martes, 27 de diciembre de 2016

Fugitivo

“¿Cuáles son tus sueños?” Apenas caminaba el viejo y, mientras en una bandeja de aluminio ponía un poco de yucas de monte, con la que pretendía darle de comer a su burro, lanzó esa pregunta al aire: “¿Qué quieres hacer de tu vida?"

Era un hombre de campo y conocía mucho de la vida. Prontamente, quizá a los diez, quedó huérfano de madre y, a duras penas aprendió a leer y a escribir. Contaba que la maestra lo castigaba sin razón: lo obligaba a entrelazar los pies por entre los tabiques travezaños de las patas de la silla, manteniéndolo incomodo por largos tiempos dentro de la jornada estudiantil.  No se trataba de una escuela oficial, sino que, aquella se ganaba algunos reales enseñando lo poco que sabía a los varios muchachitos del lugar. Apenas duró unas pocas semanas en el tormento, pero le fue suficiente, incluso para las operaciones básicas.  Luego de algún tiempo, advirtió que el resquemor se debía a cuestiones de amores de adultos, en los que, a pesar de ser ajeno, le tocó pagar con sus propios dolores. Y de dolores y alegrías había tejido su vida. Su vejez, aunque dura, le permitía felicidad. Ahora, preocupación.

Esa mañana advirtió, con seguridad, que alguien había dormido en “la bodega”. En realidad, el día anterior, el hallazgo de una colilla de cigarro, le hizo parecer que "alguien" había estado allí, pero no le tomó asunto. Ahora, tenía la certeza de que los aperos de sus burros habían sido movidos. Un rastro, de entrada y salida, lo conducían hacia la quebrada. Revisó las cosas de mayor valor, pero todo estaba en orden. Las huellas no le parecían conocidas… Oteó el monte, aperó su burro mohíno y se fue siguiendo el rastro. Mientras su mirada recorría el suelo en busca de otros indicios, pensaba ¿Porque los perros no han ladrado? ¡Ni las pavas han hecho alboroto! Las huellas se perdían en la gruesa arena de la quebrada, pero indicaban que el hombre venía desde el centro poblado vecino. A su regreso, cortó un par de puntales de algarrobo, que los dejó en la puerta del corral de cabras. Al muchachito que salió a su encuentro  para pregonarle el desayuno, les anunció: “Esta tarde cambiamos los palos de la reja grande. Tú haces los huecos y yo me encargo de encuadrar la puerta”. 

“Buenos días mujer” dijo, mientras se sacaba el sombrero y se sentaba en esa silla oscura que le daba espacio junto a la ventana de la cocina. El sol le daba en un lado de cuerpo y, su café con leche, todavía tibio, estaba listo para ser endulzado. Cogió una cucharita y, desde una azucarera, de plástico rojo, sacó dos medidas de azúcar, y las puso en su pocillo. Le dio vuelta al líquido y luego le dio un sorbo: “Que rico, carajo”. "¿De donde vienes?", preguntó la avejentada mujer. No quiso dar detalles y, se remitió al hecho de la necesidad de cambiar el par de puntales que daban sostén a la reja del corralón, y así como quien no quiere la cosa, le retrucó en modo de pregunta: “La noche ha estado tranquila mujer… ¿los perros no han ladrado, verdad?”. Sin mayores aspavientos, la mujer refirió: “me he quedado en vela, no he podido dormir… No ha habido nada extraño”. Minutos más tarde, luego de dar de beber a las cabras, se alejaba por el camino de la quebrada…. Su silbido, fuuiiiiiiii-fuiuuuuu, se perdía en la distancia.

La soledad de campo, su solitario quehacer, el silencio que se acurruca debajo de los arboles no le impedían pensar en su desconocido inquilino nocturno. Había pasado el medio día y, mientras en los arenales de la playa escarbaba en busca de yucas de monte para el alimento vespertino de sus cuadrúpedos, sus pensamientos bullían en medio de posibles respuestas. Luego de un rato, del lado derecho de la alforja sacó un pequeño cuaderno y se sentó debajo de  un overal. Allí tenía anotadas las fechas de las últimas pariciones, los pesos y precios de las cabras de beneficio vendidas en los últimos meses, las deudas pendientes, -de cobrar o de pagar-, algunas de aquellas cosas que anotaba para no olvidarlas y que aún no tenían fecha de realización. En una página media del cuaderno, había dibujado las marcas del rastro que esa mañana había seguido. Miró el garabato buscando una explicación. Era una conformación de rombos, en cuya parte central se dibujaba un círculo partido por la mitad… eran zapatillas. Incluso con una pita, -la que solía andar en uno de sus bolsillos- le había tomado la medida a la huella misma y a la distancia entre una y otra: era quizá un hombre mozo, muchachón probablemente. Hecho que dedujo del largo tranco que evidenciaba su caminar, además de su altura, que debía superar el metro setenta, por la medida de su zapato.  ¿Quién puede ser este cristiano? Solo ha dormido y quizá fumó un cigarro, por el pucho que encontró, otra vez, muy cerca del corral de cabras. Un calendario de bolsillo se le había quedado olvidado, o a lo mejor se le cayó, al esquivo y fugaz inquilino. Se anotaba, en letras grandes “Juguería Mi Juanita” y, en otras más pequeñas: “Ofrece a su distinguida clientela jugos, sanguches y aperitivos” Remataba: “Los esperamos en nuestro puesto Nro 16-B, Mercado Modelo, Talara. Feliz año 1984”. El Chifón, ni siquiera se ha inmutado. No ha ladrado… El perro, muy cerca de él, presintiendo sus pensamientos, acariciaba su pelaje rozándose con la espalda a su dueño, y golpeaba con su cola el brazo derecho de éste, en busca de un cariño. “Carajo, perro… si pudieras hablar… ¿Quién es?” Le preguntó al animal, como si éste pudiera responderle.

Empezaba a atardecer. No tenía nombres, ni siquiera un sospechoso. Hizo recuento de los suyos, de sus hijos, de sus nietos, de los amigos de sus nietos, de los que vivían cerca de él, de sus vecinos, pero ninguno “era aparente” para la posible descripción alcanzada. Luego de advertir que el sujeto conocía bien el lugar, puesto que había ingresado a la bodega directamente, sin mayores búsquedas de posibles espacios donde dormir, varias preguntas le asaltaban. Lo que mejor podía deducir fue que era un fugitivo, puesto que ningún “buen cristiano” llega muy de noche y se va de madrugada, sin siquiera saludar a los dueños de casa.  ¿A que le teme? ¿Por qué huye? ¿No será que ha matado a alguien y la policía los busca? ¿Será que necesita de nuestra ayuda?

“Nadie está libre de nada”, se decía para sí, mientras desaperaba a su bestia. “Ni de cometer pecado ni de delito alguno… Nadie”. Si aquel -su inquilino furtivo- era todavía mozo, tendría oportunidades mejores que alcanzar, pero correspondía a su propia libertad elegir las adecuadas, acompañado de una mano que le guíe. “Las puertas siempre están abiertas”, siempre que se responda a las preguntas convenientes: “¿Cuáles son tus sueños? ¿Qué quieres hacer de tu vida?”. Para una respuesta firme, era necesario, tenerlo a cara a cara y escudriñar su voluntad. De esa noche no pasaría.  

Importaba  no solo su nombre, importaba también la oportunidad.


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