viernes, 26 de octubre de 2018

ApariENCIAS

El domus públicae era su nueva morada. El recientemente adquirido cargo de sumo pontífice le daba derecho a poseerla. Era un edificio suntuoso. Es probable que superara los 507 pies por un lado y, en el otro extremo, los 135 pies; dígase que pudo tener aproximadamente unos seis mil metros cuadrados. Era su nueva vivienda. Las victorias militares, la diplomacia interna, las alianzas políticas y la fervorosa aclamación del pueblo de aquella vez que pronunció el laudatio funebris a la muerte de su tía Julia, le había permitido ser el más alto representante de la religión romana. Se ubicaba muy cerca de la casa de las vestales, en la Vía Sacra, una de las más importantes calles de la Roma de los últimos tiempos republicanos.

Corrían los últimos días de noviembre y las sacerdotisas dedicadas a la diosa Vesta ya habían acumulado lo suficiente para la fiesta de la Buena Diosa, la “Bona Dea”. Los animales para el sacrificio, los cantaros de vino, el agua purificada, las frutas secas de oriente, las hierbas aromáticas, se guardaban en los cellarium acondicionados sacramente, mientras que la sacerdotisa mayor, la Vestalium Maxima, ya había dispuesto lo necesario para que las pallas y los sufíbulos estén límpidos para el ritual. Las pallas eran esos tipos de chal que las matronas romanas solía llevar por encima de cualquier ropa. En el caso de las vestales, su color era el blanco, elaborado desde la primera lana de los ovinos criados para la ocasión. Se sujetaba a la altura del hombro con unas especies particulares de alfiles y, los sufíbulos eran las prendas de cabeza, también de lana, pero trabajadas de forma muy elaborada. Tanto que parecían sedas. Todo estaba debidamente acondicionado y preparado un día antes: los alimentos, bebidas, frutas, ornamentos, vestidos, encajes debían acondicionarse en la domus publicae del pretor. Correspondía a la matrona asegurar que, no hubiera en el lugar ningún varón o animal macho que pudiera corromper la sacralidad de los objetos y alimentos dedicados a la diosa.

Cayo Julio Cesar y la servidumbre masculina habían abandonado la edificación, desde hacía un par de días. Sólo se había quedado un par de núbiles, jóvenes varones, presuntamente vírgenes, que ayudarían a la sacerdotisa en el traslado de algún mueble u ornamento que ellas mismas, por su peso, no pudieran trasladar. Sin embargo, para el momento mismo de los actos sacros también tendrían que abandonar la casa, incluso antes de las oraciones de expurgación del edificio, previas al inicio del ritual. Aurelia, la matrona de más años y, por tanto de mayor jerarquía, en afán de pulcritud religiosa, había mandado a quitar el letrero que anunciaba “Caveat canem” (cuidado con el perro), en razón a que la palabra “perro” estaba escrito en masculino. Las oraciones de purificación y propiciatorias se habían expuesto en la secunda hora del día, cuando los rayos del sol ya alumbraban suficientemente y hacían inútiles a las antorchas. El resto del día la matrona, la sacerdotisa mayor y las vírgenes vestales se dedicarían, unas a las labores de cocina, otras a la oración y, un tercer grupo al cuidado de las fronteras la domus publicae, con el ánimo de alejar a los intrusos.

Era la noche del 04 de diciembre del año 64 a.C, y ya las mujeres patricias se daban cita para la festividad en la casa de la matrona Pompeya, esposa de Julio César y anfitriona de la celebración. Se había cuidado los mejores recibimientos para cada una de las allegadas. Había mucho que agradecerle a la diosa de la abundancia, de la fertilidad y de la salud; también había mucho que contar. Los tiempos ordinarios eran escasos para conversar de las hazañas de los esposos y de los hijos en la guerra, de los amoríos de las pubescentes, de las proposiciones para los matrimonios con las familias vecinas. Era también un tiempo para la negociación: las mujeres hablarían de política por encargo de sus maridos, concertarían los cargos públicos y cotorrearían de las relaciones clandestinas, de las amantes de sus maridos o de las que fueron abandonadas… Era una noche para la diosa, una noche para las mujeres… Una noche femenina. 

