La madrugada perdió la calma con los ayes de un parto mal venido. La mujer rompía la tranquilidad del sueño de sus pequeños con quejidos que llevaban a su marido de un lugar a otro: de la cocina a cama y de la cama a los fogones. Le preparaba tizanas, la abrazaba y hasta le hablaba “con rigor” con el ánimo de forzarla a la tranquilidad... Tampoco tenía mucho más que ofrecer. Veía que, cuanto más se quejaba de dolor, mayores era los movimientos en su vientre…. La mujer sospechaba que eran dos y, así lo decía en sus lamentos.... “Están cruzados”, remataba.
A los llamados del padre, su hijo mayor, haciendo de su miedo, tripas-corazón, aperó rápidamente la mula frontina y, salió hincándole los ijares para acelerar el paso. No había en aquellos días ni telefonía ni nada que se le parezca… En el mejor de los casos, los silbidos –y hasta donde alcanzaran- eran la forma de comunicarse entre vecinos. De hecho, las casas se acomodaban en las faldas de los cerros y se distanciaban una de otras sin otro reparo que un silbido no pudiera salvar, pero nada más. Una noticia demoraba lo que tardara un viandante en llegar de un lugar a otro. En los más de los casos, el galope de un caballo acortaba los horarios. El muchacho corrió en la mula y al apuro del veloz taconeo, a casi una hora de su casa, los perros del lugar le ofrecieron sus ladridos. “Doña Epifania, Dña Epifania” gritaba a la distancia… El silencio de la noche trasmitía con nitidez sus llamados así como el galopante taconear de su mular. Cuando ya estaba próximo a la cerca de protección de la casa, la silueta de un hombre se dibujó debajo del quicio de la puerta principal… “¿Quién sos?” El muchacho, replicó anunciando su nombre, y para mayor referencia añadió: “Hijo de Dn. Pepe… el de Chicama…. Agitado continuó: “Disculpe la impertinencia… mi amá, está con dolores del parto y pide la asistencia de doña Epifania, por favor…”
Un “Ay, Madre de Señor, apiádate de tus criaturas…” en voz de mujer se escuchó de detrás de la puerta, mientras unos pasos se alejaban de ella… “Espérame muchacho….”. En aquellos días, en el segundo decenio del siglo XX, las mujeres se ataviaban con vestidos largos, de una sola pieza, de botones por el frente que iban desde la base de la garganta o el cuello hasta la altura de los tobillos, o se acomodaba extensiones de tela que permitían sujetar los encajes y telas al cuerpo de las damas. Los cierres o cremalleras aún no se inventaban o, de existir, no eran comunes por estas geografías. La mujer apuraba su propia vestimenta… El marido, corrió hacia el postigo y desató el caballo moro, su fiel compañero, y mientras lo aperaba, le iba diciendo… “Corre muchacho, corre con cuidado, que llevas a mi mujer en tu lomo, la urgencia amerita tus mejores pasos…” El de la mula, esperaba impaciente… “¿Cómo está la señora?” le preguntó el hombre para aliviar su intranquilidad… “No te desesperes… Que cuando Dios quiere, no hay quien se oponga y, de hecho por algo ha querido que ya estés aquí… Tu mamacita estará bien. Mi mujer ya ha tenido varios partos: tus hermanos menores y los hijos de tu hermana han nacido de ella".
Su intención traquilizadora se perdió ante los gritos de su propia mujer: “Deja de conversar caracho y dame una manito…. Apuuura hombre que el tiempo es oro…” El hombre corrió hacia el interior y, mientras la mujer metía en una talega hierbas para las infusiones y lavativas propias del parto, le pedía le alcance la “cajita” que estaba encima del armario y le ordenó, a la vez que le alcanzaba una bolsita de tocuyo: “Mete todos esos pañitos, en esta otra bolsa" y remató: "Son dos criaturas. Hay necesidad y apurancia…”. Mientras hablaba y hacía lo que hacía, calladamente, elevaba sus oraciones, encomendándose a la Madre de Dios, para que le ofreciera su sabiduría, la fuerza y el pulso necesario, la calma y la paciencia requeridas en la nueva tarea que se le encomendaba. La mujer, conocedora de su oficio, metía sus ornamentos e insumos en una pequeña alforja que la atravesó por su espalda… Logrado todo, corrió a la tranquera “Vamos Morito”, le dijo a su caballo y, mientras montaba en el noble animal, le anunció a su marido: “Regreso cuando pueda… y no se te ocurra salir detrás mio. Aún son las 2 de la madrugada yyyyy… la noche es peligrosa”. Al emprender la carrera, se le oyó decir: “Si una vida está por nacer, entonces la muerte ronda… ambas siempre andan juntas”.
