Aprendiz de historiador 
Fray Luis de Vera escribió en 1637 su “Memorial de la fundación y progreso de la Orden de Nuestra Señora de la Merced de la Provincia de Lima” en el que relata la llegada y primeros años en el Perú de la “Celestial, Real y Militar Orden de Nuestra Señora de la Merced”, nombre con que, en 1218 se funda la orden mercedaria a solicitud de santo español Pedro Nolasco. El Papa Gregorio Nono otorgó la bula de creación de la dicha orden religiosa, reconociendo como obligaciones propias, además de las comunes a las órdenes religiosas, el deber de “dedicar su vida a liberar esclavos”. La tradición recoge que en agosto de 1218, la Virgen María se les apareció a Pedro Nolasco y a Jaime I de Aragón, por separado, para comunicarles su deseo de fundar una orden dedicada a redimir a los prisioneros cristianos que padecían esclavitud a manos de los musulmanes. En consecuencia, sus primeras tareas eran las de atender a aquellos que escapaban o que eran abandonados por la precariedad de su salud, a la par que motivaban a la feligresía a participar con donativos y dinero, necesarios para el pago de los correspondientes rescates que permitieran la liberación de más cautivos.

La entronización de la Orden en el virreinato peruano data de los primeros años de la conquista tal como aparece en el documento suscrito por Fray Luis de Vera. Afirma que sus hermanos llegaron al Perú en los primeros años de la conquista; al punto que hacía 1535, Fray Miguel de Orenes erige una pequeña ermita mercedaria en la que se veneraba a la primera imagen de la Virgen de la Merced y, que hacia los primeros años del siglo siguiente, durante el gobierno del Virrey Marqués de Montesclaros (1608-1615), ya había sido sustituida por un templo de hermosa factura.
Según Pavel Elías L. en el libro Historia de Piura (2004), la entronización de la devoción mariana bajo la advocación de “Nuestra Señora de la Merced” en nuestros predios regionales data de la segunda mitad del XVI, al punto que hacia 1597, año en que el puerto de San Francisco de la Buena Esperanza, hoy Paita, fue atacada por Sir T. Cavendish la imagen bendita se libró del incendio gracias a la decidida acción de un anónimo devoto, quien exponiendo su vida, ingresó en la iglesia en llamas y la condujo a un lugar seguro, en su vivienda, donde la mantuvo hasta que se construyó un nuevo templo digno de la Madre del Redentor.
En el siglo XVIII, la devoción se había extendido por todo el corregimiento –y más tarde, partido- de Piura. A este tiempo, la orden mercedaria regentaba dos conventos por estos lares, uno en Piura y el otro en Paita. Las vocaciones no eran numerosas, pero la religiosidad popular exigía la presencia de la congregación religiosa. Mario Cicala, S.J. en su Descripción Histórico-Topográfica de la Provincia de Quito de la Compañía de Jesús (1771), señala que la comunidad mercedaria asentada en la ciudad de Piura se hallaba conformada de tres o cuatro religiosos, y se ubicaba al sur de ciudad, lamentablemente se hallaba en ruinas tanto el convento como la iglesia misma, por cuanto los vientos habían cubierto de arena el ala sur del mismo, hallándose tapado de la misma hasta unos pocos centímetros por debajo de los ventanales. Según el plano de la ciudad levantado por Mons. Baltasar Jaime Martínez Compañón (1783), este convento, junto con la Iglesia de Indios de San Sebastián, era la construcción limítrofe de la ciudad por el lado sur, mientras que al este tenía como frontera el lecho del río. El actual Palacio Arzobispal y la Iglesia de la Merced que le acompaña se ubican en parte de lo que fue aquel convento mercedario.
Mejor suerte corría el convento mercedario de Paita, en el que a pesar de la pobreza de las rentas, mantenía una “iglesita muy hermosa” como describe Cicala, “de una sola nave, construida toda en cal y piedra y con una buena fachada de piedra labrada”, que a su vez se convertía en “faro” de los navegantes, que lograban reconocerla a gran distancia por su sobresaliente altura frente a las casas de la ciudad. El saludo a María Santísima de las Mercedes consistía, para los navegantes, en cinco o seis estruendosos cañonazos, mientras que los parroquianos elevaban su voz cantando La Salve y las letanías lauretanas.
