno. Un par de gentes salieron. Entregaron sus cartillas a medio llenar y, se fueron en silencio. Unos minutos más, el profe recogió un diminuto papel de suelo. En letras pequeñas y de colores: azul, rojo, negro se anotaban los “oso”, los “ico”, los “ato”, los “ito” y las fórmulas de cómo llegar a ellos… De seguro había otras cosas: era un pequeño acordeón cargado de fórmulas, definiciones y hasta de ejemplos, elaborado como una larga tabla sinóptica en la que había acuñado lo que durante más de tres meses se había dictado en clases… “Esto es tuyo”, le dijo al más cercano y, ante la negativa, replicó: “¿Cómo que no? si está en línea recta hacia tu bolsillo… Párate”. Atemorizado el muchacho, miraba a todos los lados. Lo peor que le podía pasar era que lo desaprobaran en el curso y, tal pareciera que esa no era una opción para su libreta…

En la distancia, a tres filas de allí, otro, le señalaba con el dedo amenazador, mientras pensaba “pendejo… ya te cagaste. Eso te pasa por chacrero”. Le habían hurtado el documento, pero al fin de cuentas no le fue necesario ya que de tanto repetirla, con el ánimo de perfeccionarla, se la había grabado y no le era necesaria para el examen”. El profe miró el examen del sospechoso, miró su lapicero con atención y, le ordenó: “continua” y luego de hacerle marcas a su examen con un lapicero de tinta líquida le anuncio “quiero ver si sabes”. Empezó a pasearse por en medio de las filas. “Chacreritos, no?” decía, mientras miraba papeles, tipos de letras, lapiceros y, probablemente hasta los temblores de las manos…

Eran las 2.30 de la tarde. Se terminó la tortura para todos. Como quien no quiere la cosa, y luego de despedirse de todos, anunció: “Fulano: búscame mañana a la hora del recreo”. ¿A qué vendría esa llamada?

miércoles, 14 de junio de 2017

Chucaque

Era el año 86. Aún eramos muy chiquillos. Trece años era el promedio de vida de ese casi centenar de chiquillos que conformábamos el segundo año de secundaria. Los difíciles momentos vividos por las lluvias del 83 ya se habían superado en nuestras recién adolescentes vidas… Todo había vuelto a la normalidad. Bueno, en la renovada Panamericana aún quedaban los chamberos encargados del asfaltado y de la señalización de la vía; empero en términos generales, nuestra vida había vuelto a ser la misma: el mismo panadero de toda la vida recorría las tardes mancoreñas ofreciendo todo tipo de dulces; en el mercado, las mismas caseras de siempre y, las ferias de sabatinas volvían a convocarnos. En las noches de los martes, so pretexto de la liturgia juvenil, las calles volvían a ser nuestras… Ah...! la laguna... esa de agua salada que se formó donde ahora hay un bulevar, se convirtió en la piscina de más de uno.

Ese año Dña. Bertha se despidió de las aulas y un nuevo profesor llegaba. Inexperto, apenas podía con nuestras palomilladas. Había vuelto a las calles, también, Dn. Hortencio, el vendedor de alcoholes: “Llevo cañazo, primera, aguardiente… Llevooooo!!!! Gritaba por las calles mientras a cada lado le acompañaban un par de garrafas, de esos botellones plásticos en los que se vendía aceite de cocina… en aquellos días eran de color oxido. “Cañazo señora, cómprese una media… muy bueno para los calambres de estómago, para las frotaciones… para el chucaque, doña”, les decía a sus eventuales clientas con las que se encontraba en la calle… Esa cantarina voz, en imitación de algún mozalbete: “vendo cañazo, vendo primera…” se dejaba oir a media voz, en el salón mientras el profesor escribía en la pizarra. Nadie daba razón de su autoría cuando aquel volvía para descubrir al palomilla. La risotada era general.

