Laurence Chunga HIdalgo
Juez penal unipersonal de Chulucanas
La inseguridad ciudadana, generada por los asaltantes, carteristas, “marcas”, extorsionadores y otros de símil calaña nos tiene preocupados a todos. Y en nuestra desesperación son culpables de esta situación: el alcalde, el gerente de la seguridad ciudadana, el jefe de SECOM, el comisario del puesto policial, el fiscal y el juez. Agreguémosle a los secretarios y asistentes de cada uno de los mencionados por la demora e ineptitud de sus jefes.
No obstante, si revisamos los nombres de los prontuariados por la justicia nos daremos con la ingrata noticia de que muchos de ellos son nuestros conocidos: amigos, vecinos y hasta familiares. Y es que la lista de “buscados” no se limita a aquellos que generan la inseguridad ciudadana, sino que se amplia a otros delitos que, aunque de apariencia intrascendente, motivan mayores gastos y desembolsos a la administración de justicia, a en particular, y al Estado, en general; no tanto porque afecten el patrimonio de los ciudadanos sino porque atentan contra los ciudadanos de los próximos años: dañan a nuestros niños y adolescentes.
En nuestro juzgado, el Juzgado Penal Unipersonal de Chulucanas -como en la mayoría de juzgados del distrito judicial de Piura- aparecen aproximadamente 80 órdenes de conducción compulsiva remitidas a la Policía Nacional del Perú, pero los sujetos comprendidos en ellas no son avezados delincuentes o graves prontuariados. Se trata de personas decentes e “hijos de familia” (como solemos decir), cristianos devotos y de misa dominical sin falta, pero que por incumplir con sus obligaciones alimentarias para con sus hijos, cargan sobre su hombros el calificativo social de “delincuentes”, y que le es aplicable tanto a ellos como a los carteristas, asaltantes, “marcas” y extorsionadores. Y entre unos y otros solo existe una breve diferencia: mientras que éstos afectan el patrimonio de terceros, aquellos perjudican el de sus hijos, agregándose que les dañan la vida misma puesto que, al negarles el dinero para su sustento les niegan la posibilidad de crecer con el suficiente bienestar material que finge suplir las carencia de no tener el amor de padre, generando en ellos zozobra, malestar, incomodidad y resentimiento que prontamente se vuelca en expresiones de pandillaje juvenil que no es más que la elemental escuela para los avezados delincuentes del mañana.
Si comparamos números, los omisos a la asistencia familiar son mayoría frente a los avezados delincuentes que llenan las páginas policiales de los diarios, pero pasan socialmente desapercibidos, aunque generan grave riesgo colectivo que, por ser de imprevista y futura realización, no le asuntamos como se debiera. Si evaluamos los hechos de nuestro pasado inmediato y nos preguntamos: ¿Cuantos avezados delincuentes, extorsionadores (y demás epítetos similares) de nuestro presente, son los niños abandonados de hace 12 o 15 años? Probablemente nos asombraríamos en descubrir que aquellos que padecieron en sus infantiles y adolescentes carnes el horror del hurto de lo que les era propio y necesario para vivir son ahora los que nos hacen padecer de la denominada inseguridad ciudadana. Entonces, volvamos a la reflexión: ¿Solo son culpables las autoridades de lo ocurre en nuestras calles?
Estoy seguro que, los ahora leemos estas líneas reconoceremos a un compañero de trabajo, a un vecino, a un amigo, quizá un hermano o un primo o en el peor de los casos, al mismo lector, como un sujeto irresponsable que ante la injustificada expresión “no le voy a pagar nada a la mujer esa”, engendra en el alma de un niño, -en el alma de su propio hijo-, la carne de un delincuente que, si no muere a tiros, visitará en algún reclusorio del país.
Un profesor universitario decía: “Si tan sólo fuéramos padres responsables, en un mejor mundo viviríamos”. Y tenía razón.
No obstante, si revisamos los nombres de los prontuariados por la justicia nos daremos con la ingrata noticia de que muchos de ellos son nuestros conocidos: amigos, vecinos y hasta familiares. Y es que la lista de “buscados” no se limita a aquellos que generan la inseguridad ciudadana, sino que se amplia a otros delitos que, aunque de apariencia intrascendente, motivan mayores gastos y desembolsos a la administración de justicia, a en particular, y al Estado, en general; no tanto porque afecten el patrimonio de los ciudadanos sino porque atentan contra los ciudadanos de los próximos años: dañan a nuestros niños y adolescentes.
En nuestro juzgado, el Juzgado Penal Unipersonal de Chulucanas -como en la mayoría de juzgados del distrito judicial de Piura- aparecen aproximadamente 80 órdenes de conducción compulsiva remitidas a la Policía Nacional del Perú, pero los sujetos comprendidos en ellas no son avezados delincuentes o graves prontuariados. Se trata de personas decentes e “hijos de familia” (como solemos decir), cristianos devotos y de misa dominical sin falta, pero que por incumplir con sus obligaciones alimentarias para con sus hijos, cargan sobre su hombros el calificativo social de “delincuentes”, y que le es aplicable tanto a ellos como a los carteristas, asaltantes, “marcas” y extorsionadores. Y entre unos y otros solo existe una breve diferencia: mientras que éstos afectan el patrimonio de terceros, aquellos perjudican el de sus hijos, agregándose que les dañan la vida misma puesto que, al negarles el dinero para su sustento les niegan la posibilidad de crecer con el suficiente bienestar material que finge suplir las carencia de no tener el amor de padre, generando en ellos zozobra, malestar, incomodidad y resentimiento que prontamente se vuelca en expresiones de pandillaje juvenil que no es más que la elemental escuela para los avezados delincuentes del mañana.
Si comparamos números, los omisos a la asistencia familiar son mayoría frente a los avezados delincuentes que llenan las páginas policiales de los diarios, pero pasan socialmente desapercibidos, aunque generan grave riesgo colectivo que, por ser de imprevista y futura realización, no le asuntamos como se debiera. Si evaluamos los hechos de nuestro pasado inmediato y nos preguntamos: ¿Cuantos avezados delincuentes, extorsionadores (y demás epítetos similares) de nuestro presente, son los niños abandonados de hace 12 o 15 años? Probablemente nos asombraríamos en descubrir que aquellos que padecieron en sus infantiles y adolescentes carnes el horror del hurto de lo que les era propio y necesario para vivir son ahora los que nos hacen padecer de la denominada inseguridad ciudadana. Entonces, volvamos a la reflexión: ¿Solo son culpables las autoridades de lo ocurre en nuestras calles?
Estoy seguro que, los ahora leemos estas líneas reconoceremos a un compañero de trabajo, a un vecino, a un amigo, quizá un hermano o un primo o en el peor de los casos, al mismo lector, como un sujeto irresponsable que ante la injustificada expresión “no le voy a pagar nada a la mujer esa”, engendra en el alma de un niño, -en el alma de su propio hijo-, la carne de un delincuente que, si no muere a tiros, visitará en algún reclusorio del país.
Un profesor universitario decía: “Si tan sólo fuéramos padres responsables, en un mejor mundo viviríamos”. Y tenía razón.
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