En la tradición se recoge el portentoso milagro ocurrido el 24 de noviembre de 1741, en que el Almirante Anson asaltó la ciudad, saqueó el templo en que se veneraba la imagen e intentó robarla. Cicala señala que la golpeó fuertemente con su sable intentando su decapitación y, sin lograr su cometido, dejó una leve huella que parecía una cicatriz y de la que el escritor deja constancia de ser testigo. Muy en cambio, el sable del facineroso, en cuanto fue tirada al suelo, se hizo añicos como si fuera “un frágil vidrio”. Francisco Helguero Seminario en su “De la Patria Vieja. Antología de Cuentos y Leyendas Piuranas” (1974), recogiendo la tradición oral señala que, luego del intento de decapitación y no contento con su maldad, ordenó sea trasladada a uno de sus buques. El mar embraveció gravemente, por lo que los tripulantes sobrecogidos de pánico, arrojaron la sacra efigie al mar; calmándose al instante el furor de las aguas.Al día siguiente, fue hallada en las orillas del mar, a cientos de metros de la ciudad. La multitud se congregó y, en medio de plegarias, cantos y alabanzas la condujeron en solemne procesión hacía lo que aún quedaba de su templo.Hacia el último tercio de la centuria dieciochesca, el convento mercedario de Paita contaba con dos –a veces, tres- religiosos, la imagen se hallaba expuesta al público en una bella hornacina, decorada con finísimos espejos y, los religiosos eran los celosos guardianes de los preciosos vestidos y alhajas que los dueños de naves, tripulantes y navegantes le dejaban en
agradecimiento por la protección alcanzada en alta mar. Cada tarde, mientras tanto, los paiteños se congregaban en su iglesia para recitar a dos coros el Santísimo Rosario y cantar las letanías. No podemos precisar, todavía, cuando los mencionados conventos mercedarios fueron abandonados; sin embargo, la religiosidad popular no olvidó a la Madre del Cielo, y en nuestros días, al tiempo en que se inicia la primavera, sus hijos se congregan, en su moderna basílica de Paita, desde distintas partes de la tierra, para agradecer filialmente la gentileza de su maternidad, bajo la esperanzadora nominación de Virgen de la Merced.

Fray Luis de Vera escribió en 1637 su “Memorial de la fundación y progreso de la Orden de Nuestra Señora de la Merced de la Provincia de Lima” en el que relata la llegada y primeros años en el Perú de la “Celestial, Real y Militar Orden de Nuestra Señora de la Merced”, nombre con que, en 1218 se funda la orden mercedaria a solicitud de santo español Pedro Nolasco. El Papa Gregorio Nono otorgó la bula de creación de la dicha orden religiosa, reconociendo como obligaciones propias, además de las comunes a las órdenes religiosas, el deber de “dedicar su vida a liberar esclavos”. La tradición recoge que en agosto de 1218, la Virgen María se les apareció a Pedro Nolasco y a Jaime I de Aragón, por separado, para comunicarles su deseo de fundar una orden dedicada a redimir a los prisioneros cristianos que padecían esclavitud a manos de los musulmanes. En consecuencia, sus primeras tareas eran las de atender a aquellos que escapaban o que eran abandonados por la precariedad de su salud, a la par que motivaban a la feligresía a participar con donativos y dinero, necesarios para el pago de los correspondientes rescates que permitieran la liberación de más cautivos.

La entronización de la Orden en el virreinato peruano data de los primeros años de la conquista tal como aparece en el documento suscrito por Fray Luis de Vera. Afirma que sus hermanos llegaron al Perú en los primeros años de la conquista; al punto que hacía 1535, Fray Miguel de Orenes erige una pequeña ermita mercedaria en la que se veneraba a la primera imagen de la Virgen de la Merced y, que hacia los primeros años del siglo siguiente, durante el gobierno del Virrey Marqués de Montesclaros (1608-1615), ya había sido sustituida por un templo de hermosa factura.
