Las cosas estaban color de hormiga. El hombre le dijo a los suyos que sería mejor buscar un refugio en las laderas de las colinas aledañas a la ciudad. Allí en las afueras de la gran Jerusalén estarían mejor que en cualquier posada, incluso mejor que en Betania, casa de Lazaro, lugar en el que de seguro los buscarían. Quizá, como decía Yaakov, sería mejor buscar un muy buen espacio para esconderse entre las ruinas de los altares de Moloch, aquellos que Salomón mandó a construir y, que tiempo después fueron destruidos por el profeta Josías.
El asunto es que no sólo daban miedo las advertencias del zorro de Herodes que amenazaba con aprehenderles, sino también los cuentos de vieja que daban espacio a esas historias de fantasmas que decían las gentes vagaban en inmediaciones del Monte de la Ofensa, espectros que robaban los recuerdos de las gentes a favor de sí mismos. Los espíritus de los recién nacidos ofrecidos en rituales al dios Moloch vagaban en las noches. Moloch era una vieja deidad cananea, de la que se decía daba voz a una estatua de bronce con ojos de fuegos y, cuya oquedad interna era no solo el horno de sacrificios, sino también la caja de resonancia para los chillidos, llantos y gritos desesperados de los ofrecidos en fuego vivo. Quienes alguna vez habían pasado por esas abandonadas geografías, en noches de novilunio, cuando las noches son más oscuras, decían se podían ver, sentir, padecer a los espectros revolviéndose en el dolor de las llamas, haciéndose insufribles sus chillidos, sus lamentos, sus requiebros. Los mismos pastores de las cercanías preferían no apacentar sus ovejas por esos espacios y, aunque la estatua de bronce ya no existía, decían que las sombras de sus víctimas ofrecían apariciones que, en algún caso, habían hecho perder el seso, sin recuperación alguna. La maldición de Josías no solo había derrumbado las piedras de que estaban hechos esos altares, se extendía al fuego que había consumido el bronce que daba forma a la deidad y alcanzaba al futuro de esas tierras: "anatema sea quien horadare estos campos con su pie, o aquel que pretenda sus pastos para sus cabras, o intente plantar una casa en sus cercanías. El maligno le alcance con su espíritu intranquilo".
El maestro los calmó: “Témanles a los vivos. El nefesh, el aliento vital, regresa a Dios, porque Él sabe de que estamos hechos ¿acaso no se acuerdan que el salmista dice 'les retiras el soplo y expiran y a su polvo retornan'?. Son sus conciencias y sus miedos los que engañan a sus ojos”. En realidad, no logró mucho. El miedo permaneció allí, confundido en sus pechos. Así, acordaron pasar la noche allí, en medio del monte de los olivos. Se acomodaron y mientras conversaban de los peligros de la “Jerusalén que mata a sus profetas”, Simeon Kefa, ben Yoná, como el mayor de todos, recordó aquella historia de algunos años antes cuando el prefecto de Judea, Poncio Pilatos, recién llegado ordenó el cambio de la guarnición disponiendo que aquella que ofrecía seguridad en Cesarea se traslade a la torre Antonina en Jerusalén. El prefecto romano prefería que sus hombres de confianza se ubicaran cerca de Jerusalén mientras que él aseguraba su tranquilidad con el antiguo destacamento romano en tierras del mítico David. Los recién llegados llevaban sus estandartes, en los que aparecía la imagen del César, deidad a la que rendían pleitesía y que, habían dejado caer desde los torreones más altos de la fortaleza Antonina. A los jerosolimitanos de esos días y a los demás fieles judíos y galileos no les vino bien el espectáculo ¿Cómo se atreven a exponer deidades profanas e ídolos humanos a pocos metros de gran templo de Yavéh? Entre los naturales de la ciudad, gentes del campo y peregrinos de las provincias helénicas se formó rápidamente una muchedumbre que decidió caminar los más de cien kilómetros que les separaba de la casa del prefecto para hacer saber sus reclamos con la intención de que fueran retirados esos estandartes. El grupo de gentes casi que llegaba al medio millar y, la distancia lograda a pie, hacía presumir que algún ecuestre pudiera haber adelantado la noticia a la autoridad romana. El destacamento militar les esperaba armado hasta los dientes y, debidamente posicionado para repeler algún ataque.
Un par de hombres pidieron hablar con Pilatos, pero nadie les atendió. Nadie hizo eco de sus pedidos. Las horas se sucedían lentamente. Los guardias al advertir que las armas más letales eran algunos garrotes de madera, pedreras de cabuya y quizá algunos cuchillos que se escondían entre sus ropas, bajaron la guardia. Los hombres, aquellos que parecían los más instruidos en la leyes de Moisés pero también en los acuerdos con Roma, volvieron a insistir hasta que en el día quinto –cuando buen número de advenedizos ya se habían retirado- fueron atendidos por el tal Pilatos. “Parecía un hombre rudo”, dijo el hijo de Jonás y, luego añadió que desde la tribuna desde la que hablaba, les amenazó con darles muerte "si mantenían su oposición a los emblemas de la divina autoridad del emperador” y, mientras lo decía los soldados desenvainaban sus espadas… El miedo empezó a inundarles. Allí, inspirados por el ejemplo del viejo Enoc, que adelantó sus pasos, se puso de rodillas y ofreció su cuello, mientras decía: “Es mejor morir a que trasgredir los mandatos de nuestro Dios… El nos liberará del yugo”. Los otros, los que aún permanecían allí, replicaron la escena con sus propios cuerpos. En silenció ofrecieron sus testas. Unos minutos después, el rudo Pilatos hizo ingresar al viejo Enoc a su palacete. Un tiempo después, éste salía con una sonrisa de satisfacción. El prefecto había decidido retirar los estandartes. Un mensajero salía por un extremo hacia Jerusalén.
Yehudá Tadiyah y Matatiyah no parecían convencidos con el relato de Simeon Kefa, en la que se daba cuenta de un Pilatos misericordioso . El asunto era distinto: ahora era una circunstancia en la que se habían enunciado como seguidores del “hamashiaj”, del ungido de Dios, del enviado de David, del llamado para liberarles de la opresión. Ese hombre, que aquella vez había cedido, era probable que ahora se comporte de manera diferente, conforme a la crueldad con la que había actuado en otras veces. Y no solo era él, detrás también estaban los saduceos, esos usurpadores de la Casa del Bendito, que no hacían más ofrecer loas a la autoridad romana con tal de no perder la mamadera: la administración de las ofrendas y los dineros del templo. Matatiyah remató sus desconfianzas con aquella historia más cercana en la que gobernador romano mató a un grupo de galileos que se opusieron a la construcción de un acueducto con las ofrendas del templo. Y de esos hechos apenas había pasado algo menos de un par de años. Por eso, finalizaron diciendo: “ese hombre es implacable, de espíritu vengativo, de temperamento furioso”. Y todos cuchicheaban de otras acciones de semejante factura.
El maestro pidió un poco de silencio, les ofreció algunas palabras de aliento y les invitó, en ese momento, a pedirle a Altísimo, les inspire y de fortaleza de espíritu para la tarea emprendida. Cada quien buscó un lugar apartado. Unos para atenta vigilia, otros para ofrecer sus oraciones y, un tercer grupo para soñar con un mañana mejor.