miércoles, 13 de abril de 2022

Apuro

Era un poco más de las tres de la madrugada. Mis ojos estaban abiertos. El espacio para el insomnio no era el de siempre. Una cama en la habitación 202 de un hotel ubicado en la cuadra 8 del Jr. Rufino Torrico del cercado de Lima, era testigo de ese despertar. No había problema: habría bastado cinco minutos de televisión, para que hypnos se hiciera presente  y volviera arrebujarse por encima de mis párpados.

 

Esa noche, las circunstancias eran distintas. El televisor no era objeto de atención. En mi cabeza dibujaba hechos no vividos aunque pronosticados. Tenía obligación de comparecer para dar cuenta de mis actuaciones como juez en los siete años anteriores ante un organismo estatal de control funcionarial. Me preocupaba la calidad de la información proporcionada. Las tormentosas lluvias de ese año habían generado graves pérdidas de documentación, la comunicación virtual se hacía difícil y, aunque había cumplido con todo, me parecía que había otros documentos de mejor substancia que, lamentablemente, no se pudo presentar. Hacía repaso de las posibles preguntas, de las debilidades de mi trabajo, de las quejas y habeas corpus de las que había sido objeto. Me prefiguraba –como augurio peor- que algún ciudadano de forma anónima pudiera utilizar el mecanismo de la queja para ponerme en difícil situación.


Me preguntaba, además, de los otros juec… Algo sucedió en mi mente: parte del cobertor fue a dar al suelo y, una palabrota rompió el silencio nocturno: “Mierda…". Mis pies tocaron el suelo frio, pero me importó poco, mis manos estaban preocupadas por hallar el interruptor de luz y, una vez logrado, abrí el ropero y saque el maletín con afán: lo abrí precipitadamente y busqué ansiosamente por entre las cosas  que allí se guardaban y, mientras desacomodaba lo poco que había, los “putamadre” se sucedían sin descuido. Miré entre los cajones del ropero, y hasta por debajo de la cama y, otra vez, al maletín. Finalmente, un “carajo” de resignación, acompañó a mi acomodo en un extremo de la cama. El frio limeño no me hacía nada, pero, algo tenía que hacer... El problema estaba en la mesa.


Miré el reloj y aún faltaban minutos para que sean las cuatro. Me pareció una hora inadecuada para cualquier llamada… ¿a quién llamar? Los minutos se hacían eternos y, con el afán de asegurar su pronta continuidad, de vez en cuando, abría la solapa del maletín con el ánimo de asegurarme de que mis ojos no me hubieran mentido, que no era producto de un mal sueño, o… quizá estaba a la espera de algo extraordinario, de la necesidad de una aparición… de la naturaleza que sea necesaria, para que no falte nada, para creer que si había sido diligente. Hice una llamada... una voz somnolienta me contestó del otro lado ¿Qué hora es, amor? Sin responder la pregunta, la retruqué: “Negra, fíjate en mi cajón superior ¿el protector azul de ternos está allí?” Después de muy pocos segundos, se confirmó todo: el terno con el que pretendía presentarme se había quedado en casa.  Mil kilómetros de distancia nos separaban.


La cita estaba pactada para las 9.30 a.m. pero se nos había pedido a todos los entrevistados que nos presentaramos una hora antes. No había tiempo, en consecuencia, de realizar la compra de un chachá nuevo en alguna tienda, que de ordinario abren justo cuando ya debía estar sentado en el auditorio en el que se realizaría la entrevista. A este tiempo, algo más de las 4.00 a.m. poco me importaba lo que me pudieran preguntar en la entrevista. La ropa de viaje era inoportuna: jean, polo camisero; pero en el fondo había un pantalón de vestir de uso diario: no era lo deseado, pero cumpliría su función. Los demás implementos estaban allí, pero faltaba el saco… ¡Un saco, un saco, un saco! Mi memoria hizo recuento de los amigos cercanos, de los primos, de mi hermano. La estatura de éste último no ayudaba como para que un saco suyo fuera útil para la ocasión… Mi primo fulano ¿Y su número? Hasta eso confabulaba en mi contra. No tenía su celular… Eran ya las cinco y no quedó más que llamar a la casa del bendito pariente y, mientras marcaba, me decía: “Que este pendejo esté en su casa... pls, plis, plis” Un ruego que se perdía en el aire. Una voz de mujer contestó: “Si hola… que pasó” y tras atropellar la urgencia, la respuesta fue un descreído: “No. No creo…” Probablemente, la mujer no tenía espacio para procesar la urgencia y, allí quedó el tema. La llamada se cortó con un “saludos para todos”. Quizá ahora, es probable, que no recuerde ni siquiera la llamada.


Faltaba media hora para que sean las seis. Ya era tiempo como para que la gente esté –al menos- jugando con la claridad de sus ventanas. Sin embargo, en Lima esa posibilidad era lerda, en comparación de Piura, donde el sol suele ser más animoso de lo necesario, incluso desde tan tempranas horas del día. Solo quedaba una opción llamar a mi colega. Nos conocíamos del trabajo, pero no eramos amigos, apenas habíamos cruzado palabras en alguna oportunidad, sin embargo era la última alternativa: “Hola. ¿Si? ¿Quién habla?" Luego de la presentación y las demás cortesías y explicaciones, solo quedaba una pregunta, que fue formulada por el interlocutor: “¿Y te quedarán mis sacos? Recuerda que soy más alto que tú…" El silencio de respuesta fue seguido por un resignado: “No tengo otra opción”.