Si bien el colegio era mixto. Los salones se dividían: unos para varones y otros para mujeres. Así los varones nos ubicábamos en la esquina suroeste y, las chicas en el borde noreste. Aquí, en este espacio, habían dos recintos y, adosado a éstos un tubo de fierro, de quizá 12 pulgadas de espesor que servía de asiento para las horas de recreo… pero esa mañana, quien sabe porque, había entre 12 y 15 chicas en plena chacotada, quizá entregaron prontamente su examen y salieron o, a lo mejor, el profesor no llegó a clase. Qué más da… Parloteaban de lo lindo… Ellas y la algarabía eran una misma cosa.

Una mujer, madre de familia de alguno de sus condiscípulos, pasó muy cerca. Era el camino a la dirección. Callaron sus voces pero a alguien se le ocurrió la broma y esperaron su regreso… Cuando ya había pasado, “suegraaaaa”, dijo una voz femenina… y todas se rieron… “suegraaaaaa” volvieron a decir, al ver que la mujer hacía oídos sordos. El asunto, no se repetiría: la mujer volvió y, todas le tiraron dedo a una… “Ella, señora”, “ella, señora”, repetían con el esmero propio de la palomillada, mientras la empujaban a la palestra… La mujer le recriminó, quizá con severidad, acaso con el ánimo de entrar en el chacoteo: “Oye muchacha, primero aprende a lavar tus calzones”, se dio la vuelta y se fue. Las chicas no cabían en sus cuerpos de la risa… mientras jaloneaban y abrazaban a la compañera para menguar su vergüenza… Rió, con esa risa propia de los rostros enrojecidos por la cortedad y la timidez… Y se limitaba a decir: “No chicas, eso no se vale… así no es”, y luego de un momento, el sonrojo la volvía a asaltar: “pucha, que dirá la señora…”

Al final del día, mientras todas reían ella, sentía que un pirético malestar le abundaba, y una risita de ficción mostraba para apaciaguar la chacota de las demás... Esperaba las campanadas de salida, pues solo quería llegar a su casa. Así, al escucharla cogió su brazelete rojo, se lo enfundó en el brazo derecho, tomó su vara de mando y, salió prontamente para llegar a su puesto de cuidado. Esa semana le había dado como tarea ayudar a cruzar a los alumnos a la altura del mercado… El malestar le llenaba el alma, Llegó a su casa y, el hambre le había abandonado… se echó a dormir. Dicen sus vecinas, que doña Angélica, su madre, ya a la oracioncita, buscaba a Dn. Hortencio para que le venda una “media” de aguardiente. Los calambres estomacales, propios del chucaque le exigían una frotación y una buena santiguada. La muchacha no asistió al colegio un par de días. El chuchaque estuvo más fiero que el dengue.

Treinta y un años después, niega los hechos.

Junio

Corría el último año de facultad y la preocupación era donde hacer las prácticas pre-profesionales para alcanzar prontamente el título profesional y materializar el “para que seas otro en la vida” de nuestros viejos. Había varias instituciones que ofrecían puestos para practicantes, pero no todos eran pretendidos por algunos. La pelea se concentraba entre los mejores por las instituciones que ofrecían estipendio a cambio de las horas de aprendizaje. En aquellos días, no había obligación legal de pagarlas, pero si necesidad de controlar los tiempos dedicados a esas tareas para asegurar los espacios dedicados a las clases universitarias y al estudio personal. Solo tres o cuatro eran de aquellas que permitían que a fin de mes puedas tener algunos soles en el bolsillo.

El lugar al que se pudo acceder se ubicaba frente a la plazuela que lleva por nombre el de un pintor muy reconocido. En aquellos días, las palomas anidadas en los campanarios de la iglesia, que daba cobijo a la institución receptora,  se  paseaban por la plaza muy de mañana buscando que comer. Éramos tres, llegamos y tímidamente tocamos las puertas. En la recepción, una avejentada mujer, de formas amables, casi forzadas, nos recibió ofreciéndonos ser atendidos prontamente. Luego de unos minutos, anunció: “Pasen jóvenes. En el salón del fondo, les esperan”. Se me asignó trabajar con una abogada, a quien, cuando menos, conocía de vista por ex alumna de la misma universidad. Nuestras primeras tareas fueron las de verificar que el papel estuviera listo en las impresoras, en aquellos días, de cinta, simulando ser máquinas de escribir. Más tarde se nos dio de tarea el “seguimiento de casos”, dígase ir al juzgado para verificar si se había cumplido con la notificación, si existía algún depósito judicial que cobrar, si ya se había expedido resolución para nuestros pedidos… Nuestra oficina era una de aquellas dedicadas al ejercicio del derecho en favor de las personas sin recursos, una especie de defensoría pública para personas pobres. De pobreza, en el más amplio sentido, y se prefería de decir “personas en estado de vulnerabilidad”, porque no sólo se trataba de defender a la viuda, al pobre y al huérfano conforme al significado semántico, sino que se asumía causas en las que, aún con recursos las personas se veían disminuidas por el solo hecho de pensar distinto,  de exponer sus ideas contra el gobierno de turno, lo que podía suponer acusaciones de terrorismo, defraudaciones tributarias,  incitación al desorden público.

