domingo, 1 de septiembre de 2019

Vecindario

La mujer sacudió la media pared que ponía límite a su balcón. Renegaba de los vientos vespertinos del día anterior que no hacían más que levantar polvo y ensuciar ese pequeño espacio en el que su par de gemelas jugaban. Ya era la media mañana, y no demorarían las pequeñas en poner sus cajas de muñecas en ese pequeño espacio para armar sus casitas de ilusiones. Amaban ese pequeño pasillo porque a esas horas del día, no les alcanza el sol y, por el contrario, les permitía gozar de la breve brisa otoñal. Las intenciones infantiles obligaban a la mujer a limpiar ese espacio cada día. Hoy estaba de mal humor y renegaba con la naturaleza. 

Ese mal humor, no le hizo perder la perspicacia. Desde el saliente doméstico podía vislumbrar la extensión de toda su calle. Y no había nada nuevo en ella… La tiendita de su comadre Santi, ya tenía a las vecinas de todos los días haciendo las compras para el almuerzo… “Doña Santi, no sea malita, un kilito de arroz y ajos… apúntelo”, logró escuchar. El automóvil de Dn. Hermenegildo ya no estaba en la orillas de la calle y, pensó que probablemente le había salido algún “cachuelito” por la ciudad… No obstante, le pareció extraño la presencia de un muchacho desgarbado que apoyado en un poste de luz se escondía del sol, pero también de las miradas de la gente enfundado en una polera harto gris de suciedad, cuya capucha apenas dejaba ver algo de su boca y sus ralos bigotes, mientras le daba unas pitadas a su cigarro. Era la cuarta vez en menos de una semana y probablemente la décima en los últimos quince días Su aspecto desgarbado, sus zapatillas raídas y el percudido blue jean que le acompañaban no hacían más que generarle temores. “Faltara que ahora los fumones estén buscando otros lugares donde hacer sus cochinadas… ¿Qué la casa abandonada y el parquecito de la iglesia ya no son suficientes?” Y mientras barría y sacudía, se preguntó con mayor preocupación: “No será que andan buscando nuevos clientes? Ay carajo… mis muchachos…” 

Tarareaba una canción mientras que esos preocupados pensamientos le disipaban el mal humor contra la naturaleza… Bajo las escaleras y, aún con el sacudidor en mano, con un miedo que le estrujaba el corazón, salió a la calle, con la intención de increpar al vago… éste ya no estaba. El poste de luz estaba tan solo, como siempre había estado desde aquella vez en que lo instalaron. En la acera de al frente, un par de jóvenes –de unos treinta años- salían de una casa de clásicos enlucidos de cemento, en la que alquilaban habitaciones para jóvenes estudiantes. Desde su viudedad, la Sra. Gasbe, había decidido alquilar las cinco habitaciones de dormitorio que ninguno de sus hijos ya habitaba, justamente por vivir fuera de la ciudad. Estos dos muchachos, de apariencia desenfadada y bien vestidos, se enfundaron sus lentes oscuros, subieron, cada quien, en sus respectivas motos y se alejaron haciendo sonar exageradamente los motores de sus vehículos… Una vecina que iba de regreso con sus compras del almuerzo, habló sin mirar a nadie en particular: “Estos muchachos… que no se cansarán de esas bullas…”. La que había salido en busca del vago, le hizo la “conversa”: “Fíjese… Nuestra calle está cambiando”, dijo mientras apoyaba su escoba contra el suelo… La vecina le sonrió y en broma, mirando su instrumento, le dijo: “No hay nada como esas: vuelan bajito y no hacen ruido… ¿se le ha malogrado?” Ambas sonrieron de buena gana… Ella replicó: “Nada…. Viejita pero poderosa”. 

La casa de Dñ. Gasdaly Berríos Roncejo –Gasbe, para los vecinos- se ubicaba al frente de la suya. Juntamente, con las otras dos colindantes, eran las casas más antiguas, las más grandes, pero también exponían, a pesar sus vetustas fachadas, una elegancia que en tiempos pasados las habrían posicionado como lunares en medio de esa vecindad de casas construidas de a pocos, donde los ladrillos se dejaban ver y como mejor ornamento mostraban sus asoleados colores, de pigmentos al agua. La casa de Dñ. Gasbe mostraba mayor deterioro, pero aún con ello, su interior guardaba numerosas habitaciones con armarios de cedro, puertas enchapadas y chapas con manijas de aluminio. Una sobrina le ayudaba a la viejecita en la administración de esa antigua casa, además de hacer los quehaceres domésticos. La mujer ya no podía valerse por sí misma, pero era ella la que decidía si le alquilaba o no las habitaciones a los clientes que las pretendían. El buen porte, el uso del lenguaje y el tipo de ropas que usaban habían sido suficientes para confiar en ese par de muchachos que, decían dedicarse a la administración de dos bares nocturnos, muy “mentaditos” de la ciudad. Decían que, por el trabajo mismo, que se hacía desde las cinco de la tarde y hasta las tres de la madrugada –en algunas oportunidades- hasta minutos adicionales, con el ánimo de no molestar a la casera y menos a los otros inquilinos, preferían echar su cabeceadita en el trabajo hasta que sean las cinco de la mañana para poder llegar a sus habitaciones a descansar. 

