En los resquicios de la quebrada de las aguas amargas, había una choza donde vivía una mujer. Se dedicaba a lo que fuera bueno para vivir... De ordinario vendía allí cositas que comer para los pasajeros: galletas, gaseosas, golosinas... otra vez, galletas. En días de fiesta, cuando tocaba alguna celebración cívica o religiosa, preparaba alguna comida que vendía en las ferias que se formaban... Cerca de su casita no había otras casas que le hicieran compañía suya... Allí vivía en compañía de un niño, que ella misma había parido, quien sabe de quién y también ignoro quién le ayudó en el parto.
Los lugareños la evitaban. Decían era bruja. ¿A quién se le ocurre echarse a vivir en una geografía pedregosa, muy cerca de aguas malas? Sí. La quebrada llevaba ese nombre, porque en ese recodo de piedra fluían aguas de hechuras amargas, fétidas, humeantes de mal sabor... En tiempos de calor, hasta burbujeaban. En esas cercanías vivía ella... Ella y su criatura. La evitaban las mujeres, porque decía tenía mal olor. Olía como a azufre. A amoniaco, decía otras. Y en su bolsa, una que llevaba siempre escondida en la pretina de sus faldas, portaba un par de frasquitos llenos de raíces y aceites naturales, con los que se santiguaba... Al menos, eso parecía, cada vez que ella lo consideraba necesario. Sin perjuicio, había gentes foráneas, que cada cierto tiempo, llegaban a esa cabaña para pedir su consejo, recibir remedios, atenderse de alguna dolencia, hacerse ver el aura... No eran pocas veces.
En esas reuniones secretas, ella prefería le dijeran "maestra". De ordinario sus atenciones eran de noche y, a la sola luz de la obscuridad. "Vamos a aclarar... rompamos los contagios, las envidias, las malas intenciones" y seguía "San Pedro bendito, aclara mi vista, despeja mi mente, alumbra mis sentidos". Y venían más jaculatorias dirigidas a la naturaleza, a la luna llena, a la laguna de olores nauseabundos, al palo santo y demás resinas olorosas que mitigaban el azufre y el verde pastoso de los líquidos de sus calderos de barro. "No juegue, no mire de cualquier forma... aguaite con cuidado... en el techo, en la candela, en las velas. Las revelaciones vienen de improviso... Aguaite, aguaite", eran recomendaciones para sus invitados. “No tenga miedo”, le decía al público… “Yo mando” profería con voz enérgica, mientras blandía su bijama en el aire y ordenaba: “Aléjense Chununas”.
Ese hijo que cuidaba, decían las pueblerinas, era hijo de algún diablo al que ella invocaba para dar remedios y consejos, para adivinar el pasado y evitar futuros contingentes. No se le conocía marido y no parecía que ningún hombre de los caseríos aledaños le tuviera algún deseo carnal. Y de haberlo “¿Cómo se le ocurriría yacer con una mujer apestosa?”. Su solo “humor” atosigaba hasta a los perros."Ni los zancudos hallaban buena su sangre". Su olor propio era ácido, penetrante; ante el que cualquier “brutt” o colonia perfumada se rendía sin miramientos. Dicen que era amiga de los demonios y, que éstos le obedecían en sus mandatos a razón de una bijama de ajo jaspe, vegetal que guarda en su corazón espíritus rudos, capaces de doblegar a cualquier alma. Dicen que, con esa vara se había enfrentado a las Chununas y, las había vencido ahogándolas en esas lagunas pestíferas. Allí mismo, con la misma amenaza, los Tatapure preferían sujetarse a su voluntad y, mostrarle lo que ella preguntaba respecto de las gentes que llegan a su consulta… Los tatatupe, espíritus de la noche, al olor de los palosantos y el ishpingo; de la lima y del agua florida, se acercaban a la mesa y, ella –la maestra- los forzaba mediante el San Pedro a lidiar con los afanes de conocer los misterios de la vida…
El niño, a pesar de su corta edad, había visto a muchas gentes y había aprendido a ver la luz, sin necesidad de lámpara, sin pretexto de ninguna achuma… Sus ojos limpios veían las almas de los parroquianos y, con curiosidad infantil, le entregaba en las manos los vegetales que necesitaba para seguir en la existencia… La mujer se dio cuenta que su hijo –a pesar de su cortos años- era un “maestro curandero” de naturales aptitudes. No necesitaba ni de varas ni de alucinógenos. Ella, mientras le dure la vida, sabía que esas aguas amargas que nacían de la piedra, eran el talismán natural que la protegía de cualquier mal y, le ofrecía –contra cualquier espíritu- la virtud de hacerlos obedecer.
La mujer vivió allí, por muchos años y murió de vieja. Su hijo, hosco a la vida social, prefirió irse a la montaña para ahondar en aquellos saberes que parecía le venían por ciencia infusa.
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