Por esta vía nos fuimos acercando al ejercicio del poder desde donde imparte la justicia. La cosa no era fácil: el sólo acceso al expediente podía durar días, pues se perdían en los desordenados anaqueles y estantes judiciales, pero además, advertíamos que, como que lo aprendido en las aulas no era lo mismo que lo que se encontraba en ellos: en algunos expedientes, de un secretario específico, se anotaba en las declaraciones de los acusados el juramento de “decir verdad” sobre los hechos; alguna vez, el secretario llamó a la jueza para que obligue al imputado a contestar las preguntas cuando hacía ejercicio de su derecho a no declarar… Y no parecía extraño. Nuestro primer caso, estuvo relacionado con un habeas corpus en favor de un muchacho desaparecido, decían, en ejercicios militares; pero que según alguno de sus compañeros –sin decirlo a viva voz- había sido muerto por un capitán, a la llegada al cuartel, porque no quiso cumplir la orden de escupir un gargajo en el plato de un compañero.  También había quienes anunciaban que no había muerto y que estaba detenido en alguna de las celdas del centro militar, debidamente custodiado sin posibilidad de alimentos que no sea un mendrugo de pan y una vianda de agua.  Ya había pasado cinco meses, desde la última vez que fue visto vivo. Sus padres agotaron los recursos que su imaginación les permitía: hablaron con el comandante, con los capitanes, con los compañeros y no se sabía nada de su paradero. La prensa había dado cuenta hasta de las sospechas. Lamentábamos que la justicia fuera tan lerda, incluso con un habeas corpus, del que se dice es más rápido que el efecto de un par de cervezas,  y nos parecía inaudito que la jueza del caso pusiera tantos peros para programar una visita a las instalaciones del cuartel para verificar lo que se decía de la detención. Renegamos de los jueces y, era una promesa no trabajar en una institución estatal tan burocrática, tal malhadada. La justicia, nos parecía, solo era un remedo o una burda falsificación.

Seis años después, las cosas habían cambiado, las formas de gobierno de la institución encargada de la administración de justicia habían cambiado, el régimen autocrático de gobierno nacional había desaparecido, la marcha de los cuatro suyos era una historia de la que sentirse orgulloso, las levas –el reclutamiento forzoso de jóvenes- eran cosa del pasado, los movimientos cívicos tenían a punto una ley que prohibía la obligatoriedad del servicio militar, los periódicos chicha eran “periódico de ayer”, los vladivideos ya era noticia común en el internet… las cosas eran muy distintas… Ya no era practicante, me había integrado al grupo de abogados de la institución.

Era el mes de julio del año de inicio del segundo gobierno de García y, la autoridad máxima de nuestra institución, en frente de todos, se despedía, exhortando a cada quien a no desmayar en las ilusiones, a no renunciar a los anhelos personales, a no tumbarse de la escalera que nos lleve a nuestros sueños: “Los sueños personales no pueden depender de otros; menos, de aquellos que se imponen como obstáculos”, nos decía. Venía un nuevo jefe y, pedía –aunque no se entendiesen sus decisiones- se le obedezca con la libertad de los hijos de Dios. Ese mes de julio, las cosas cambiaron. Cambiaron en sentido opuesto a como habían cambiado las cosas en el país: las instituciones se había renovado, otras nuevas había aparecido –como la defensoría del pueblo por ejemplo- un nuevo modelo procesal punitivo se había instalado y progresivamente iba tomando rumbo en las distintas organizaciones territoriales. Nuevos vientos se advertían a lo lejos… En la institución, en cambio, las políticas cambiaron hacia el otro lado. El pobre, la viuda y el huérfano, nos parecía, quedaban sin significado, un significante huero, vacío. Había que salir a buscarlos en otra parte. Las cosas se hicieron laboralmente difíciles, los cooperantes cerraron sus proyectos, la vaciedad laboral llenaba los escritorios y los hostigamientos –mutuos- motivaron las salidas de los que, un par de años antes, nos despedimos del viejo de cabellos blancos.

