sábado, 27 de octubre de 2007

Aprendiendo a defender nuestros derechos

Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
El pasado 24 de octubre, un grupo de escolares, 36 más los profesores y padres de familia, que viajaban en la empresa de transporte CIVA en un viaje de promoción a la ciudad Cuzco sufrieron un accidente. No habían siquiera salido de la ciudad capital, cuando el bus se incendió sin darles tiempo a sacar sus equipajes, salvo sus bolsas de mano. La empresa inicialmente, les ofreció el oro y el moro, pero al llegar a la agencia de la empresa en mención, encontraron que la administración había autorizado el pago de S/.200.oo por cada pasajero, aduciendo que las cláusulas de contratación así lo indicaban. Ordinariamente, sí un ciudadano compra un pasaje, piensa cuanto le va a costar en una u otra empresa. Muy pocas veces advierte que el reverso del boleto tiene una letras muy pequeñas unas consideraciones que ordinariamente se titulan “condiciones de viaje”. En la mayoría de ellas, la empresa pretende liberarse de responsabilidad si ocurrieran determinadas contingencias o se le exige, también al pasajero, cumpla con algunas obligaciones, referidas al cumplimiento del horario, de los límites del peso del equipaje, a las condiciones de bienestar físico del individuo, etc.
En el presente caso, ha intervenido la Defensoría del Pueblo, el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y Defensa de la Propiedad Intelectual (INDECOPI), un congresista oficialista y, probablemente, también el Ministerio de Transporte. Sin embargo, nada hubiera sido posible sin la decidida actuación de los propios alumnos que estuvieron dispuestos a exigir el respeto de sus derechos, a tocar las puertas de las instituciones tutelares, a “comprarse” el pleito… Sin la participación de los adolescentes afectados, el asunto hubiese quedado en una más de las frustraciones juveniles, quizá la fracasada intención de un paseo que no llegó a realizarse por un “hecho fortuito” que liberaba –además- de responsabilidad a la empresa contratante.
Después de varias horas de reclamación, la empresa, bajo la vigilancia de Defensoría del Pueblo, se ha comprometido al pago de S/. 570.00 como indemnización por las pertenencias perdidas bajo en fuego, así como a la entrega de pasajes ida y vuelta Lima-Cuzco-Paramonga, para cada uno de los afectados. En pocas palabras, el derecho de los usuarios a un buen trato y el respeto de sus derechos se ha impuesto sobre una mayoritaria e irresponsable forma de hacer empresa en el Perú.
No obstante, debemos recordar que, tal accidente es uno más de los tantos que registra nuestro servicio de transporte público interprovincial. Si revisamos las estadísticas del Ministerio de Transportes y Comunicaciones, tenemos que el año pasado se registraron 77 840 accidentes de tránsito; de ellos, el 3%, es decir, 2 306 ocurrieron por falla mecánica, así mismo se registra que 425 se produjeron por incendio del medio de transporte. Pretender que no existan accidentes sería una ilusión, sin embargo, sí, por ejemplo, se respetaran las reglas de tránsito o se ofreciera adecuado mantenimiento a las unidades de transporte como a la infraestructura vial, las estadísticas disminuirían notablemente.
Por lo pronto, del hecho en mención, es necesario resaltar y ofrecer como conducta digna de emular, la actuación de los alumnos y sus tutores en el ejercicio sus derechos ciudadanos, pero también es necesario exigir nuevas formas de intervención del Ministerio de Transporte que mejoren la confianza en el servicio y posibiliten que la estirada racha de accidentes de tránsito no se repita.

