martes, 25 de octubre de 2022

Silbidos

El sol brillaba en el cielo. El hombre se puso de pie, salió de debajo del árbol en el que descansaba, se acomodó al lado de la yegua que le acompañaba. Levantó los pliegues de cuero de la montura, desató el cincho totalmente y lo volvió a asegurar... Tarareaba una canción, quizá un sanjuanito de sus tiempos mozos. Una vez asegurada la montura, a modo de caricia le dio una palmada en el anca del animal, mientras un "listo" brotaba de su boca como interjección.

Quiso -a través de sus lentes de fondo de botella - medir la altura del sol. Apoyó su mano derecha sobre la montura de equino, mientras que su brazo izquierdo  lo ponía por encima de su rostro con afán de cubrirse de la luz. Levantó su mirada: achinó sus ojos chiquitos para sujetar el resplandor mientras que su boca dejó en el aire un inadvertido "juum, carajo". 

Su mano derecha acarició la rienda y la acomodó en el cabezal de la silla de montar. Puso su pie izquierdo sobre el estribo y con el poco esfuerzo que su vejez le permitía, cruzó la otra pierna para montar al animal. Éste soporto sin queja el peso del viejo. Los talones se hundieron en los ijares de la yegua y ésta emprendió  su andar, pausado, desganado... El calor del medio día y la pesadez de esos arenales invitaban a muy poco; sin embargo, en esa extensión arenosa se esparcían, debajo de los chopes, en las sombras de los vichayos, alrededor de los faiques, algo de más de un centenar de cabras...  De ponerle atención al silencio del campo permitiría -de vez en cuando- escuchar algún balido caprino.

Un silbido rompió el silencio de la naturaleza, un perro se desperezaba mientras le robaba un poco de aire a la vida en un largo bostezo. Las cabras empezaron sus balidos de ubicación... Los críos, confiadamente, se separaban de las madres en busca de alimento, pero ese silbido era uno de alerta. La cabras viejas se daban cuenta que había que echarse a andar.

El hombre volvió a silbar y el sonido de su chiflido se perdió en medio del canto de las soñas y los chilalos.  Un perro -otro- se acomodó a la sombra que le regalaba la panza del animal de montura con el afán de caminar aprovechando esa comodidad. Un silbido más y, aquellos cuadrúpedos que se escondían en medio de la naturaleza dejaban ver sus cuerpos, listos para la vuelta. Las crías también se estiraban para la partida.

Era el medio día y el sol estaba en lo alto. El hombre acomodó su viejo sombrero de paja toquilla, limpió sus lentes con el ajado pañuelo que sacó de uno de sus bolsillos del pantalón y volvió a hincar los ijares de su cabalgadura. Ahora con rigor. 

El sol estaba en lo alto.

martes, 11 de octubre de 2022

Némesis

La tarea emula jugar a ser un dios del pasado recreando historias ajenas. Expone la sentida intención de ofrecer a quienes quieren lo que conviene en la ingenua construcción de un puente con apenas unas hebras de cabellos.

Hacer justicia es como jugar con el viento y con la lluvia con la apetencia de evitar que la tormenta se acreciente. Es el afanoso propósito de terminar la pelea en la crédula convicción de que a todos les gusta el desenlace. Es el ofrecimiento de un carnal costal de box, allí donde todos dicen tener la razón desde la fuerza de sus puños, desde sus detemplados gritos.

Es jugar a ser dios con las limitaciones del sentido común, con la prodigalidad de la prueba, con la parquedad del derecho. Es la propuesta personal de ser el dado de dios, pero sin puntos en los lados. Solo somos un dado de colores. Es como completar un cubo de Rubik con la pericia que solo los agonistas tienen.

Somos los parteros de embarazos no deseados. La boca que dice lo que pocos quieren. Somos los pitonisos de Las Moiras, los hijos nuevos de la vieja Némesis.

lunes, 3 de octubre de 2022

Angustias

"Hablar mal de dios, es un pecado mortal” dijo la mujer mientras se santiguaba con la mano en la que sostenía un rosario de cuentas de madera. La cuerdita embolillada hizo ochos en el aire y, la imagen mariana que motiva la extensión que remata en cruz se movía al son de la gravedad. Y la recriminación continuó: "La ignorancia perdona todo, pero la burla blasfema y el chiste ridículo no son más que sables en el herido corazón de nuestro dios. Y le duele más, porque viene de sus hijos preferidos”. La mujer puso sus rodillas en el reclinatorio y, le regaló una mirada compasiva a la réplica de La Piedad de Buonarroti. Era una imagen de fibra de vidrio semejante a aquella otra –de mármol- que aparece en El Vaticano y que, representa a María soportando sobre sus piernas el peso inerte del hijo lánguido, con las huellas en el cuerpo de su muerte por crucifixión.  Le regaló una mirada de dolor y se identificaba con la imagen. A la mujer le dolía, ahora la incredulidad de su propio hijo: ¿Cómo es que se le ocurre dudar de todo?. La salvación de los hombres se hace evidente con esa muerte redentora, tal como se anuncia en el Libro Sagrado.

