En esas horas, uno de los cuñados de Caifás, un tal Eleazar, les amenazó: “Y como sigan anunciando a ese nazareno como hijo de Dios o siquiera se les ocurra continuar con la cantaleta de la llegada de su reino, el asedio seguirá y deberán sujetarse a la ley de nuestro tribunal conforme a la tradición de nuestra patriarca Moisés”. Los hombres asintieron con fingida humidad, y mientras se retiraban, uno de los secretarios de Eleazar apartó a Lázaro y sin reparos le preguntó: “¿Es cierto que hace un poco más de un año el tal Yeshua te sacó de la tumba el día que te sepultaron? Teófilo, el hermano de Eleazar, se rió de buena gana y exclamó en son de burla: “¿Que viste al otro lado de la muerte? ¿obscuridad? ¿Negrura? No hay nada! Ya lo anunció nuestro padre Sadoc, desde los tiempos del Rey David: ¡No hay vida después de ésta! No causes problemas, o serás tú el siguiente en ver la mentadita gloria de Yavéh…” Y, ambos hermanos, junto con los otros dos o tres lacayos que les acompañaban, le mandaron irse, mientras se burlaban.
Lazaro salió tembroroso. Los otros seguidores de “El Camino” que le esperaban en la “explanada de los peregrinos”, en las afueras del templo, preguntaron con inquietud, pero él prefirió el silencio. Lazaro siempre escogió el sigilo. Era el discípulo del silencio. Alguna vez, Tomás, el mellizo, le había hecho una pregunta semejante ¿Qué se siente estar muerto? Pero él se guardaba para sí esa experiencia que a todos les parecía extraordinaria, insólita, portentosa. En su interior solo le producía sentimientos de… ¿cómo decirlo? ¿algarabía? ¿regocijo? ¿agradecimiento? No tenía palabras para describir lo que ocurrió aquella vez. Sólo le resonaba vagamente –como un recuerdo que se pierde en la distancia- la voz quebrada de Yeshuá, que le lloraba a sus pies. E inmediatamente, cree con certidumbre, que era una voz serena, -y sus recuerdos se hacen nítidos- que le hablaba con brío: “Lázaro, amigo mio: ¡Ven!!No te ha llegado la hora!” Tan pronto esas palabras hallaban eco en el espacio, él sentía una especie de energía que se asomaba en todo su cuerpo y que le revitalizaba….
Ahora tenía miedo. Los hijos de Anás, le habían amenazado. Sabía que él podía permanecer en cautela, pero también era consciente de que Martha no podría contenerse: se regocijaba contando la vez en que el Maestro le volvió la vida, que lo sacó de la sepultura, de la fiesta que vino después de ese hecho… Y ella lo anunciaba a los cuatro vientos como prefiguración de la pronta venida de Yeshuá Hamashiaj, del Mesías largamente esperado, el de la liberación prometida. Es más, la había escuchado discutir con uno de los hijos de Gamaliel, anunciándole el error de los saduceos cuando se atrevían a negar la vida futura. A Martha siempre le faltaba tiempo para contar sus experiencias con el Resucitado, contaba hasta de lo que no había visto… Sonreía, aunque con temor, al imaginarla discutiendo sobre las preferencias del Maestro para con él mismo y el shaliaj “amado”, aquel de quien algunos decían que “que no conocería la muerte hasta que Aquel vuelva por entre las nubes".
A pesar de la alegría que le producía anunciar los predicamentos de “El Camino”, de reunirse con los Shaliajim y los demás seguidores en la naciente comunidad mesiánica nazarena, ahora le producía temor tanto las amenazas de los hijos de Anás, hombres con grandes influencias, como también las indagaciones que hacía el tal Saulo de Tarso, de quien se decía ya había llegado por los distintos poblados cercanos… Betania, apenas estaba a poco más de una hora de camino. No quería ser el próximo apedreado y tampoco le gustaba la idea de que Martha o María padezcan ese suplicio… El tiempo era corto y la necesidad de mantenerse a salvo apremiaba.
Apenas pudo coger un par de trastes y, llevar a rastras a sus hermanas. Tomó el camino de Jamnia y, mientras se dirigía hacia la costa, solo pensaba: ¿Cómo es que el Maestro se le ocurrió levantarme desde la tumba? ¿Por qué no tengo recuerdos de esa otra vida? ¿Qué ocurre en realidad cuando nos vamos a la Casa de Padre? A pesar de la trascendencia de esas cuestiones, tenía mayor preocupación en dar explicaciones a sus hermanas respecto de las amenazas padecidas, en convencerlas de la necesidad de buscar un nuevo lugar donde vivir, una nueva sinanoga en la que –sin el riesgo de las influencias del Sanedrin- puedan anunciar el mensaje vivo del Resucitado. Solo había que confiar en la promesa del Señor, de tener la certeza de que nada ocurre sin que lo permita el Padre que está en los cielos. Era tiempo de nuevos campos, menos pedregosos, en los que sembrar la buena nueva. Confiaba que Jamnia y sus alrededores le permitieran el ciento por uno.
Y pensaba ¿Que cosa quiere el Maestro de mi? Mil cosas revoloteban en su testa y el silencio era imprescindible para su atento corazón.
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