viernes, 18 de octubre de 2019

Anatema

Es lebe Luther, Es lebe Luther"!,  gritaban las gentes a su paso. La pequeña carreta en la que apenas se acomodaban los cuatro hombres, se hacía espacio en los agrietados caminos que le conducían a Worms. Por delante, un par de jinetes le abría paso con un estandarte real, que hacía gala de los colores imperiales y le aseguraba que no fuera capturado por ningún agente papal y, menos por alguna autoridad civil o de cualquier otra laya. Sin perjuicio de ello, los hombres llevaban, entre los documentos que consideraban necesarios, aquel que le fuera remitido por el mismo Carlos V y que tenía fecha 06 de marzo de 1521. Era una invitación para la Dieta de Worms y, a la vez, un salvo conducto.
En algunas iglesias, catedralicias o parroquiales, se habían quemado los libros anatemas, pero eran muchas más las gentes que exponían su adhesión al peregrino. En su paso por Leipzig, Weimar, Erfurt, Gotha, Eisenach, Frankfurt y Oppenheim, las gentes no solo les ofrecían comida y techo, sino que además hacían un alto a sus labores para acercárseles, en particular a él y escucharlo. Las gentes a viva voz anunciaban su presencia y, los labriegos abandonaba sus herramientas para acercarse, los niños, las mujeres se acomodaban de mejor forma para oir sus prédicas. Anunciaba la vuelta a la pobreza evangélica y denunciaba la ostentación de los príncipes eclesiales, los tributos a los que se veían expuestas las gentes y el engaño que suponía las indulgencias a favor de los muertos cuando por detrás de cualquier promesa estaba la generosidad de la misericordia divina. Anunciaba ardorosamente: “Toda vez que las obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser ya justo antes de realizarlas, queda claramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia divina, en virtud de Cristo y su palabra, justifica a la persona suficientemente y la salva”.
No perdía ocasión para saludar a las autoridades, a los señores principales, e incluso a los eclesíasticos. De hecho, peticionaba –en aquellos sitios- donde encontraba copias clavadas en las puertas o muros públicos de la bula Decet Romanum Pontificem, desatenderla porque “una vez que el obispo de Roma dejó de ser obispo para tornarse en tirano me ha hecho invulnerable a todos sus decretos; estoy convencido de que ni él, ni siquiera un concilio general, tiene la potestad de establecer nuevos dogmas... Ninguno que esté por fuera de las Sagradas Escrituras”  Y denunciaba que el Papa no tenía facultades legislativas por lo que ningún cristiano le debe obediencia: “Son lobos y pretenden aparecer como pastores; son anticristos y anhelan que se les rinda culto de pleitesía como si fueran Cristo”. Las gentes no hacían más que adherirse… Gentes se sumaban en caravana de compañía para asegurarse que llegaran con bien a la siguiente ciudad y, mientras caminaba aprendían cantos que el mismo hereje les enseñaba: “Castillo fuerte es nuestro Dios / defensa y buen escudo, / Con su poder nos librará / en todo trance agudo”.
Se sentía fortalecido. Sabía que sus ideas habían calado hondo y, advertía que no se trataba ya de solo ideas relacionadas con el dogma, sino que estaban más allá de lo puramente  religioso y alcanzan la esfera misma de la civilidad:  ¿Acaso no era cierto que la protección que le ofrecía Federico III respondía al interés del mismo principe por vender su propias indulgencias en favor de la construcción de su propia iglesia en Wittemberg? ¿No es que acaso los principes y señores alemanes también veían disminuidas sus arcas y hasta su propia autoridad con las disposiciones que venían en forma de bulas eclesiásticas? ¿Porque vale más la vida de un sacerdote que la de un labrador? ¿De dónde proviene la diferencia tan grande entre cristianos iguales?  Su fortaleza venía de las masas, que no solo le anunciaban larga vida, sino que además eufóricas gritaban: ¡Buntschuh! ¡Buntschuh! (Sandalia), como expresión de adhesión a su causa, con la firme intención de concurrir al enfrentamiento si fuera necesario. De hecho, muchos fieles cristianos, arrancaban los comunicados eclesiales de condena y en su lugar dejaban anotados dibujos y textos de ironía que, ponían en entre dicho la autoridad, eclesiástica o civil, que ordenaba la pegatina…  A las gentes les daba igual… Martín Lutero se había ganado a las masas alemanas, pero también a sus príncipes y señores.
El 17 de abril de 1521, en horas de la tarde, luego de las conversaciones entre los representantes de la Iglesia, de los príncipes germánicos y hasta del propio  hereje convocado, éste fue llevado por entre unos pasillos escondidos hacia la gran sala donde los más importantes eran el emperador Carlos, los electores Federico de Sajonia, Joaquín de Brandeburgo, Luis del Rhin y los arzobispos Alberto de Maguncia, Reinhart de Tréveris y Hermann de Colonia. Le acompañaban siete discípulos que le abrían paso por entre el casi millar de curiosos que se hallaban en la sala. Su rostro, dicen unos, era de miedo y su actitud corporal de reverencia; otros afirman que sus expresiones eran de arrogancia. El secretario de la dieta dio cuenta de su presencia y, luego de las protocolares presentaciones se le advirtió al acusado, tanto en latín –idioma propio de las relaciones diplomáticas- como en alemán –idioma nacional-, que debería responder a dos preguntas: 1. ¿Es Ud. autor de estos libros? 2. ¿Afirma y mantiene el contenido de los mismos? Así empezaba el juicio a Martín Lutero… Mientras tanto, el representante papal, escribía: “Toda Alemania está completamente sublevada. Nueve décimas partes levantan el grito de guerra de Lutero. La otra décima parte -que es indiferente a Lutero-  anuncian “muerte a la curia romana””.
El incendio había alcanzado sus flamas más altas... Estaba al rojo vivo. 

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Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...