"Esas no son formas de presentarse en la audiencia", recriminó el juez ponente. "Tenga el decoro..." El hombre miró su propio cuerpo, se creyó desnudo, pero no... pudo ver un polo, en el que se anunciaba el azul de su pechera. Unos botones blancos, la unían con el cuello blanco, el que intentó acomodar para mejorarse a sí mismo.
Volvió la mirada a la cámara y pidió disculpas por la impertinencia. El rostro del magistrado era un fleco de rabia. La solapa de su saco mostraba un pin que se escondía temeroso detrás de la cinta que suelen usar estos funcionarios públicos. La dama que alegoriza a la justicia y que remata la cinta rojiblanca intentaba levantarse el velo para verificar la malcriadez del profesional del derecho, para dejar constancia de su imprudencia.
"¿Puedo hablar?" preguntó ante el incomodo silencio. Y ante la continuidad de éste, suplicante dijo: "Pido disculpas otra vez y, pido permiso para apagar mi cámara, por si mi apariencia sea motivo de disgusto para los ojos de vuestras mercedes. Ruego a contrario, que sus oídos queden atentos a los argumentos, en particular a la exposición de deficiencias que pretendo ahora mostrar de la sentencia impugnada. Que a diferencia de mis fachas, sea música para sus tímpanos... ¿Qué digo? Sean el sorbo de la sabiduría con los que Ud. hagan justicia a mi patrocinado". Y siguió, intentando cubrir la incomodidad: "Ruego al ponente, tenga a bien alcance pronta templanza y cubra de olvido la pobreza de mis ropas, que al fin de cuentas, solo cubre, como diría el buen Ciro Alegría, "hueso y pellejo", que serán más pronto que tarde, un poco de polvo, bajo una losa fría".
"Siga señor abogado", dijo una voz, atemperada, llena de calma, morigerada... "Al caer la tarde, la justicia está hecha de palabras; de argumentos, las decisiones."
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