Era una vieja deidad que se había adaptado a las fiestas agrarias, pero también a las necesidades políticas y a las modas religiosas. El sol, como en buen número de culturas antiguas, era venerado como un dios. Roma no fue ajena y, le ofreció representaciones como un auriga, le construyó templos, perennizó su importancia en la impresión de monedas, algunos emperadores, como Heliogábalo, se designaron sacerdotes de ésta deidad. Es muy probable que los sabinos fueran sus primeros adoradores, pues en ciudades como Amiternum, se han encontrado vestigios de su atención. En la literatura de Ovidio y Horacio se reconoce la importancia cultural de la divinidad y, el conocimiento colectivo de su representación: un carro tirado por caballos.
El asunto es que pese a su importancia, no parece que su culto hubiera permanecido incólume a lo largo del tiempo. De hecho, en el segundo siglo de nuestra era, en el Circo Máximo había un templo de adoración y, allí mismo muchas carreras de caballos le eran dedicadas al tiempo de la celebración de su festividad. Es más, se le reconocía como la divinidad protectora de los corredores de caballos. En ese espacio se apreciaba el obelisco Flaminio de Seti I y Ramsés II, en cuya inscripción se reconocía su dedicatoria al sol. El Coloso de Nerón, una estatua de 30 metros de altura, representaba al mismo Nerón en la advocación del dios; empero, Vespasiano –a la muerte de su hacedor- le cambió la cabeza para agregarle una corona de rayos a fin de no dejar duda de que era la representación misma de la divinidad y lo nomina “Colosus solis”.
En el siglo III, se asocia la divinidad solar ya no solo con los triunfos lúdicos de las carreras, sino también con las victorias imperiales. Es el tiempo en que las religiones orientales influyen no solo en la religión romana sino también en la política de Estado: el Sol Invictus adquiere simbología de perennidad y victoria vinculada a los emperadores como una forma de ideología, en la que además se introducían parte de los ritos, instrumentos y representaciones de la deidad solar siria de El-Gabal. En el templo se custodiaba un meteorito negro de forma cónica que representaba al dios sol. El calendario de Filócalo, del año 354, reconoce distintas festividades a lo largo del año: una el 28 de agosto (Sol y Luna), otra entre el 18 y 22 de octubre (Sol) y una última, el 25 de diciembre el Sol Invicti. Esta advocación alcanzó culto, templo, colegio pontificial y festividades propias, incluyendo juegos circenses. La fenomenología cósmica, expone que la luz del sol comienza a crecer en presencia tras el solsticio de invierno, a partir del día 21, llegando a su cenit el 25 de diciembre y, los sacerdotes de dicha divinidad, pregonaban por todo el imperio el “renacimiento del sol” en grandes festivales. Las celebraciones podían durar hasta siete días.
El asunto es que, el citado Calendario de Filócalo, además de información de cónsules, papas, mártires, planetas, fiestas religiosas da un dato importante: el natalicio de Cristo se celebra el 25 de diciembre. ¿Cómo es que se llegó a establecer esa fecha? El Edicto de Tolerancia de Nicomedia, del año 311, suscrito por Galerio reconocía la libertad de culto a los cristianos, la opción de reconstituir sus iglesias y la posibilidad de encomendar la salud del emperador y la del imperio; siempre que no se atente contra el orden público. Dos años más tarde, con el Edicto de Milán se devolvió a los cristianos sus antiguos lugares de reunión y culto, así como otras propiedades que habían sido confiscadas por las autoridades romanas y vendidas a particulares. La libertad de aquellos que la había perdido por la fe les fue restituida y, sobre todo, se le permitió al cristianismo un estatus de legitimidad, de similar naturaleza a la que tenía la propia religión romana, incluyendo, la posibilidad de competir con la organización propia del Sol Invictus.
A estos días, las comunidades cristianas ya conocían las cartas paulinas y los evangelios. Lucas es el autor del tercer evangelio y, dicen los estudiosos del tema, que lo escribió entre los años 70 y 80, con la finalidad de expone una “historia” ubicada en el tiempo y el espacio; una especie de biografía dedicada a revelar la buena noticia a los paganos. Le interesa, por tanto, la evangelización, pero a la vez exponer el sentido profético de los libros del antiguo testamento. De hecho, el “Benedictus” es justamente, la exposición profética de los tiempos mesiánicos y, en él se resalta “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios / nos visitará el Sol que nace de lo alto”. ¿Es este sol que viene de lo alto es un “mejor sol” que el que adoran los romanos”? Es posible que desde la extrapolación de este texto, la Iglesia primitiva se haya permitido identificar al sol invicto de los romanos con el Sol que viene de lo alto. Una forma, simpática de evangelizar a los no judíos, desde la asimilación de las festividades del paganismo. De hecho, la representación de Jesús, como un sol invencible, que guía su propio carro de caballos aparece en el techo de la tumba del Papa Julio I, en la Basílica de San Pedro. Los arqueólogos datan dicho mosaico en el siglo III, de nuestra era.
Así, el sol había dejado de ser una deidad para convertirse en el símbolo, en la representación del verdadero Dios, ese que se anuncia como el Alfa y el Omega, como “el sol cuando resplandece con toda su fuerza”. Desde esta afirmación ya se hace más fácil deducir porque el natalicio de Jesús se anuncia en la liturgia cada 25 de diciembre, aunque en la realidad tal anuncio sea improbable. Al fin, es más importante reconocer que "en Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres", como lo predica el shaliah Johanan, en las primeras lineas del último evangelio.
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