Cada quien estaba adornada con sus mejores prendas y exponía en sus delicados pies sus más finas sandalias. Los inciensos notificaban el inicio del tiempo sagrado, la presencia de la sacerdotisa mayor, en la galería de columnas cercana a los jardines, así como el avivamiento del fuego sagrado anunciaba las preces introductorias del ritual. A pocos minutos de los preparativos iniciales, un grito desesperado rompió la sacralidad nocturna: “vir domo, vir domo, vir domo”, se escuchaba mientras unos pasos acelerados se acercaban… Las sacerdotisas había capturado a un hombre vestido de mujer, lo tenían sujeto por los brazos, e intentaban –pese a la oposición masculina- trasladarlo hacia el peristilo doméstico, que era el espacio donde se acomodaban las mujeres. La sacerdotisa mayor, dejó caer el rollo en el que se anotaba las oraciones y, corrió al encuentro de las vigías seguida del tumulto femenino. Le arrancó las prendas de mujer y con su propia palla, le quitó las pinturas de la cara para lograr su identificación; a la vez que, el hombre aprovechando el descuido de sus vigías escapaba por los pasillos y saltando las vallas de la casa. Era Publius Claudius Pulcher. Todas lo habían visto. Había logrado traspasar los muros y probablemente se escondió entre los varios habitáculos que conformaban la casa del pretor. Quizá en alguna de las bodegas en las que se guardaban los aparejos militares del “dominus”, quizá en algún pasillo subterráneo; empero su intromisión le ponía un epitafio al culto convocado: una casa profanada era indigna para los ceremoniales de la diosa buena, por lo que se declaró que el ritual ya no tendría ningún efecto… Las mujeres, de a pocos, se fueron retirando mientras las autoridades tomaban conocimiento del asunto.

Empezaba un nuevo escándalo social ¿Qué buscaba Claudio en la casa de Pompeya cuando no estaba su marido? El protocolo requería una nueva entronización del domus públicae, por lo que Julio César se negó a regresar al mismo hasta que el juicio contra el intruso defina su nueva condición. Las iniciadas y la sacerdotisa mayor, así como algunas las dignas señoras presentes en la festividad declararon en juicio pero no fue suficiente para lograr una condena; sin embargo en colectivo social seguían las preguntas de detrás: ¿Era Pompeya amante de Claudio o es que éste pretendía tan solo exponer su díscola conducta quebrantando las normas religiosas de la Roma republicana? ¿Le habían hecho "la marca con los dedos así” al gran Julio César?

El juicio contra Claudio terminó. Dicen los entendidos que su aristocrática familia -muy bien relacionada por los patricios que conformaban el jurado- amparada en arreglos políticos, ofertas de puestos públicos y aditamentos dinerarios consiguieron la declaración de inocencia; no obstante que, en el juicio las matronas y sacerdotisas declararon haberlo visto directamente a la cara. Las testigas también declararon no saber el motivo de la infiltración, y a pesar de eso, Pompeya nunca se libró de las suspicacias y de los dimes y diretes de la alta sociedad. Julio César decidió el divorcio y, en su favor argumentó: “Considero que los míos deben estar tan libres de sospecha como de culpa”, que es una forma refinada de anunciar lo que ahora decimos de modo popular: “la mujer del César no solo tiene que ser sino también parecer”.

Que tengan un buen día.

lunes, 15 de octubre de 2018

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La madrugada perdió la calma con los ayes de un parto mal venido. La mujer rompía la tranquilidad del sueño de sus pequeños con quejidos que llevaban a su marido de un lugar a otro: de la cocina a cama y de la cama a los fogones. Le preparaba tizanas, la abrazaba y hasta le hablaba “con rigor” con el ánimo de forzarla a la tranquilidad... Tampoco tenía mucho más que ofrecer. Veía que, cuanto más se quejaba de dolor, mayores era los movimientos en su vientre…. La mujer sospechaba que eran dos y, así lo decía en sus lamentos.... “Están cruzados”, remataba.