Algunas semanas nos dedicamos a la defensa libre, mientras nuestras referencias personales fueron ofrecidas en algunas instituciones públicas, en particular aquellas con las que nos habíamos relacionado durante el tiempo anterior. Había pasado ya dos meses, casi que nos acomodábamos en el mercado de los abogados del ejercicio libre, y una voz del otro lado de la línea, nos indicó: “el Presidente desea hablar con Ud. será posible una entrevista para el día de mañana a 9.00 a.m. en su despacho”.  Le replicamos “Allí estaremos”.  Un hombre, de escasos cabellos, negros por la tintura que les acompañaba,  de bigotes, nos esperaba. Una amplia sonrisa, nos daba noticia de la nueva que nos esperaba.  Conversamos, brevemente de las motivaciones personales, del pasado inmediato, de una demanda –o de varias- laborales, de las nuevas políticas en mi antiguo centro laboral y las que él pretendía para su institución, hasta que finalmente indicó había un juzgado que no tenía juez y, era de materia penal y, se necesitaba nuevos aires en él, que se tuviera la intención de estar preparado para el nuevo modelo procesal que se pretendía en los próximos meses, de la necesidad de lidiar con los viejos cucos que, a veces no quieren irse… ¿Y cuando empiezo? –Ahora mismo, fue la respuesta.  “Umh… Déjeme pensarlo” y sonreí. Nos estrechamos la mano. A las 9.30 de ese día 14 de junio, luego de un juramento solitario, me lanzaba a nueva aventura… Hoy, nueve años después, inquieto por cuánto hay de bien procurado en el trabajo que realizamos, seguimos en ella.

Con la misma ilusión. Ahora renovada.

martes, 13 de junio de 2017

Tarea

Era un sábado, quien sabe de qué mes, quien sabe de qué año. La calle estaba desolada. De ordinario, era solitaria, pero ahora lo estaba más. La mujer tocó el timbre del edificio, y levantó la mirada para ver las volutas que adornaban el quicio de la puerta… Tanta era la soledad, que parecía no había nadie, aunque en realidad no era así. Había alguien que la esperaba. La pesada puerta se abrió con cierta lentitud, mientras dejaba ver a un hombre, de entrados años, con una sonrisa amable pero de gesto adusto. “Señora”, dijo, “su voz se oía inquieta”, mientras se apartaba para permitir el ingreso de aquella mujer. Afuera quedaban las paredes enlucidas con el color del cemento. Al frente un parquecito que empezaba a llenarse de gentes, mientras un parlante anunciaba misa de nueve de la mañana.

En el espacio de espera, parados en medio del salón, se dieron la mano a modo de saludo. “Vengo a poner mi renuncia”, le dijo sin requiebros la mujer a anciano, que parecía tener cierto don de mando y autoridad respecto de lo que le decían. El hombre la miró con sorpresa, acomodó los pocos cabellos canos con lo que cubría su calva, le empujo levemente del brazo y la invitó a ingresar al jardín interno, mientras salvaban una mampara de madera que daba hacia otro salón de pasadizo, desde donde se advertían un par de puertas, de probables oficinas. Tosió un poco y dijo, quitándole importancia a lo que le habían dicho: “Ve allí ese cuenco en la pared” Y sin dejar que contestara continuó: “Allí, siempre hay agua y también algunos granos de arroz. Esa soña que está allá ¿la ve?” dijo mientras señalaba con el índice derecho hacia un extremo del cuadrilátero por encima del muro que separaba el edificio de los vecinos, “esa soña baja, todos los días, a comer y a beber. Suele venir acompañada de pequeños gorrioncillos, con los que se pelea la comida. Siempre baja, me acompaña cuando hago mis oraciones de la mañana”. Pese a ese cuento, la mujer no perdía su cara de preocupación.