martes, 16 de octubre de 2007

El día de la educación inclusiva

Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
En el arte medieval, muy raras veces encontraremos la representación pictórica de una persona con defectos físicos, verbigracia: ciegos, lisiados, jorobados o feos. En el pensamiento de la época, un defecto físico o mental suponía necesariamente un vicio moral, la expresión de un pecado –personal o familiar- que socialmente era reprochado. Así, los jorobados y los enanos, por ejemplo, eran objeto de burlas y mofa de las gentes comunes, mientras que en la vida cortesana servían para entretener a la nobleza en sus fiestas. Los ciegos no tenían otra opción que no fuera la mendicidad. La literatura se ha encargado de exponer las deficiencias físicas de cada quien y describir las taras morales y psicológicas que conllevan. Es comprensible, en consecuencia, que la sociedad medieval los separase y los considerara gravemente “diferentes” del común de los mortales.
Desde aquellos días en algo ha cambiado la cultura y la mentalidad de las gentes. Desde los tiempos de la Revolución Francesa, las declaraciones y catálogos de derechos humanos han proclamado la igualdad de todos los hombres, que, en las primeras décadas del S. XX, conjugado con el derecho a la educación planteó una pregunta ¿aquellos que son “diferentes” tienen derecho a la educación?. La respuesta parecía evidente, pero en el inconsciente colectivo la desaparición de esas notorias diferencias -físicas y psicológicas- no se lograba con una declaración jurídica. Los minusválidos o incapacitados –como los denomina la Resolución Legislativa del Congreso de la República del 06 de octubre de 1888- adquieren el derecho a la educación, en la modalidad de “educación especial”, la que permitía –de forma velada- mantenerlos separados de las personas “normales”, tal como ocurría en los tiempos medievales. A este efecto, se fundaron centros de acogida, tal es el caso, por ejemplo del “Asilo de Niños Ciegos” o “el Centro de Educación y Rehabilitación de Niños Lisiados y Retardados Mentales”, que funcionaron en la ciudad de Lima desde la décadas del 20 y 60 del siglo pasado.
En nuestros días los conceptos han cambiado: se prefiere el término “personas con discapacidad”. La Ley 28044, Ley General de Educación afirma la inclusión como principio y reconoce la educación básica “especial” distinguiéndola de la llamada “regular”; permitiéndose en aquella la atención a las personas con necesidades educativas especiales para quienes sus características personales no le permitan participar de la educación básica regular. Su intencionalidad es permitir que un día los niños que participan de ella puedan acudir a las aulas regulares y ser atendidos como cualquier otro niño “sin perjuicio de la atención complementaria y personalizada que requieran”. Según la UNESCO la educación inclusiva ha de permitir que los alumnos con discapacidades o sin ellas aprendan juntos en todos los niveles educativos, que sean capaces de desarrollar sus capacidades en el trabajo y en la vida diaria en las mismas instituciones que los demás. No obstante, para ello se requiere infraestructura, nuevos métodos, pero por sobre todo, un cambio de mentalidad de quienes se dedican a la enseñanza, pues les exige estar preparados para enseñar y atender a niños con diferentes aptitudes para el aprendizaje y con necesidades educativas heterogéneas. Las instituciones educativas son las llamadas a favorecer esta transformación a través de la capacitación y formación de sus docentes pero también a través de la apertura de nuevas posibilidades dentro de sus aulas; que permitan que el titulito aquel de “educación personalizada” con el que se hacen propaganda al inicio de cada año, sea efectivamente el “rostro más humano” que le muestran a aquellos que se ponen en sus manos, justamente por “ser diferentes”.
Es probablemente allí, cuando –concientes de ello- dejemos de hablar de “personas con discapacidad en proceso educativo” para anunciar, como dice la Declaración de Salamanca (1994) que cada niño tiene características, intereses, capacidades y necesidades de aprendizaje y es capaz de interactuar con “personas con necesidades educativas especiales” en una institución educativa diseñada y programada para atender toda la gama de características y necesidades.
En el Perú, en medio de la Década de la Educación Inclusiva 2003-2012, hoy, 16 de octubre, se celebra el día de la persona con discapacidad o, indistintamente, día de la educación inclusiva. Que sea una gran celebración, pero que también exija el compromiso de quienes elaboran las políticas públicas estatales y de los efectivamente han entendido que la educación es una vocación de servicio.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 16 de octubre de 2007.