A los llamados del padre, su hijo mayor, haciendo de su miedo, tripas-corazón, aperó rápidamente la mula frontina y, salió hincándole los ijares para acelerar el paso. No había en aquellos días ni telefonía ni nada que se le parezca… En el mejor de los casos, los silbidos –y hasta donde alcanzaran- eran la forma de comunicarse entre vecinos. De hecho, las casas se acomodaban en las faldas de los cerros y se distanciaban una de otras sin otro reparo que un silbido no pudiera salvar, pero nada más. Una noticia demoraba lo que tardara un viandante en llegar de un lugar a otro. En los más de los casos, el galope de un caballo acortaba los horarios. El muchacho corrió en la mula y al apuro del veloz taconeo, a casi una hora de su casa, los perros del lugar le ofrecieron sus ladridos. “Doña Epifania, Dña Epifania” gritaba a la distancia… El silencio de la noche trasmitía con nitidez sus llamados así como el galopante taconear de su mular. Cuando ya estaba próximo a la cerca de protección de la casa, la silueta de un hombre se dibujó debajo del quicio de la puerta principal… “¿Quién sos?” El muchacho, replicó anunciando su nombre, y para mayor referencia añadió: “Hijo de Dn. Pepe… el de Chicama…. Agitado continuó: “Disculpe la impertinencia… mi amá, está con dolores del parto y pide la asistencia de doña Epifania, por favor…”

Un “Ay, Madre de Señor, apiádate de tus criaturas…” en voz de mujer se escuchó de detrás de la puerta, mientras unos pasos se alejaban de ella… “Espérame muchacho….”. En aquellos días, en el segundo decenio del siglo XX, las mujeres se ataviaban con vestidos largos, de una sola pieza, de botones por el frente que iban desde la base de la garganta o el cuello hasta la altura de los tobillos, o se acomodaba extensiones de tela que permitían sujetar los encajes y telas al cuerpo de las damas. Los cierres o cremalleras aún no se inventaban o, de existir, no eran comunes por estas geografías. La mujer apuraba su propia vestimenta… El marido, corrió hacia el postigo y desató el caballo moro, su fiel compañero, y mientras lo aperaba, le iba diciendo… “Corre muchacho, corre con cuidado, que llevas a mi mujer en tu lomo, la urgencia amerita tus mejores pasos…” El de la mula, esperaba impaciente… “¿Cómo está la señora?” le preguntó el hombre para aliviar su intranquilidad… “No te desesperes… Que cuando Dios quiere, no hay quien se oponga y, de hecho por algo ha querido que ya estés aquí… Tu mamacita estará bien. Mi mujer ya ha tenido varios partos: tus hermanos menores y los hijos de tu hermana han nacido de ella".

Su intención traquilizadora se perdió ante los gritos de su propia mujer: “Deja de conversar caracho y dame una manito…. Apuuura hombre que el tiempo es oro…” El hombre corrió hacia el interior y, mientras la mujer metía en una talega hierbas para las infusiones y lavativas propias del parto, le pedía le alcance la “cajita” que estaba encima del armario y le ordenó, a la vez que le alcanzaba una bolsita de tocuyo: “Mete todos esos pañitos, en esta otra bolsa" y remató: "Son dos criaturas. Hay necesidad y apurancia…”. Mientras hablaba y hacía lo que hacía, calladamente, elevaba sus oraciones, encomendándose a la Madre de Dios, para que le ofreciera su sabiduría, la fuerza y el pulso necesario, la calma y la paciencia requeridas en la nueva tarea que se le encomendaba. La mujer, conocedora de su oficio, metía sus ornamentos e insumos en una pequeña alforja que la atravesó por su espalda… Logrado todo, corrió a la tranquera “Vamos Morito”, le dijo a su caballo y, mientras montaba en el noble animal, le anunció a su marido: “Regreso cuando pueda… y no se te ocurra salir detrás mio. Aún son las 2 de la madrugada yyyyy… la noche es peligrosa”. Al emprender la carrera, se le oyó decir: “Si una vida está por nacer, entonces la muerte ronda… ambas siempre andan juntas”.

En la distancia y, cuando los perros dejaron ya de ladrar, se escuchó el relincho del caballo moro, que ofrecía sus mejores y más largos galopes para romper la distancia que le separaba de la mujer a punto de parir. La madrugada estaba enterita.

lunes, 1 de octubre de 2018

Contumaz

Ticio Septimo tiene una acusación por violación sexual. Fue citado para su audiencia de juicio oral para el 20 de junio pasado. No se presentó: su abogado le habría advirtido que tenía las de perder, pues no sólo se ofrece  la declaración (en cámara Gessel de la agraviada) sino también las anotaciones de anamnesis de la misma en las pericias médica y psicológica. Los informes mismos eran contundentes y, los peritos que las suscriben pocas veces se no se presentan en juicio. Añádase el video de la cámara de la municipalidad que permite ver como Ticio, aprovechando la soledad de la vía, jala a Clelia Marcela llevándola a rastras hacia la oscuridad… El abogado pareciera tener razón cuando le dice que hay muy poco que hacer.

