El domus públicae era su nueva morada. El recientemente adquirido cargo de sumo pontífice le daba derecho a poseerla. Era un edificio suntuoso. Es probable que superara los 507 pies por un lado y, en el otro extremo, los 135 pies; dígase que pudo tener aproximadamente unos seis mil metros cuadrados. Era su nueva vivienda. Las victorias militares, la diplomacia interna, las alianzas políticas y la fervorosa aclamación del pueblo de aquella vez que pronunció el laudatio funebris a la muerte de su tía Julia, le había permitido ser el más alto representante de la religión romana. Se ubicaba muy cerca de la casa de las vestales, en la Vía Sacra, una de las más importantes calles de la Roma de los últimos tiempos republicanos.
Corrían los últimos días de noviembre y las sacerdotisas dedicadas a la diosa Vesta ya habían acumulado lo suficiente para la fiesta de la Buena Diosa, la “Bona Dea”. Los animales para el sacrificio, los cantaros de vino, el agua purificada, las frutas secas de oriente, las hierbas aromáticas, se guardaban en los cellarium acondicionados sacramente, mientras que la sacerdotisa mayor, la Vestalium Maxima, ya había dispuesto lo necesario para que las pallas y los sufíbulos estén límpidos para el ritual. Las pallas eran esos tipos de chal que las matronas romanas solía llevar por encima de cualquier ropa. En el caso de las vestales, su color era el blanco, elaborado desde la primera lana de los ovinos criados para la ocasión. Se sujetaba a la altura del hombro con unas especies particulares de alfiles y, los sufíbulos eran las prendas de cabeza, también de lana, pero trabajadas de forma muy elaborada. Tanto que parecían sedas. Todo estaba debidamente acondicionado y preparado un día antes: los alimentos, bebidas, frutas, ornamentos, vestidos, encajes debían acondicionarse en la domus publicae del pretor. Correspondía a la matrona asegurar que, no hubiera en el lugar ningún varón o animal macho que pudiera corromper la sacralidad de los objetos y alimentos dedicados a la diosa.
Cayo Julio Cesar y la servidumbre masculina habían abandonado la edificación, desde hacía un par de días. Sólo se había quedado un par de núbiles, jóvenes varones, presuntamente vírgenes, que ayudarían a la sacerdotisa en el traslado de algún mueble u ornamento que ellas mismas, por su peso, no pudieran trasladar. Sin embargo, para el momento mismo de los actos sacros también tendrían que abandonar la casa, incluso antes de las oraciones de expurgación del edificio, previas al inicio del ritual. Aurelia, la matrona de más años y, por tanto de mayor jerarquía, en afán de pulcritud religiosa, había mandado a quitar el letrero que anunciaba “Caveat canem” (cuidado con el perro), en razón a que la palabra “perro” estaba escrito en masculino. Las oraciones de purificación y propiciatorias se habían expuesto en la secunda hora del día, cuando los rayos del sol ya alumbraban suficientemente y hacían inútiles a las antorchas. El resto del día la matrona, la sacerdotisa mayor y las vírgenes vestales se dedicarían, unas a las labores de cocina, otras a la oración y, un tercer grupo al cuidado de las fronteras la domus publicae, con el ánimo de alejar a los intrusos.
Era la noche del 04 de diciembre del año 64 a.C, y ya las mujeres patricias se daban cita para la festividad en la casa de la matrona Pompeya, esposa de Julio César y anfitriona de la celebración. Se había cuidado los mejores recibimientos para cada una de las allegadas. Había mucho que agradecerle a la diosa de la abundancia, de la fertilidad y de la salud; también había mucho que contar. Los tiempos ordinarios eran escasos para conversar de las hazañas de los esposos y de los hijos en la guerra, de los amoríos de las pubescentes, de las proposiciones para los matrimonios con las familias vecinas. Era también un tiempo para la negociación: las mujeres hablarían de política por encargo de sus maridos, concertarían los cargos públicos y cotorrearían de las relaciones clandestinas, de las amantes de sus maridos o de las que fueron abandonadas… Era una noche para la diosa, una noche para las mujeres… Una noche femenina.
Cada quien estaba adornada con sus mejores prendas y exponía en sus delicados pies sus más finas sandalias. Los inciensos notificaban el inicio del tiempo sagrado, la presencia de la sacerdotisa mayor, en la galería de columnas cercana a los jardines, así como el avivamiento del fuego sagrado anunciaba las preces introductorias del ritual. A pocos minutos de los preparativos iniciales, un grito desesperado rompió la sacralidad nocturna: “vir domo, vir domo, vir domo”, se escuchaba mientras unos pasos acelerados se acercaban… Las sacerdotisas había capturado a un hombre vestido de mujer, lo tenían sujeto por los brazos, e intentaban –pese a la oposición masculina- trasladarlo hacia el peristilo doméstico, que era el espacio donde se acomodaban las mujeres. La sacerdotisa mayor, dejó caer el rollo en el que se anotaba las oraciones y, corrió al encuentro de las vigías seguida del tumulto femenino. Le arrancó las prendas de mujer y con su propia palla, le quitó las pinturas de la cara para lograr su identificación; a la vez que, el hombre aprovechando el descuido de sus vigías escapaba por los pasillos y saltando las vallas de la casa. Era Publius Claudius Pulcher. Todas lo habían visto. Había logrado traspasar los muros y probablemente se escondió entre los varios habitáculos que conformaban la casa del pretor. Quizá en alguna de las bodegas en las que se guardaban los aparejos militares del “dominus”, quizá en algún pasillo subterráneo; empero su intromisión le ponía un epitafio al culto convocado: una casa profanada era indigna para los ceremoniales de la diosa buena, por lo que se declaró que el ritual ya no tendría ningún efecto… Las mujeres, de a pocos, se fueron retirando mientras las autoridades tomaban conocimiento del asunto.
Empezaba un nuevo escándalo social ¿Qué buscaba Claudio en la casa de Pompeya cuando no estaba su marido? El protocolo requería una nueva entronización del domus públicae, por lo que Julio César se negó a regresar al mismo hasta que el juicio contra el intruso defina su nueva condición. Las iniciadas y la sacerdotisa mayor, así como algunas las dignas señoras presentes en la festividad declararon en juicio pero no fue suficiente para lograr una condena; sin embargo en colectivo social seguían las preguntas de detrás: ¿Era Pompeya amante de Claudio o es que éste pretendía tan solo exponer su díscola conducta quebrantando las normas religiosas de la Roma republicana? ¿Le habían hecho "la marca con los dedos así” al gran Julio César?
El juicio contra Claudio terminó. Dicen los entendidos que su aristocrática familia -muy bien relacionada por los patricios que conformaban el jurado- amparada en arreglos políticos, ofertas de puestos públicos y aditamentos dinerarios consiguieron la declaración de inocencia; no obstante que, en el juicio las matronas y sacerdotisas declararon haberlo visto directamente a la cara. Las testigas también declararon no saber el motivo de la infiltración, y a pesar de eso, Pompeya nunca se libró de las suspicacias y de los dimes y diretes de la alta sociedad. Julio César decidió el divorcio y, en su favor argumentó: “Considero que los míos deben estar tan libres de sospecha como de culpa”, que es una forma refinada de anunciar lo que ahora decimos de modo popular: “la mujer del César no solo tiene que ser sino también parecer”.
Que tengan un buen día.