El día que apareció el Estado –dicen- los hombres renunciaron al ejercicio de parte de sus derechos y al ejercicio de esa porción con el ánimo de que aquel pueda organizar mejor la vida en sociedad. Si como dice Aristóteles, somos sociales por naturaleza, entonces el Estado nace de la necesidad de vivir bien, propia de la condición humana. En tal mérito, el Estado interviene la libertad de los individuos con la intención de salvaguardar el bien común. Diría, Tomás de Aquino que, la vida social está ordenada al bien común, que a su vez tiene como finalidad la felicidad de sus miembros.
Si esto es así, la popularidad de quienes dirigen los estados, dígase: los gobernantes, debería medirse en función de cuanta felicidad proporcionan sus decisiones a sus ciudadanos y, esta a su vez deberá calificarse en mérito de la justicia de sus actos de gobierno. Los filósofos dirán, que estos se calificarán como adecuados si son “conformes a la razón”; los constitucionalistas, preferirán decir que la medida optima se deriva de comparar dichos actos con la Constitución –la norma estatutaria nacional- y verificar si existe proporcionalidad entre la finalidad de la decisión concreta y la intencionalidad normativa constitucional. Cualquiera sea el modelo de evaluación, la tarea siempre es difícil.
En estos días se debate acerca de sí la denominada “ley de comida chatarra” es conveniente y, hay tantos argumentos a favor como argumentos en su contra. Quienes la defienden indica, entre otras cosas, es que compete al Estado para regular las condiciones de alimentación saludable de sus futuros ciudadanos –por ser de menores de edad - más si, la mala alimentación que supone la comida chatarra asegura en el futuro una población obesa, hipertensa y diabética. Esto, además de poner en riesgo la calidad de la fuerza laboral asegura el debilitamiento del sistema de salud, porque las atenciones del servicio, de seguro aumentaran poniendo en riesgo la capacidad de hospitales y centro de salud estatales. Se añade otros argumentos de naturaleza emocional: que los hijos (infantes en especial) manipulan a los padres, que las transnacionales (de comidas chatarra) mangonean a los niños y que la publicidad es engañosa.
La pregunta es ¿corresponde al Estado suplir al papá y a la mamá manipulados por sus hijos? ¿Una ley suplirá la voluntad de los padres respecto de cómo alimentar a los hijos? Si hace 30 o 40 años una mamá antes de salir a la calle con sus hijos se preocupaba por llevar en su bolso manzanas suficientes para cada uno de sus hijos o un postre casero para paliar los hambres que suponían los paseos domingueros, hoy es común que los papás prefieran comprar algo en la calle. Los modelos de consumo se han modificado. Una ley no hará que una madre de estos días se comporte como lo hacían las de hace cuarenta años. Es evidente que no. Tampoco se puede negar que los caramelos, chocolates, galletas con rellenos, etc. en abundancia no son buenos para nadie –ni siquiera para los adultos- pero una ley no modificará las conductas alimenticias. ¿Podrá el director de la escuela “confiscar” la lonchera de su alumno porque sus papás le pusieron un juguito envasado de un cuarto de litro y una bolsita de cereales encaramelados? Es evidente que no. La ley no tiene esa intencionalidad, sin embargo falta muy poco para eso.
Si bien la persona humana es el fin último del Estado, éste -como dice Stuart Mill- solo puede e imponerse en la libertad de esa persona si aquella perjudica a terceros. El propio bien, físico o moral del propio intervenido no es justificación suficiente para el intervencionismo estatal. El paternalismo jurídico, por tanto, queda proscrito pues materializa una interferencia en la libertad de acción injustificada aún cuando se “fundamente” en razones ligadas al bienestar, al bien, a la felicidad, a las necesidades, a los intereses o a los valores de la persona coaccionada. Esperemos que ésta normativa quede proscripta pero también anhelamos que quienes somos papás de menores de edad seamos más responsables de lo que les ofrecemos como alimento. Ese es un deber propio de los padres. No del Estado.
Publicado en diario El Tiempo, en 22 de mayo de 2013.
Publicado en diario El Tiempo, en 22 de mayo de 2013.
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