Según Pavel Elías L. en el libro Historia de Piura (2004), la entronización de la devoción mariana bajo la advocación de “Nuestra Señora de la Merced” en nuestros predios regionales data de la segunda mitad del XVI, al punto que hacia 1597, año en que el puerto de San Francisco de la Buena Esperanza, hoy Paita, fue atacada por Sir T. Cavendish la imagen bendita se libró del incendio gracias a la decidida acción de un anónimo devoto, quien exponiendo su vida, ingresó en la iglesia en llamas y la condujo a un lugar seguro, en su vivienda, donde la mantuvo hasta que se construyó un nuevo templo digno de la Madre del Redentor.
En el siglo XVIII, la devoción se había extendido por todo el corregimiento –y más tarde, partido- de Piura. A este tiempo, la orden mercedaria regentaba dos conventos por estos lares, uno en Piura y el otro en Paita. Las vocaciones no eran numerosas, pero la religiosidad popular exigía la presencia de la congregación religiosa. Mario Cicala, S.J. en su Descripción Histórico-Topográfica de la Provincia de Quito de la Compañía de Jesús (1771), señala que la comunidad mercedaria asentada en la ciudad de Piura se hallaba conformada de tres o cuatro religiosos, y se ubicaba al sur de ciudad, lamentablemente se hallaba en ruinas tanto el convento como la iglesia misma, por cuanto los vientos habían cubierto de arena el ala sur del mismo, hallándose tapado de la misma hasta unos pocos centímetros por debajo de los ventanales. Según el plano de la ciudad levantado por Mons. Baltasar Jaime Martínez Compañón (1783), este convento, junto con la Iglesia de Indios de San Sebastián, era la construcción limítrofe de la ciudad por el lado sur, mientras que al este tenía como frontera el lecho del río. El actual Palacio Arzobispal y la Iglesia de la Merced que le acompaña se ubican en parte de lo que fue aquel convento mercedario.
Mejor suerte corría el convento mercedario de Paita, en el que a pesar de la pobreza de las rentas, mantenía una “iglesita muy hermosa” como describe Cicala, “de una sola nave, construida toda en cal y piedra y con una buena fachada de piedra labrada”, que a su vez se convertía en “faro” de los navegantes, que lograban reconocerla a gran distancia por su sobresaliente altura frente a las casas de la ciudad. El saludo a María Santísima de las Mercedes consistía, para los navegantes, en cinco o seis estruendosos cañonazos, mientras que los parroquianos elevaban su voz cantando La Salve y las letanías lauretanas.

En la tradición se recoge el portentoso milagro ocurrido el 24 de noviembre de 1741, en que el Almirante Anson asaltó la ciudad, saqueó el templo en que se veneraba la imagen e intentó robarla. Cicala señala que la golpeó fuertemente con su sable intentando su decapitación y, sin lograr su cometido, dejó una leve huella que parecía una cicatriz y de la que el escritor deja constancia de ser testigo. Muy en cambio, el sable del facineroso, en cuanto fue tirada al suelo, se hizo añicos como si fuera “un frágil vidrio”. Francisco Helguero Seminario en su “De la Patria Vieja. Antología de Cuentos y Leyendas Piuranas” (1974), recogiendo la tradición oral señala que, luego del intento de decapitación y no contento con su maldad, ordenó sea trasladada a uno de sus buques. El mar embraveció gravemente, por lo que los tripulantes sobrecogidos de pánico, arrojaron la sacra efigie al mar; calmándose al instante el furor de las aguas.Al día siguiente, fue hallada en las orillas del mar, a cientos de metros de la ciudad. La multitud se congregó y, en medio de plegarias, cantos y alabanzas la condujeron en solemne procesión hacía lo que aún quedaba de su templo.Hacia el último tercio de la centuria dieciochesca, el convento mercedario de Paita contaba con dos –a veces, tres- religiosos, la imagen se hallaba expuesta al público en una bella hornacina, decorada con finísimos espejos y, los religiosos eran los celosos guardianes de los preciosos vestidos y alhajas que los dueños de naves, tripulantes y navegantes le dejaban en
Publicado en SEMANA, semanario de diario El Tiempo, Piura, 23 de septiembre de 2007.
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