La campana, esa que nos hacía correr, ya había sonado. Los chiquillos que aún distaban de la escuela y, aquellos otros que ya estaban en ella apuraban el paso para evitar la anotación de tardanza. Al frente de cada salón, los chiquillos que pertenecían a cada grado formaban dos columnas para ingresar de uno en uno y acomodarse en esos viejos pupitres, testigos de tantas travesuras… “Eeyyy alumnooo” gritó la profesora. Le llamaba a atención a uno que había esperado justamente el último talán de la campana para correr hacía los baños… Los delegados de aula, peleaban con los suyos con el ánimo de alcanzar el orden de las columnas estudiantiles para lograr el ingreso ordenado las aulas.
El profesor ya había ingresado muy tempranamente, como solía hacerlo. Aprovechaba las primeras horas y la media hora previa a las campanadas para adelantar los textos en la pizarra de cemento, corregir exámenes o anotar las notas en el registro correspondiente. Sus bien plantados treinta y pico de años, las formas con las que imponía autoridad con los suyos y, probablemente su exquisito juego en la cancha de fulbito del mismo centro educativo no habían pasado desapercibidos para una recién llegada profesora que, por desconocer la localía, aprovechando la vecindad de los salones y probablemente hasta la coetaneidad se hicieron amigos… La necesidad de una tiza, papel o el lapicero de tinta con que anotar se convirtieron en pretextos para las visitas de uno para el otro en los salones mismos.
Aquella mañana discutían sobre la necesidad de estudiar ciencias sociales y religión, en razón al contexto social en el que nos encontrábamos. Aun recordaban el viejo texto “La educación del hombre nuevo” de Salazar Bondy y planteaban los problemas de sus propios alumnos, de aquellos que no tenían interés por estudiar, aquellos otros que teniéndolo se quedaban en dormidos a media mañana porque el agüita de anis había sido insuficiente tanto como el pan en la mesa de la casa. Afirmaba ella que, la educación no se limitaba solo a aprender a leer y escribir, a sumar y multiplicar; sino que era necesario que los niños conocieran su propio entorno: las actividades económicas del pueblo, de la organización de las instituciones locales, de la historia del pueblo, que conocieran a sus autoridades. Disconforme él, prefería anotar que eran muchos los cursos que imponía la Ley 23384. ¿De qué sirve, decía, saber las reglas del tránsito, para que sirven las pinturas de las calzadas si nuestras calles ni siquiera están pavimentadas? Mientras ella refutaba: “Al frente nuestro –y le señalaba con el dedo hacia la ventana- tenemos la carretera Panamericana que une casi a todos los países del Pacífico y ¿vas a decir que no es importante? Estas loco…” Era hora del recreo y hasta esa conversación era solo un pretexto para sonreír juntos, mirarse a la cara y acariciarse con los ojos… Esa mañana, aquél le recitó, luego de oir sus parlamentos en defensa de la nueva ley educativa: “el escote de tus argumentos se sonroja, palidece, pierde firmeza ante la silueta traslucida de tus contorneadas piernas” y mientras le decía, se le acercaba peligrosamente; mientras ella, temerosa, probablemente recatada, se ponía de pie anunciando que el recreo había terminado ya hacía varios minutos, mientras que con una sonrisa nerviosa se alejaba y, a viva voz pedía a los alumnos ingresen al aula… Se alejó para introducirse en su propio salón.
La mujer decidió no volver a ingresar al salón vecino… Aquello le había movido sensibles fibras de su corazón… Confirmaba aquello que sospechaba pero que no quería reconocer: ambos se gustaban, pero ella sentía –también en su corazón- que no podría amarlo como se merecía… Eso quería creer. Pero su voluntad fue poca y, algunos días después, luego de departir unas gaseosas y algunas galletas en los ambientes administrativos con ocasión del cumpleaños del director –que les hacía pases de torero-, le volvió sonreir y, pidió le explicara aquel verso, cómo es que es que contextualizaba en medio de una conversación en la que se discutía temas tan serios propios de la educación local… Claro. Era –como ya he ha anunciado- solo un pretexto, que el profe captó a la primera para invitarla al mismo ambiente y retomar la conversación allí donde se había quedado justamente, porque los argumentos de ella fueron escasos para hacer frente a aquel verso robado desde una historia de detectives y que se había acomodado para la ocasión. La invitó, otra vez, a la hora del recreo del último día de la semana… Los alumnos estarían dedicados a la educación física y, le pedirían al asistente de guardianía, se encargue de velar por ellos por sí ocurriera algún imprevisto. El día acordado llegó y no hicieron falta palabras, se comieron a besos sobre el pupitre del profesor, mientras los registros de notas y los exámenes estudiantiles se escondía en un “James Bond” negro, que se convirtió en mudo testigo de escenas amorosas, de las que los alumnos, días más tarde solo sospechaban…
Imaginaban las ocurrencias del salón pero no se atrevían siquiera a asomarse… Así que, ingeniosamente, desde afuera cantaban, también en son de complicidad, una novedosa –para aquellos días- canción infantil mexicana, popularizadaen una película: “Que te pasa, chiquillo que te pasa / me dicen en la escuela y me preguntan en mi casa / Y hasta ahora lo supe de repente / cuando oí pasar la lista y ella no estuvo presente…” No había una mochila azul, ni tampoco es que se trataba de un amor desconocido y ausente; era solo una canción con la que animaban a su profesor a permanecer escondido… No importaba el motivo, interesaba -por encima de cualquier cosa- mantener el recreo extendido... más allá de las campanadas.
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