Un taxi apurado se estacionó en inmediaciones del Campo de Marte. El hombre esperaba al pie de la entrada de la torre de apartamentos. Se acercó a la ventanilla y me entregó la vestimenta.  Un “te va a ir bien en la entrevista” fue la despedida.  Unas horas más tarde, el saco negro, bastante largo y un tantito holgado, era causa de risa entre los piuranos que ese día fuimos entrevistados.  La entrevista es pública y, para buena suerte, no se advierte la largueza de la que damos cuenta. Ese día, ese saco fue el David que se enfrentó al Goliat de la desesperanza, de la preocupación, del desasosiego.


Hace unos días se cumplieron cinco años de esa anécdota.

sábado, 9 de abril de 2022

Visita

"Estudia hijito, pa que seas otro"... Era una letanía que mi abuela repetía en cada cierto tiempo, de particular, cuando me veía sentado con libros, cuadernos, lápices... En, probablemente, caras de desánimo, el "estudia muchacho, que te librará de pesares" se convertía en combustible.

Ambas expresiones se hacían difíciles de entender. Al menos para alguien de nueve años. Lo único inteligible era que de estudiar no podía derivarse nada malo. Hay una tercera, una que me gustaba escuchar que ella me la explicará: "más vale perder un minuto en la vida, que la vida en un minuto". Ella intentaba graficarla como con manzanitas y, al final, luego de darse cuenta que no podía entenderla, de aburrimiento, espetaba: "mejor anda juega pelota". Mi cara cambiaba, y ella advertía el truco: "para eso lo haces, so bandido".

Siempre que se cruzaba por mi delante, algo llevaba en la mano: una cuchara de palo, el frasco de queroseno de la cocina, un paño para remendar, la olla de las natillas, una cinta de grecas... Nunca sus manos estaba vacías. Si era algo de comer.. camote, cancha, gofios, o lo que fuera, me ponía un pedacito al lado... Se sonreía y luego con cara de circunstancia, expresaba: "primero termina lo que estás haciendo". Combustible, otra vez.

Una noche, a la luz de un lamparin -de esos de kerosene, mecha y tubo de vidrio- al verme sentado haciendo sumatorias, me preguntó ¿Y eso te servirá pa cuando seas grande? ¿Qué vas a ser de grande? Nunca antes me había preguntado eso con seriedad... Y lo más cerca que se me hubiera ocurrido era ser futbolista. El mundial de España recién había pasado y mi imaginación solo tenía como objeto un esférico de 32 paños. ¿Que vas a ser de grande? Volvió a preguntar. Hasta esos días, creo, nunca había escuchado la palabra "abogado". Ni siquiera lo imaginaba.

¿A que vienes en estos días? Buenas noches abuela. Todo está bien. Descansa... Todo está bien...

martes, 5 de abril de 2022

Edelmira

Era poco más del medio día. La tarde ya: quizá las tres. Esa vieja morena me esperaba y, en son de reproche anotó: "muchacho bandido, tanto te demoras en llegar" y, luego siguió: "deja esa mochila, lávate las manos y siéntate a comer". La distancia al colegio no era tanta, pero para la gavilla de chiquillos juguetones, era suficiente para la demora.

Una tina ya tenía un poco de agua y, en ella lave mis manos con una astilla de jabón y, mientras jugaba haciendo de éste, un carrito de juguete, sus palabras de apuro fueron graves: "apura muchacho, que no tengo todo el día... Tantas cosas que hay que hacer...". Los lados pantalón gris del colegio hicieron de toalla, mientras la mujer con un plato de sopa esperaba al filo de la mesa. Esperó me acercara y, sacó desde el plato hondo un poco de papas y la devolvió a la olla: "mira que te he echado solo un poquito: apura". Y entre que comía y que jugaba, ella hablaba consigo misma, en tanto sus pasos la llevaban de un lado a otro, de la cocina de querosene al lavador de platos y desde este, al fogón que se escondía detrás del comedor del diario... Por allí se iban sus pasos.

Un otro "apura muchacho", se dejó oír; mientras me quitaba el plato del que solo quedaban un poco de fideos. Los cortó con una cuchara, los acomodó y mientras me los dirigía hacia la boca, anunció: "la última". Ahora, con voz de abuela, dijo: "Espera hijito". Giró el cuerpo, jaló una olla pequeña, hizo una cavidad en el arroz que contenía y raspó el concolón, lo sirvió en un plato, y volvió a decir: " es solo un poquito". Le puso encima un huevo frito y un par de maduros cocidos en aceite. Comer, no era para mi algo me hiciera gracia.

Se metió en la cocina y la perdí de vista. Probablemente se fue en busca de inspiración. Regresó y ahora expuso el mejor argumento que de ella pude escuchar: "ay hijito... Ese arroz lo he preparado para ti, el concolón tiene un saborcito especial porque lo he hecho con manteca de chancho y, ese huevo lo acaba de poner la gallina. Se lo he robado a la gallina colorada... Los he preparado para ti". Pegó un suspiro y remató: "solo espero que te guste, porque ahora sólo son tuyos". No necesitó decir nada de los maduritos que mostraban su dulzor y, yo enamorado de esas letras pronunciadas desde la boca de esa negra que en ese momento me cuidaba, rendido ante sus palabras, entendí en ese mismo momento, que no hay nada mejor que el cariño de los abuelos.

Esa escena no se volvió a repetir, o... A lo mejor sí, pero yo solo me acuerdo de la ocurrencia de aquella tarde. No recuerdo que ella, alguna vez, me haya dado un beso o, tal vez una caricia, pero ese arroz a la cubana suple todo... Todo, todo, todo.

Buenas noches, mamá Edelmira.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...