Un amigo pone en el wasap una música hecha, entre otras cosas, de silbidos y, pregunta si la recordamos... La verdad es que no me suena ni me truena... Ni en pelea de perros, dirían algunos. La pregunta, sin embargo, me lleva a los duendes de los montes.
Allí, arriba en los cerros de Cerro Pelau, allí teníamos pequeños espacios en los que guarecernos del sol. De ramas de algarrobo y de tallos de otras layas de vegetales, hacíamos sombras bajo las que descansar o, permanecer en el juego mientras hacíamos de vigías para que las cabras no sobrepasen los límites del pastoreo... De cuando en vez, pegamos unos gritos o silbidos... invitábamos a los perros a ladrar, para que alguna cabra andariega no saliera del cuadro en el que pretendíamos mantener el orden del pastoreo.
En esos parajes, buscábamos -algunas veces- en particular en tiempo de lluvias cactus enanos, de esos que le gusta crecer entre las rendijas de las piedras. Los buscábamos porque dan un pequeño fruto de color rosado al que nos dirigíamos con devoción. Su dulzor es muy agradable, aun no tanto su extracción: había que sacarlo con cuidado para evitar quedarse con pelusas dolorosas entre los dedos... Le llamábamos "abuelos". Sus espinas blancas nos remitían a las veteranas barbas del nuestro.
De alguna vez, oíamos, en la distancia, ligeros y finos silbidos que nos llegaban al oído y que parecían tener origen en la nada. Los oíamos y, solo atinábamos a decir "el duende anda por allí". Así nos lo decía el abuelo, así lo repetíamos nosotros. La soledad de esos parajes, sin embargo, invitaba a una narración que posibilite una explicación a esos sonidos... Alguna vez, habíamos intentado seguirlo y, el viejo, con la sabiduría de los años: "¡muchachos cojudos...! ¿el duende se va a quedar parado, seguro, para que lo puedan ver?" Y le agregaba alguna tarea para que nuestros pensamientos se recondujeran: "Allí en la alforja ando la capotera y el hilo, péguenle una zurcida a esa manta que, si no la arreglo yo, no hay quien". Y en esa terea se perdía el interés por el silbido... pero eso no lo paraba... Se seguía oyendo... En lo más alto del sol, al medio día, cuando parece que nada se mueve, cuando el calor causa estragos, parece que el duende también dejaba de silbar...
Así crecimos, creyendo que el duende siempre nos seguía. Que le gustaba nuestra presencia o que, a veces le disgustaba. Creíamos que -de chismoso- se ponía cerca de nosotros para oír de que hablábamos. Siempre supusimos que era un personaje solitario ¿Tendrá hijitos? Y nos llegaba la respuesta: "cojudo... es duende. Los espíritus no se reproducen, solo existen...." Advertimos, que había espacios en los que a los duendes les gustaba estar... En los espacios pedregosos, en especial en aquellas donde hubieran piedras grandes y filosas. Hasta llegamos a pensar que vivían de seguro en alguna grieta de la tierra puesto que, eran las veces en que lo oíamos silbar... El silbido era siempre el mismo... de notas largas y suaves... De ordinario de tristeza. "Silba para no sentirse solo".
De hecho, nosotros también lo hacíamos. La vuelta a casa era siempre, una silbadera de canciones tristes, de pasillos y yaravíes. El ganado, plan de cuatro de la tarde era alertado, para que se desadormeciera y se prepare para la vuelta. El rebaño era reunido... atendíamos a las cabras y chivos perezosos y aquellos andariegos para ponerlos en el camino de vuelta. El andar del jumento debía acompasarse con el propio de las cabras y, adormitábamos nuestra andanza en medio de esos silbidos... a veces intentado imitar juguetonamente los de aquel otro, que una vez más -de seguro- se quedaba solo, allá arriba en los cerros. De seguro, silbaría con más intensidad, extrañando nuestra ausencia, esperando que se repita nuestra visita.
Hasta que alguien dijo... "Yo creo que el duende se sienta sobre los cactus. Allí se sienta y canta... bueno... silba". Las risas se dejaron sentir luego de tan curiosa afirmación. ¿Los cactus silban? preguntó otro y, la mirada esperaba una respuesta del mayor. Y, sonrió y se limitó a decir "Si muchacho. Los duendes viven en los cactus y, sus espinas son la quena con la que hace música". Y para terminar remató: "Arrea pronto hasta la quebrada y no dejes que ganado se vaya más allá, hasta que todos estemos juntos... Apura, que el sol se esconde".
Así que... si! Si me acuerdo del duende silbador, ese que se escondía en las barbas del abuelo.
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