martes, 9 de octubre de 2007

Iglesia, política y desarrollo humano

Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
La Doctrina Social de la Iglesia siempre ha proclamado que el orden comunitario y la justicia social es una tarea propia de la política. Ha señalado también, de forma categórica –y el Papa Benedicto XVI nos lo recuerda en la Encíclica “Dios es amor”- que “la Iglesia no puede ni debe emprender por cuenta propia la empresa política de realizar la sociedad más justa posible. No puede ni debe sustituir al Estado”[1]. No obstante, no puede quedarse como mera espectadora de aquellas situaciones que comprometan la justicia de las relaciones humanas. Es necesario vele por que efectivamente, las acciones del los hombres se adecuen a la ley moral y permitan, en consecuencia, acercarnos cada vez más al bien común, entendido como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plenamente y fácilmente su propia perfección”[2].
Por tanto, la Iglesia no impulsa ni propone ningún modelo político y menos aún, podría sostener alguna propuesta económica en particular; sin embargo sí que, tiene obligación de pronunciarse respecto de aquellas cuestiones sociales cuando éstas afectan la vida moral del hombre. Si bien la Iglesia no ha de intervenir en las cosas técnicas “para las cuales no tiene medios proporcionados ni misión alguna”, como decía Pio XI, sí puede instruirla e iluminarla con las enseñanzas evangélicas. Pio XII sentenciaba “los principios morales se alzan sobre el mar agitado de las controversias sociales como faros cuya fúlgida luz ha de servir de guía a todas las tentativas que pretendan sanar los males de la sociedad”[3].
En nuestros días, un sector de los medios de comunicación y también de la Iglesia, Pueblo de Dios, en razón de la publicación del comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana “Para un rostro humano de la minería”, pretenden afirmar, dependiendo de la interpretación de cada quién, que la Iglesia es pro-minería o que la Iglesia es anti-minera. En realidad, la Iglesia no podría ser ni uno ni lo otro, pues no le corresponde a ella determinar el modelo de desarrollo por el que los pueblos pretender alcanzar el bien común. Y allí está el tema de fondo. No le compete a la Iglesia establecer la conveniencia de una u otra actividad económica, más bien tiene obligación de prestar su ayuda en la determinación de conceptos más altos, dígase “bien común”, “desarrollo”, o “bienestar social” o, mejor aún, ligarlos con el propósito salvífico de la historia de la humanidad.
De hecho, el comunicado del episcopado peruano reconoce que los recursos minerales son una fuente de riqueza estatal, sin embargo, le corresponde a la Iglesia ofrecer lineamientos que permitan establecer, por ejemplo, cuando su aprovechamiento se encuentra “en comunión con la creación de Dios”, en que circunstancias tal aprovechamiento ha de permitir “condiciones de vida más humanas”, o sí, efectivamente, es compatible con la dignidad de las personas y poblaciones involucradas.
En este sentido los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia, en especial el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia –valga la repetición- nos convoca a la búsqueda del desarrollo acorde con el respeto a la persona, que efectivamente conlleve al bienestar social y que, tenga por objeto la satisfacción de todos los hombres. De hecho, la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y de El Caribe, a través del documento final de Aparecida nos recuerda que el desarrollo no puede reducirse a la mera acumulación de bienes y servicios y, aún cuando éstos estén dirigidos a la consecución del bien común no son condición suficiente para la realización de una auténtica felicidad humana. Por el contrario, lanza el reto de la búsqueda de “un modelo de desarrollo alternativo, integral y solidario, basado en una ética que incluya la responsabilidad por una auténtica ecología natural y humana, que se fundamenta en el Evangelio de la justicia, solidaridad y el destino universal de los bienes…”[4].
Y con el ánimo de no despersonalizar los conceptos que inspiran la actuación política de los pueblos en la búsqueda del desarrollo humano, la Iglesia quiere ser abogada de la justicia y defensora de los pobres ante las intolerables desigualdades sociales y económicas, atentados que claman al cielo, y que exigen una respuesta nuestra, de modo tal, que en ellos –los pobres- pueda un día, realizarse las palabras de la Populorum Progressio: “el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas”[5].
[1] Encíclica “Dios es amor”, n. 28.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1909.
[3] Pio XII, Discurso de 15 de junio de 1947.
[4] Aparecida, n. 474 c).
[5] Populorum Progressio, n. 20.

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