martes, 9 de octubre de 2007

Iglesia, política y desarrollo humano

Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
La Doctrina Social de la Iglesia siempre ha proclamado que el orden comunitario y la justicia social es una tarea propia de la política. Ha señalado también, de forma categórica –y el Papa Benedicto XVI nos lo recuerda en la Encíclica “Dios es amor”- que “la Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado”[1]. No obstante, no puede quedarse como mera espectadora de aquellas situaciones que comprometan la justicia de las relaciones humanas. Es necesario vele por que efectivamente, las acciones del los hombres se adecuen a la ley moral y permitan, en consecuencia, acercarnos cada vez más al bien común, entendido como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plenamente y fácilmente su propia perfección”[2].
Por tanto, la Iglesia no impulsa ni propone ningún modelo político y menos aún, podría sostener alguna propuesta económica en particular; sin embargo sí que, tiene obligación de pronunciarse respecto de aquellas cuestiones sociales cuando éstas afectan la vida moral del hombre. Si bien la Iglesia no ha de intervenir en las cosas técnicas “para las cuales no tiene medios proporcionados ni misión alguna”, como decía Pio XI, sí puede instruirla e iluminarla con las enseñanzas evangélicas. Pio XII sentenciaba “los principios morales se alzan sobre el mar agitado de las controversias sociales como faros cuya fúlgida luz ha de servir de guía a todas las tentativas que pretendan sanar los males de la sociedad”[3].
En nuestros días, un sector de los medios de comunicación y también de la Iglesia, Pueblo de Dios, en razón de la publicación del comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana “Para un rostro humano de la minería”, pretenden afirmar, dependiendo de la interpretación de cada quién, que la Iglesia es pro-minería o que la Iglesia es anti-minera. En realidad, la Iglesia no podría ser ni uno ni lo otro, pues no le corresponde a ella determinar el modelo de desarrollo por el que los pueblos pretender alcanzar el bien común. Y allí está el tema de fondo. No le compete a la Iglesia establecer la conveniencia de una u otra actividad económica, más bien tiene obligación de prestar su ayuda en la determinación de conceptos más altos, dígase “bien común”, “desarrollo”, o “bienestar social” o, mejor aún, ligarlos con el propósito salvífico de la historia de la humanidad.
De hecho, el comunicado del episcopado peruano reconoce que los recursos minerales son una fuente de riqueza estatal, sin embargo, le corresponde a la Iglesia ofrecer lineamientos que permitan establecer, por ejemplo, cuando su aprovechamiento se encuentra “en comunión con la creación de Dios”, en que circunstancias tal aprovechamiento ha de permitir “condiciones de vida más humanas”, o sí, efectivamente, es compatible con la dignidad de las personas y poblaciones involucradas.
En este sentido los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia, en especial el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia –valga la repetición- nos convoca a la búsqueda del desarrollo acorde con el respeto a la persona, que efectivamente conlleve al bienestar social y que, tenga por objeto la satisfacción de todos los hombres. De hecho, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe, a través del documento final de Aparecida nos recuerda que el desarrollo no puede reducirse a la mera acumulación de bienes y servicios y, aún cuando éstos estén dirigidos a la consecución del bien común no son condición suficiente para la realización de una auténtica felicidad humana. Por el contrario, lanza el reto de la búsqueda de “un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una auténtica ecología natural y humana, que se fundamenta en el Evangelio de la justicia, solidaridad y el destino universal de los bienes…”[4].
Y con el ánimo de no despersonalizar los conceptos que inspiran la actuación política de los pueblos en la búsqueda del desarrollo humano, la Iglesia quiere ser abogada de la justicia y defensora de los pobres ante las intolerables desigualdades sociales y económicas, atentados que claman al cielo, y que exigen una respuesta nuestra, de modo tal, que en ellos –los pobres- pueda un día, realizarse las palabras de la Populorum Progressio: “el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas”[5].
[1] Encíclica “Dios es amor”, n. 28.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1909.
[3] Pio XII, Discurso de 15 de junio de 1947.
[4] Aparecida, n. 474 c).
[5] Populorum Progressio, n. 20.

domingo, 7 de octubre de 2007

El derecho a la educación de los “niños-problema”

Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
Hace unos días, el director de un centro educativo me preguntaba qué podía hacer respecto de un niño de 06 años, de quien sus papás afirmaban eran un “ángel del cielo”; no obstante que en el aula mostraba una conducta altamente reprochable, al punto que, en muchas ocasiones se negaba a trabajar con los otros niños, ingresaba a otras aulas y se quedaba allí aún cuando no perteneciera a ellas, contestaba groseramente a la profesora y otros profesores. Tanto la profesora del niño como el director de la institución, hartos de la conducta del menor, pero también de la actitud “cómplice” de los papás, me preguntaban cómo hacer para expulsar al menor de la institución, o en el peor de los casos, evitar que sea matriculado el siguiente año sin que origine una queja ante las autoridades educativas o una demanda ante el Poder Judicial. La pregunta me remitió a mi mismo, pues, también soy padre y pudiera hallarme en una situación similar. De allí que, lo que a continuación se expone lleva una muy particular carga subjetiva.
El art. 13 de la Constitución Política consagra el derecho el derecho a la educación y expone para ella como finalidad “el desarrollo integral de la persona humana” y supone, entre otras notas: el acceso a una educación adecuada, la libre elección del centro docente, el respeto a la libertad de conciencia de los estudiantes, el respeto a la identidad de los educandos, el buen trato psicológico y físico de los menores. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ha señalado que son características de éste derecho, la disponibilidad, la accesibilidad, la aceptabilidad y la adaptabilidad. La accesibilidad supone la no discriminación y la atención preferente de los grupos más vulnerables, mientras que la adaptabilidad exige flexibilidad para atender las necesidades de los alumnos en contextos culturales y sociales variados[1].
Un niño, en las condiciones descritas por el director, presenta un problema psicológico, probablemente de adaptabilidad al medio escolar, quizá un trastorno de conducta o, eventualmente, hiperactividad por déficit de atención o impulsividad. Corresponde al psicólogo y –ocasionalmente al neurólogo- evaluar, diagnosticar y ofrecer pautas de solución. Pero ¿qué le corresponde a la institución educativa? El Código de los Niños y Adolescentes afirma el derecho de los menores a “no ser discriminado(s) en un centro educativo, por su condición de discapacidad…”. En el mismo sentido el Tribunal Constitucional ha declarado que la protección especial del niño y el adolescente “implica, primeramente, la obligación de permitirle ingresar a un centro educativo, así como que se adopten todas las medidas necesarias y oportunas destinadas a impedir que nadie se vea impedido de recibir educación adecuada por razón de su situación económica o de limitaciones mentales o físicas”[2]. La UNESCO señala como posibles causales de discriminación las condiciones físicas, intelectuales, sociales, emocionales, lingüísticas, u otras.
Le corresponde, en consecuencia, a la institución educativa garantizar en dicho educando “el desarrollo moral que le capacite para buscar y realizar el bien”, lo que supone no solo la comprensión intelectiva de lo correcto e incorrecto, sino también el componente afectivo de la valoración moral que hace la persona de lo bueno o la malo de las conductas, pero sobre todo el componente conductual que le permite al niño actuar conforme a lo bueno-malo, correcto-incorrecto, debido-indebido[3].
Los padres del menor, al amparo del los principios de responsabilidad y de participación, evidentemente, quedan obligados a seguir las pautas que establezca el especialista y realizar, junto con el centro educativo, todas las acciones que sean necesarias para el mejoramiento conductual del menor.
Entonces, ¿En que casos es posible la expulsión o la separación definitiva? No hemos encontrado alguna norma que lo establezca, sin embargo el Tribunal Constitucional ha señalado que se requiere no sólo que ésta se encuentre debidamente tipificada en los reglamentos y estatutos de la institución, permitiéndosele, al menor, un debido proceso; sino que además, la relación falta-sanción sea objetivamente razonable, es decir, -en nuestro entendimiento- que acorde al principio del Interés Superior del Niño. Dicho sea de paso, este principio es que inspira las actuales políticas educativas de la educación inclusiva.
[1] COMITÉ DE DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y CULTURALES. Observación General E/C.12/1999/10 de fecha 8 de diciembre de 1999.
[2] Expediente N.º 0052-2004-AA/TC.
[3] Expediente. N.º 4232-2004-AA/TC, f.j 14.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 09 de octubre de 2007.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...