La imagen inerte, figura de quien es anunciado como divinidad, anduvo por estos lares hace ya mucho y, si atendemos a sus propias expresiones -o aquellas que dicen lo son de su autoría- de seguro poco le ha de importar lo que de él digan. ¿Qué le habría de importar lo que digan en estos tiempos de él, si hacía sus desmadres? ¿Bebedor y comilón son un par de epítetos que se ganó a pulso? Cuentan –cuentan ah, cuentan- que una vez llegó a un matriqui y, ya cuando la gente se iba, mandó a sus amigotes a sacar unos odres de vino que habían escondido en lo más rebuscado de las bodegas. Parecía que el asunto le salió mal, pero por los resultados, además de los novios, fue el héroe de la jornada: todos le agradecieron la travesura. Los entendidos en los productos de la uva, ya medio salazonados, dijeron al wedding planner: “Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya todos están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”. El hombre respiró aliviado, mientras en sus adentros se decía: “Si supieran que unos amigos del novio se había asegurado con unos cuantos odres…” 

Unas lágrimas doloridas corrían por las mejillas de la mujer. Pensaba en las clases de catecismo de sus días infantiles. Sabía desde esos días, una jaculatoria que repetía: “Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo… tres personas distintas, un solo Dios” ¿Tan difícil es de asimilar que Dios hubiera prefigurado desde la eternidad la opción de hacerse hombre para asegurar el mundo venidero como acto salvífico de lo creado? ¿Y cómo es que mi hijo ahora niegue aquello que en algún momento se mostró ansioso por ser…? ¿No sirvieron de nada los dos años de seminarista y de estudios de los textos sagrados? ¿Cómo es que podía decir que María era una mujer extraordinaria pero a la vez mortal como cualquier otra? ¿Es que Dios en su infinita bondad le había restringido el don de la fe dadas sus bromas y chanzas de mal gusto? Y recuerdos mejores vinieron a ella: las veces en que su hijo emperifollado en una túnica blanca se mostraba como muy reverente y piadoso en las ceremonias religiosas de sus días de juventud… recordarlo, en tiempos de vacaciones, en la silla de la abuela, en las horas en que el día clareaba, con un libro de oraciones en la mano, mientras en silencio las elevaba, le hacían olvidar los dolores que en estos días le hacía sufrir por haberse olvidado de la piedad… “La sequedad del alma no puede ser tan larga… Que llueva, Señor, que llueva” decía en sus adentros mientras en el primer plano de sus pensamientos recitaba el noveno “ahora y en hora de nuestra muerte, amen” del cuarto misterio en el que se anuncia la ayuda dada por un viandante al carpintero de Galilea cuando éste era obligado a cargar el instrumento de su propia muerte… “¿Cuánto sufren aquellos que se ven obligados a cavar la fosa en la que serán enterrados? ¿Habría sido igual el dolor de Nuestro Señor? No. Era mayor: la perfección de su humanidad, cuerpo, alma y espíritu, hace que sus dolores fuera multiplicados en intensidad”. Y remató sus pensamientos: “Señor, que llueva”.

“No juzguen, carajo”, les dijo un día a sus amigos. Aquella vez que, en los suburbios de Jericó –cuando iba de pasadita, buscando agua y comida- se toparon con la tienda de Tamara y sus colegas, dedicadas al placer de las carnes y que se convirtieron en objeto de burlas dadas sus arrugas y la notoriedad de sus años avanzados. “No juzguen… que con la misma vara que miden los defectos ajenos, así serán juzgados los suyos propios cuando les venga la muerte…”  Y miró con sorna a Pedro “¿acaso no te acuerdas la vez nos ofreciste unos pescados mal cocidos solo porque tu suegra estaba enferma y con fiebre?” Y le remató con una mueca de sonrisa que se escapaba por las comisuras de la boca: “Y eso que eres un pescador viejo”. Los demás rieron: para ellos no era novedad la sabiduría del hijo del carpintero. El mismo se encargó de recordarles que no se comporten como “aquellos que mandan a hacer pero no hacen lo que dicen”. Y el asunto no pasó a mayores porque en ese mismo momento, un par de muchachos se les acercaron para hacerles llegar la invitación de Zaqueo. Ellos había recibido largas quejas del citado funcionario, del maltrato que recibían los arrieros y mercaderes, de las displicente formas que tenían sus ayayeros cuando se acercaban los días de las cosechas de uva o de trigo para quedarse con una buena tajada, dizque para satisfacción de los tributos del emperador romano. ¿Las quejas era vanas? Ellos mismos lo sabían: los publicanos eran inmisericordes al momento de los porcentajes de la pesca. Cada vez que alguna embarcación dejaba su carga de pescado, aquellos llegan como buitres para quedarse con los mejores peces. Pero ya… Las palabras sirven de poco, pues días antes había dicho el maestro: "No todo el que diga ‹Señor, Señor› entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos”. Y, si se trata de materialización de voluntades, de actos humanos, Zaqueo era un buen ejemplo: “Aquí Señor: la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado”. Dicen, los que allí estuvieron, que la comilona de ese día, no sólo alcanzó para los amigos del carpintero sino también para aquellos que de vez en cuando se tomaban el tiempo para escuchar los mensajes de ese predicador callejero.

La mujer secó sus lágrimas. Esperaba que la aridez espiritual padecida en su hijo vea pronta muerte. Estaba segura que la revivificación de la fe, era como las plantas del desierto: solo hacía falta una pequeña lluvia que viniera del cielo. A la mujer le pareció, luego de esas conclusiones, que aquella otra mujer representada en bulto, le mostraba, ahora, su rostro sonriente… Ella también le sonrió.

Escondió su rosario, levantó sus pasos y salió apurada... Había que preparar "el que comer" de los suyos.


Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...