El juez de la causa programó ocho horas para la audiencia de Ticio Séptimo; en las que se escucharían las alegaciones de las partes, la visualización del video de cámara Gessel, la declaración de los peritos, la lectura de documentales y la presentación de los testigos que ayudaron a Clelia la noche de los acontecimientos, además del médico que le prestó auxilio cuando ingresó inconsciente por emergencias del hospital de la localidad. A esas ocho horas, tendría que sumársele las tres horas, necesarias para la elaboración de la sentencia.

Ticio ante el temor de perder la libertad no se presentó en la fecha señalada. La no presentación del acusado motivó la pérdida de ese tiempo del juez y de los demás servidores judiciales. En realidad, se dedicó a otras actividades jurisdiccionales, que de ordinario son adicionales: intromisión de otras audiencias, atención de resolución en el sistema electrónico, quizá la de algún contumaz, etc. etc. En realidad el tiempo en un despacho judicial es muy valioso: la agenda de audiencias a este tiempo está copada hasta las siguientes ocho semanas.

Ticio Septimo fue aprehendido anoche y, su abogado solicita la realización del juicio de su representando en el plazo más breve y, dentro de las 48 horas siguientes “como manda la Constitución”. Si la agenda está completa hasta las siguientes ocho semanas y, en las siguientes 48 horas ya hay programadas audiencias en las que –en caso de no realizarse- se corre el riego de quebrar el juicio, lo que significa volver a empezar ¿Es justo que Ticio Séptimo pretenda que se le atienda rápido cuando en la oportunidad que se le ofreció prefirió huir? ¿Será justo, en comparación, que en la cola de los que esperan la venta del pan se atienda con preferencia a aquel que llegó tarde solo porque  quiso dormir unos minutos adicionales?

La realización de un juicio penal no es tan simple como ponerse en una cola de espera del pan de la mañana. La audiencia del 20 junio (que el acusado desestimó) se programó con anticipación en atención a varios factores: a. La agenda jurisdiccional, b. El número de personas que se presentaría en el juicio, incluyendo testigos y peritos, c. La cantidad de documentos que se leerán en audiencia, d. los lugares a donde se dirigen las notificaciones (no es lo mismo notificar a un testigo que vive en el cercado de Piura a que a otro que domicilia en Rangrayo, Frias), e. El tiempo oportuno para que el acusado y el Ministerio Público organicen sus respectivas estrategias de defensa, etc., etc.

No es cierto que la Constitución mande que los contumaces deban ser atendidos dentro de las 48 horas. En realidad, la Constitución dispone que los detenidos en flagrancia  sean puestos a disposición del juez dentro de ese tiempo. El asunto es que, Ticio Septimo no es un ciudadano detenido para que el juez defina su situación jurídica; sino que, ya tiene una situación jurídica específica: es un contumaz, un ciudadano en franca rebeldía contra el sistema de justicia; por tanto, deberá sujetarse a los reacomodos de agenda, a la necesidad de volver a notificar a los intervinientes, de asegurar la participación de los testigos. En ese sentido, es necesaria su atención, pero tampoco es que el juez tenga que dejar de dormir o que los otros justiciables tenga que sacrificarse para que el “niño bonito”, Ticio Septimo, sea atendido dentro de las 48 horas solo que tuvo la mala suerte de ser capturado.

No es lo mismo para el derecho, un ciudadano “aprehendido en flagrancia delictiva” a que, otro aprendido en condición de “contumaz”. Este último, de modo similar que el anterior, es sospechoso de haber cometido delito; pero a diferencia, el reproche que se le hace es mayor: no solo por ha expuesto su voluntad de indisciplina y rebeldía frente a la justicia sino también porque se tiene en su contra una acusación específica de hechos, pena y reparación civil.

Así como la justicia ha esperado la captura del acusado contumaz, ahora corresponde que él espere el tiempo prudente y necesario para preparar su enjuiciamiento: verificar agendas (incluyendo la del fiscal), apretar otras audiencias (con la probable queja de otros justiciables y abogados), notificar a los órganos de prueba, etc.

Caballero Ticio Séptimo: espera tu turno.  Hay que buscarle espacio a tus nuevas ocho horas que definirán tu futuro... Ten un poco de paciencia. No se te pondrá al final de la cola (a dos meses de la agenda ya existente) pero tampoco pidas que se deje de atender al que ya estaba en la ventanilla misma.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...