El sol brillaba en el cielo. El hombre se puso de pie, salió de debajo del árbol en el que descansaba, se acomodó al lado de la yegua que le acompañaba. Levantó los pliegues de cuero de la montura, desató el cincho totalmente y lo volvió a asegurar... Tarareaba una canción, quizá un sanjuanito de sus tiempos mozos. Una vez asegurada la montura, a modo de caricia le dio una palmada en el anca del animal, mientras un "listo" brotaba de su boca como interjección.
Quiso -a través de sus lentes de fondo de botella - medir la altura del sol. Apoyó su mano derecha sobre la montura de equino, mientras que su brazo izquierdo lo ponía por encima de su rostro con afán de cubrirse de la luz. Levantó su mirada: achinó sus ojos chiquitos para sujetar el resplandor mientras que su boca dejó en el aire un inadvertido "juum, carajo".
Su mano derecha acarició la rienda y la acomodó en el cabezal de la silla de montar. Puso su pie izquierdo sobre el estribo y con el poco esfuerzo que su vejez le permitía, cruzó la otra pierna para montar al animal. Éste soporto sin queja el peso del viejo. Los talones se hundieron en los ijares de la yegua y ésta emprendió su andar, pausado, desganado... El calor del medio día y la pesadez de esos arenales invitaban a muy poco; sin embargo, en esa extensión arenosa se esparcían, debajo de los chopes, en las sombras de los vichayos, alrededor de los faiques, algo de más de un centenar de cabras... De ponerle atención al silencio del campo permitiría -de vez en cuando- escuchar algún balido caprino.
Un silbido rompió el silencio de la naturaleza, un perro se desperezaba mientras le robaba un poco de aire a la vida en un largo bostezo. Las cabras empezaron sus balidos de ubicación... Los críos, confiadamente, se separaban de las madres en busca de alimento, pero ese silbido era uno de alerta. La cabras viejas se daban cuenta que había que echarse a andar.
El hombre volvió a silbar y el sonido de su chiflido se perdió en medio del canto de las soñas y los chilalos. Un perro -otro- se acomodó a la sombra que le regalaba la panza del animal de montura con el afán de caminar aprovechando esa comodidad. Un silbido más y, aquellos cuadrúpedos que se escondían en medio de la naturaleza dejaban ver sus cuerpos, listos para la vuelta. Las crías también se estiraban para la partida.
Era el medio día y el sol estaba en lo alto. El hombre acomodó su viejo sombrero de paja toquilla, limpió sus lentes con el ajado pañuelo que sacó de uno de sus bolsillos del pantalón y volvió a hincar los ijares de su cabalgadura. Ahora con rigor.
El sol estaba en lo alto.
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