Argumentos de semejante factura también se expusieron cuando en los finales del siglo XIX se discutía la introducción del matrimonio civil en el país. Carlos Ramos Núñez, en un viejo texto de historia del derecho civil peruano, recoge una carta de un obispo limeño, un tal Bandini, en el que auguraba: “Degrada la altísima dignidad a que el cristianismo elevó a la mujer, la vuelve a arrastrar sin piedad ni compasión a los antiguos templos de las falsas divinidades, en los que era lícito ofrendar el pudor con mengua de la virtud”. Anunciaba el prelado, que la pretensión de un matrimonio distinto al eclesiástico, sería la causa de muchos males, de la malformación de la sociedad, de... la proximidad del fin del mundo, digo, del fin de la sociedad cristiana.
En medio del pasado siglo XIX, el Estado peruano reconocía una tipología de hijos (harto aberrante en estos días). Según Trazegnies, se distinguía a los hijos con los siguientes calificativos: legítimos, naturales, adulterinos e ilegítimos. En mérito a las circunstancias históricas en las que vivíamos las instituciones tutelares no dijeron nada. Les parecía bien, pero en realidad, algo tenía que cambiar: había quienes decían que esas distinciones eran muy discriminatorias y, exponían epítetos, que se trasladaban también a la madre. En la vida ordinaria una mujer casada tenía más derechos (de los poquitos que se les reconocían) que una que no lo era y, aquella que sin estar casada tenía hijos, pasaba a ser un poco menos que escoria. La dignidad de la mujer, en pocos términos, venía disminuida, pero la preocupación eclesial se centraba en la administración de un poco de poder: la tenencia de los libros registrales de los matrimonios y su capacidad jurídico-civil de reconocimiento de la actuación eclesiástica.
Esas diferencias han venido disminuyéndose con el tiempo, empero no han desaparecido. Aun cuando nuestra legislación ya no tiene la distinción entre los hijos, todavía en los corrillos sociales aparece de vez en cuando esa diferencia: ¿recuerdan que hace algunos años a una periodista de espectáculos le enrostraban que era la hija ilegitima de un policía por el hecho de que había nacido –si la memoria no me falla- por fuera del matrimonio? En realidad, esas diferencias, inexistentes en la ley, siguen vigentes en la realidad y han motivado intervenciones del Tribunal Constitucional, para salvar diferencias cuando alguna institución privada pretendía distinguir entre los hijos y los hijastros que viven bajo el mismo techo. Esa decisión dio lugar al reconocimiento de las familias ensambladas. Las diferencias siguen vigentes, cuando instituciones religiosas piden que para postular a alguna entidad pública –que dirigen por convenio entre la Iglesia Católica y Estado Peruano- exigen que los niños que pretendan educarse en sus aulas sean bautizados. ¿Qué hace más? ¿Ser bautizado te hace diferente o mejora tus cualidades para adquirir formación escolar?
Las estructuras sociales se han ido modificando con el trascurso del tiempo. Habrán muy pocas personas que sostengan hoy que la diferenciación entre hijos: espurios, legítimos, falsos, matrimoniales, etc. es mejor que aquella otra que fundada en la dignidad de las personas y en la igualdad ante la ley prefiere decir que todos son hijos –y por tanto tienen los mismos derechos- independientemente de sí provienen de una relación matrimonial, convivencial, de un choque o fuga, o de un acto violento. Hemos evolucionado en ese aspecto. Ese progreso ¿puede aplicarse a nuestras vivencias religiosas? Hay quienes consideran que, aún estamos en aquellos tiempos en los que las verdades de fe son incontrastables y deben asentarse en nuestras conciencias sin dudas ni murmuraciones, bajo la pretendida intención de que, la feligresía es incapaz de entender la racionalidad que se esconde detrás de esas verdades (si es que hubiera alguna) y por eso elevan sus voces con ojos desorbitados: “no lo lean, no lo vean, no lo escuchen”. ¿Aun es posible –en pleno XXI- asumir la comparativa de feligresía y rebaño de ovejas? Recuérdese que en algún tiempo de la historia se predicaba la inerrancia del texto sagrado y por eso se condenó a muchos científicos. Hace algunos lustros los papas han reconocido que esas condenas nos avergüenzan; también –en algún tiempo de la historia- se defendía con fervor la infalibilidad del Santo Padre, pero a Francisco no se le ocurriría salir a decir que sus palabras son poco menos que la dios… De hecho, en más de una vez, el mismo se ha corregido a sí mismo.
Y la pregunta que está detrás es ¿Por qué no mirar esa historia novelada de la vida de Jesús con ojo lúdico? O mejor ¿Con ojo crítico? Quizá sería hasta mejor hacerlo con ojos ecuménicos: ¿Que hay en ella de verdad que me permita comunicarme con aquellos otros que adoran al mismo dios, pero que lo interpretan distinto? Los fieles del siglo XXI ya no solo los ignorantes del Medioevo que requerían de las esculturas de piedra y los “dibujitos animados” de las cornisas de los templos para la asimilación de la fe. El nuevo milenio exige nuevas formas de entender la fe y de relacionarse con aquellos que la viven de modo diferente. Si me preguntan sobre el asunto de la vida de Jesús… véanla y, si algo no entienden, pregúntenle a sus… pastores.
El progreso se lee a la luz de una pantalla y ella es la cornisa de los nuevos tiempos. La fe es importante como también es importante reinterpretarla desde la perspectiva del progreso que nos regala la historia. De hecho, desde las nuevas tipologías, ¿No sería mejor pensar que la icónica y modélica familia cristiana es también una de las que ahora llamamos "ensamblada"? ¿José no es, acaso, un papá putativo? Eso, estoy seguro, permitirá entender, por ejemplo, la situación de los divorciados. Sin embargo, todavia no está escrito en tu catecismo.
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