Doña Gasbe reconocía la puntualidad en los pagos, la pulcritud de sus habitaciones –al menos es lo que había podido ver desde las rendijas de las ocasionales puertas entre-abiertas- también admiraba la jovialidad de los muchachos, su dedicación diaria al trabajo y, de añadido, la reserva con la que se conducían. Jamás habían llevado a ninguna muchacha ni habían introducido amigos en plan de francachela…. En alguna oportunidad en especial de fin de mes, sí que le había parecido haber escuchado ruidos como si hubiera alguien en las habitaciones, a pesar de saber que los muchachos no estaban. Su sobrina y acompañante, le decía que eran ideas suyas… “No hay nadie, los muchachos han salido…” 

En lo que se devolvía la madre de las gemelas hacia su casa, detuvo sus pasos para saludar a otra vecina de la otra cuadra y, entre las preocupaciones del “qué comer para el almuerzo” no pudo olvidar la figura del aquel vagabundo… “Eso no es todo. Me parece sospechoso –le dijo la interlocutora- ya desde hace más de una semana que hay un carro de esos que distribuyen envasados en las tiendas, que a éstas mismas horas se estaciona en la otra esquina –casi de interdiario- para acomodar sus mercaderías. Allí debajo del tamarindo del finado Chepe, allí se estaciona… hacen que cuentan, anotan en sus libretas… pero… ya resulta sospechoso, porque en una oportunidad cambiaban llantas y en otra, escuche decir que se habían quedado sin batería”. La mujer con gestos de elocuencia, hacía exposición de sus preocupaciones. “Ya uno no puede confiarse en nada… Puede que anden aguaitando las casas para ver donde robar” Y concluyó: “Si no son los drogadictos, son los amigos de lo ajeno… Hay que tener cuidado no más”. Finalmente, se despidieron y, la primera, adujo: “me voy… que mis gemelas, no demoran en echarme de menos”. Cada quien siguió sus pasos. 

A distancia de unos pocos pasos de su casa, pudo advertir en la lejanía el acercamiento de la camioneta de ventas, pero le parecía que venía como huyendo… Desde el otro lado, le pareció sentir el rugido de una de las motos que momentos antes había visto partir. Y, en menos de lo que suena el cri-cri de un grillo, la cuadra se vio inmersa en una tumultuosa presencia vehicular: la camionetita de ventas, la moto del vecino inquilino, un par de patrulleros y hasta una camioneta del serenazgo. De entre un pequeño corredor, salió el vago con un arma en la mano mientras apuntaba al motorizado gritándole: “Policía: tirate al suelo… tirate al suelo”. Varios otros descendieron, y vestidos de civil, reconducían a las clientas de la tienda vecina: “apuren señoras… esta es una intervención policial”, mientras que una mujer de aspecto rudo, se abalanzaba contra el muchacho de la moto… “pendejo… caíste… Te cagaste”, mientras que aquel, solo murmuraba: “no sé de qué hablan…” La mujer, temerosa, apuró el paso, se metió en la casa, puso a buen recaudo a sus menores, exigiéndoles que no salgan de sus cuartos, mientras ella, desde detrás de la cortina, pudo ver cómo es que minutos después sacaban desde la casa de la viejita Gasbe, dos sacos llenos de plantas secas, un viejecito al que nadie conocía, ropas y un par de balanzas”. Amordazado y con las manos sujetas por detrás, el muchacho fue subido al vehículo policial, mientras que, ya prontos para la partida, apareció en la esquina la otra moto conducida por un policía vestido como tal, mientras de un taxi amarillo bajaba otro, que jalaba sin descaro al segundo de los inquilinos… 

Un policía, que parecía ser que conducía la operación, anunció a los curiosos: “Estos dos son traficantes de drogas y, el resto de personas son sus cómplices… La sobrina de Dñ. Gasbe también fue conducida a la comisaria, mientras que la mayorcita, la dueña de la casa, fue recomendada a una de sus vecinas. Sus más de 70 años, su condición de inválida y sus limitaciones visuales recomendaban que era mejor no sujetarla a los ajetreos policiales. Con la confianza ofrecida por el policía, la mujer volvió a salir de su casa y, con su hermana, aquella que vivía a un par de casas, comentaba: “Ya me parecía extraña la presencia de ese vago… Ya decía yo, algo va a ocurrir en este día”. Luego de algunos minutos, las ocasionales testigos y los chismosos habituales se recogían hacia sus casas. Dñ. Gasbe era ayudada para entrar a su casa y, sollozando decía no comprender que había pasado; mientras que en la otra acera, la mujer entró en la preocupación de que era hora de dar de comer a sus gemelas. 

“Las cosas que se ven en estos días”, pensó, mientras cerraba la puerta de su casa.

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