En la distancia y, cuando los perros dejaron ya de ladrar, se escuchó el relincho del caballo moro, que ofrecía sus mejores y más largos galopes para romper la distancia que le separaba de la mujer a punto de parir. La madrugada estaba enterita.
A los llamados del padre, su hijo mayor, haciendo de su miedo, tripas-corazón, aperó rápidamente la mula frontina y, salió hincándole los ijares para acelerar el paso. No había en aquellos días ni telefonía ni nada que se le parezca… En el mejor de los casos, los silbidos –y hasta donde alcanzaran- eran la forma de comunicarse entre vecinos. De hecho, las casas se acomodaban en las faldas de los cerros y se distanciaban una de otras sin otro reparo que un silbido no pudiera salvar, pero nada más. Una noticia demoraba lo que tardara un viandante en llegar de un lugar a otro. En los más de los casos, el galope de un caballo acortaba los horarios. El muchacho corrió en la mula y al apuro del veloz taconeo, a casi una hora de su casa, los perros del lugar le ofrecieron sus ladridos. “Doña Epifania, Dña Epifania” gritaba a la distancia… El silencio de la noche trasmitía con nitidez sus llamados así como el galopante taconear de su mular. Cuando ya estaba próximo a la cerca de protección de la casa, la silueta de un hombre se dibujó debajo del quicio de la puerta principal… “¿Quién sos?” El muchacho, replicó anunciando su nombre, y para mayor referencia añadió: “Hijo de Dn. Pepe… el de Chicama…. Agitado continuó: “Disculpe la impertinencia… mi amá, está con dolores del parto y pide la asistencia de doña Epifania, por favor…”
Un “Ay, Madre de Señor, apiádate de tus criaturas…” en voz de mujer se escuchó de detrás de la puerta, mientras unos pasos se alejaban de ella… “Espérame muchacho….”. En aquellos días, en el segundo decenio del siglo XX, las mujeres se ataviaban con vestidos largos, de una sola pieza, de botones por el frente que iban desde la base de la garganta o el cuello hasta la altura de los tobillos, o se acomodaba extensiones de tela que permitían sujetar los encajes y telas al cuerpo de las damas. Los cierres o cremalleras aún no se inventaban o, de existir, no eran comunes por estas geografías. La mujer apuraba su propia vestimenta… El marido, corrió hacia el postigo y desató el caballo moro, su fiel compañero, y mientras lo aperaba, le iba diciendo… “Corre muchacho, corre con cuidado, que llevas a mi mujer en tu lomo, la urgencia amerita tus mejores pasos…” El de la mula, esperaba impaciente… “¿Cómo está la señora?” le preguntó el hombre para aliviar su intranquilidad… “No te desesperes… Que cuando Dios quiere, no hay quien se oponga y, de hecho por algo ha querido que ya estés aquí… Tu mamacita estará bien. Mi mujer ya ha tenido varios partos: tus hermanos menores y los hijos de tu hermana han nacido de ella".
Su intención traquilizadora se perdió ante los gritos de su propia mujer: “Deja de conversar caracho y dame una manito…. Apuuura hombre que el tiempo es oro…” El hombre corrió hacia el interior y, mientras la mujer metía en una talega hierbas para las infusiones y lavativas propias del parto, le pedía le alcance la “cajita” que estaba encima del armario y le ordenó, a la vez que le alcanzaba una bolsita de tocuyo: “Mete todos esos pañitos, en esta otra bolsa" y remató: "Son dos criaturas. Hay necesidad y apurancia…”. Mientras hablaba y hacía lo que hacía, calladamente, elevaba sus oraciones, encomendándose a la Madre de Dios, para que le ofreciera su sabiduría, la fuerza y el pulso necesario, la calma y la paciencia requeridas en la nueva tarea que se le encomendaba. La mujer, conocedora de su oficio, metía sus ornamentos e insumos en una pequeña alforja que la atravesó por su espalda… Logrado todo, corrió a la tranquera “Vamos Morito”, le dijo a su caballo y, mientras montaba en el noble animal, le anunció a su marido: “Regreso cuando pueda… y no se te ocurra salir detrás mio. Aún son las 2 de la madrugada yyyyy… la noche es peligrosa”. Al emprender la carrera, se le oyó decir: “Si una vida está por nacer, entonces la muerte ronda… ambas siempre andan juntas”.
En la distancia y, cuando los perros dejaron ya de ladrar, se escuchó el relincho del caballo moro, que ofrecía sus mejores y más largos galopes para romper la distancia que le separaba de la mujer a punto de parir. La madrugada estaba enterita.
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