El hombre se sentó en una silla de estructura metálica y hecha de juncos de junto al rio. Algo vieja, muy limpia y con resistencia suficiente para soportar a quienes quisiera sentarse para un buen tiempo todavía. Invitó a la mujer a sentarse en otra similar, que había jalado desde el otro ángulo del jardín. Parecía que la mujer no tenía ánimos de conversar de otra cosa que no fuera aquello por lo que había pedido conferenciar. “Dígame señora. ¿Y Cuál es el motivo? Debe ser algo muy grave”. La mujer tomo la palabra y mientras discurría en argumentos, se tranquilizaba al exponerlos. El viejo las escuchaba con atención, mientras lanzaba hacia el jardín algunos arrocillos que portaba en una bolsa, que a su vez sacó del lado derecho de su guayabera… La mujer hablaba, como contándole una historia; de vez en cuando, poniendo la mano en una lado de la cara, el hombre le interrumpía para pedir alguna precisión de detalles de lo que se le decía. Un par de veces preguntó: “¿Eso ha hecho? ¿Está segura?”, concluía con un “jum”, mientras con su pie limpiaba el piso, o quizá lo acariciaba.

Casi al colofón del alegato, el hombre preguntó ¿Y cree Ud. que uno debe renunciar a sus ideales solo porque otra persona amparado en los mismos –si vale la expresión- y utilizando la misma organización, los traiciona? Tosió otra vez y prosiguió: “Señora Ud. está allí por algo. Dios quiere algo de Ud. al permitirle descubrir aquello que Ud. misma ha llamado… ¿Cómo dijo? Ah si: ‹canallada›. Haga Ud. lo que tenga que hacer para que el mal no prospere”. Se paró de su asiento, invitó con los ojos a hacer lo mismo a su interlocutora, y mientras caminaba hacia la puerta de salida de ese edificio, volvió, con voz parsimoniosa, para decirle: “No acepto su renuncia y, haga Ud. lo que deba hacer para que el Evangelio que tanto dice defender se cumpla” Y a modo de chanza le indicó: “¿No que Ud. venía de las canteras jesuíticas? Se sonrió con sorna. La mujer le refutó: “¿Parece que a Ud. no le preocupa lo que le he dicho”. El hombre puso cara de seriedad, y refutó con amabilidad: “Es grave, muy grave y me preocupa. Pero me preocupa más que Ud. quiera renunciar justamente para evitar hacerle frente a aquello que denuncia”. Le sonrió otra vez, le dio la mano, sobre las escaleras que dan a la calle, y le amonestó con severo cariño: “¿Que sería de Ud. si este hombre –le dijo mientras le mostraba un crucifijo que portaba sobre el pecho- hubiera decidido no hacer lo que hizo?” La mujer que había descargado su malestar, que pretendía evitarse otros mayores, que por la exposición de los hechos se había tranquilizado; ahora estaba más intranquila que antes, pero era una intranquilidad distinta: le habían mandado no renunciar a hacer el bien y, desorientada, volvió sobre sus pasos, se metió en la iglesia vecina y pidió al “Dueño de la mies” le ilumine.

Tres días después, cuando el sol ya se escondía, otra persona se sentaba con el mismo anciano. Éste le pidió le acompañara a rezar “vísperas”, le dio algunas indicaciones de cómo usar el salterio y al término del mismo, se veía obligado a confesar sus fechorías. Con ánimo de atenuación de sus propias culpas reconocía “no haber sido diligente” con el uso de los dineros para pagos de planillas, con los dineros propios de las actividades de la oficina y, ponía en manos de la máxima dirección, su renuncia. Le fue aceptada en el acto. Los dineros apropiados le fueron descontados de su liquidación de beneficios sociales.

Para evitar una denuncia penal, hasta olvidó que debía reclamar su constancia laboral. La tengo a la vista, y por ella, me evoca la memoria.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...