Era un poco más de las tres de la madrugada. Mis ojos estaban abiertos. El espacio para el insomnio no era el de siempre. Una cama en la habitación 202 de un hotel ubicado en la cuadra 8 del Jr. Rufino Torrico del cercado de Lima, era testigo de ese despertar. No había problema: habría bastado cinco minutos de televisión, para que hypnos se hiciera presente y volviera arrebujarse por encima de mis párpados.
Esa noche, las circunstancias eran distintas. El televisor no era objeto de atención. En mi cabeza dibujaba hechos no vividos aunque pronosticados. Tenía obligación de comparecer para dar cuenta de mis actuaciones como juez en los siete años anteriores ante un organismo estatal de control funcionarial. Me preocupaba la calidad de la información proporcionada. Las tormentosas lluvias de ese año habían generado graves pérdidas de documentación, la comunicación virtual se hacía difícil y, aunque había cumplido con todo, me parecía que había otros documentos de mejor substancia que, lamentablemente, no se pudo presentar. Hacía repaso de las posibles preguntas, de las debilidades de mi trabajo, de las quejas y habeas corpus de las que había sido objeto. Me prefiguraba –como augurio peor- que algún ciudadano de forma anónima pudiera utilizar el mecanismo de la queja para ponerme en difícil situación.
Me preguntaba, además, de los otros juec… Algo sucedió en mi mente: parte del cobertor fue a dar al suelo y, una palabrota rompió el silencio nocturno: “Mierda…". Mis pies tocaron el suelo frio, pero me importó poco, mis manos estaban preocupadas por hallar el interruptor de luz y, una vez logrado, abrí el ropero y saque el maletín con afán: lo abrí precipitadamente y busqué ansiosamente por entre las cosas que allí se guardaban y, mientras desacomodaba lo poco que había, los “putamadre” se sucedían sin descuido. Miré entre los cajones del ropero, y hasta por debajo de la cama y, otra vez, al maletín. Finalmente, un “carajo” de resignación, acompañó a mi acomodo en un extremo de la cama. El frio limeño no me hacía nada, pero, algo tenía que hacer... El problema estaba en la mesa.
Miré el reloj y aún faltaban minutos para que sean las cuatro. Me pareció una hora inadecuada para cualquier llamada… ¿a quién llamar? Los minutos se hacían eternos y, con el afán de asegurar su pronta continuidad, de vez en cuando, abría la solapa del maletín con el ánimo de asegurarme de que mis ojos no me hubieran mentido, que no era producto de un mal sueño, o… quizá estaba a la espera de algo extraordinario, de la necesidad de una aparición… de la naturaleza que sea necesaria, para que no falte nada, para creer que si había sido diligente. Hice una llamada... una voz somnolienta me contestó del otro lado ¿Qué hora es, amor? Sin responder la pregunta, la retruqué: “Negra, fíjate en mi cajón superior ¿el protector azul de ternos está allí?” Después de muy pocos segundos, se confirmó todo: el terno con el que pretendía presentarme se había quedado en casa. Mil kilómetros de distancia nos separaban.
La cita estaba pactada para las 9.30 a.m. pero se nos había pedido a todos los entrevistados que nos presentaramos una hora antes. No había tiempo, en consecuencia, de realizar la compra de un chachá nuevo en alguna tienda, que de ordinario abren justo cuando ya debía estar sentado en el auditorio en el que se realizaría la entrevista. A este tiempo, algo más de las 4.00 a.m. poco me importaba lo que me pudieran preguntar en la entrevista. La ropa de viaje era inoportuna: jean, polo camisero; pero en el fondo había un pantalón de vestir de uso diario: no era lo deseado, pero cumpliría su función. Los demás implementos estaban allí, pero faltaba el saco… ¡Un saco, un saco, un saco! Mi memoria hizo recuento de los amigos cercanos, de los primos, de mi hermano. La estatura de éste último no ayudaba como para que un saco suyo fuera útil para la ocasión… Mi primo fulano ¿Y su número? Hasta eso confabulaba en mi contra. No tenía su celular… Eran ya las cinco y no quedó más que llamar a la casa del bendito pariente y, mientras marcaba, me decía: “Que este pendejo esté en su casa... pls, plis, plis” Un ruego que se perdía en el aire. Una voz de mujer contestó: “Si hola… que pasó” y tras atropellar la urgencia, la respuesta fue un descreído: “No. No creo…” Probablemente, la mujer no tenía espacio para procesar la urgencia y, allí quedó el tema. La llamada se cortó con un “saludos para todos”. Quizá ahora, es probable, que no recuerde ni siquiera la llamada.
Faltaba media hora para que sean las seis. Ya era tiempo como para que la gente esté –al menos- jugando con la claridad de sus ventanas. Sin embargo, en Lima esa posibilidad era lerda, en comparación de Piura, donde el sol suele ser más animoso de lo necesario, incluso desde tan tempranas horas del día. Solo quedaba una opción llamar a mi colega. Nos conocíamos del trabajo, pero no eramos amigos, apenas habíamos cruzado palabras en alguna oportunidad, sin embargo era la última alternativa: “Hola. ¿Si? ¿Quién habla?" Luego de la presentación y las demás cortesías y explicaciones, solo quedaba una pregunta, que fue formulada por el interlocutor: “¿Y te quedarán mis sacos? Recuerda que soy más alto que tú…" El silencio de respuesta fue seguido por un resignado: “No tengo otra opción”.
Un taxi apurado se estacionó en inmediaciones del Campo de Marte. El hombre esperaba al pie de la entrada de la torre de apartamentos. Se acercó a la ventanilla y me entregó la vestimenta. Un “te va a ir bien en la entrevista” fue la despedida. Unas horas más tarde, el saco negro, bastante largo y un tantito holgado, era causa de risa entre los piuranos que ese día fuimos entrevistados. La entrevista es pública y, para buena suerte, no se advierte la largueza de la que damos cuenta. Ese día, ese saco fue el David que se enfrentó al Goliat de la desesperanza, de la preocupación, del desasosiego.
Hace unos días se cumplieron cinco años de esa anécdota.
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