Esa tarde conversábamos. Los parlantes nos hacían oír aquel viejo vals que canta al amor traicionado y por el que no se está dispuesto a perder la vida bohemia. Los Embajadores Criollos lo exponían con tal sentimiento que, el cevichito de caballa se veía mal acompañado de esa edulcorada jarra de chicha morada. “Joven, tráigase una helada… la más helada”. El vals fue repetido a solicitud de uno de los comensales, hasta que uno preguntó “¿y que significa vaya al diablo el perrito y la calandria?” No tenía sentido la expresión, o en todo caso, parecía una de desprecio, no común, poco usada o quizá ya en desuso… Se intentó darle un sentido al verso en medio de este canto adolorido ¿Qué puede importar un perro o un pajarito ante un corazón apretujado por el dolor del desamor?
En la mesa de al lado, también tres hombres conversaban. Hablaban de la cosecha de uvas, de lo bien posicionado que estaba el departamento en la producción de frutas, se hablaban del mango, de su buena aceptación en los mercados asiáticos, de la novedad en la siembra de frutales experimentales como el tamarindo… de los miles de dólares que se había invertido en extensiones de maracuyá con la esperanza de que la producción sea buena y aceptada en los mercados internacionales. También se hablaba de la comida, del buen pescado y de los ceviches variados que habían degustado esos hombres en estos desérticos territorios. La tonadita de su voz, anunciaba que no eran peruanos y, las ajaduras de sus rostros permitían anunciar que ya superaban la sexta decena de años, cuando menos un par de ellos. Dos abandonaron el lugar, con la promesa de volver prontamente. En realidad, salió uno raudamente en una camioneta, mientras que el otro, conversaba a través del móvil, en las afueras del local. Manoteaba en el aire. El tercero, oía la conversa ajena.
¿Y porque una calandría? ¿Alguna vez has visto alguna? ¿Aquí en Piura? Ninguno supo dar cuenta de conocer a ese pajarito del que, además, hay un muy viejo corrido mexicano que lo hace símbolo también del desamor, en el que representa a la mujer coqueta, de cascos flojos e ingrata de corazón. Bueno pues… allí, en el “China hereje”, clásico vals peruano, aparecía una desacompasada afirmación: “vaya al diablo el perrito y la calandria”. No había acuerdo… Era una expresión perdida, que el autor se inventó solo para completar sus versos o a lo mejor fue una disimulada forma de mandar al tacho todo… quien sabe. Dice mi madre, que todo lo sabe, que las calandrias mexicanas son lo que nosotros llamamos “soñas”. Dice ella… que todo lo sabe.
El hombre, que quedó solo, levantó su vaso y le hizo un salud a dos de los vecinos y, al verse aceptado en el brindis, sin reparos tomó su cerveza y se acercó. Decía “me gusta su conversación… quizá pueda ayudar”, mientras con un ademán, pedía permiso para unirse a la mesa por el lado huérfano de ésta. Se presentó y, advertimos que no estaba bebido. Saludó con un apretón de manos para cada uno de los nuestros y dio su nombre. Recuerdo su nacionalidad: Uruguayo. “Oigo que se preguntan por un vals que, en mis diez años por estas tierras también he escuchado. Me gusta la versión peruana, ah… es muy buena...” Y continuó: “se acompaña bien de un buen ceviche y de una buena cerveza… mejor todavía, si hay algo que recordar”. Reímos aceptando sus dichos, quizá con el ánimo de no desairarlo… con la intención de ser amables.
“Nos damos cuenta que Ud. se dedica a la agricultura” El hombre volvió la mirada con asombro. “Lo digo porque el sol piurano deja huellas y, ese cintillo en su frente nos advierte que Ud. usa sombrero de ala ancha, como de los Catacaos”. “Sombrero chalán” dijo él, corroborando. “Me dedico a sembrar frutales. Vivo de eso. Hace ya tiempo que vivo por acá. Mi familia, inicialmente, se dedicaba a la venta de carnes y vine con ese afán de importar carnes uruguayas por estas tierras. No me fue bien, pero igual sigo ligado a la tierra”. Cada uno, ante la afabilidad, se presentó, indicando sus nombres y respectivas dedicaciones laborales. “Presentados estamos… pero mi atrevimiento queda justificado en la música. El china hereje llamó mi atención. La cantaba desde muy pequeño en el rancho de mi abuelo”. Y ante nuestra expresión de asombro, precisó: “ah… pero no en tonada de vals… en una muy propia de nuestra tierra, aunque los argentinos, le han dado prestancia… habrá que reconocerlo”. Y continuó “Mi bisabuelo, era hermano del autor de la cancioncita, y mi abuelo –en las fiestas familiares, con un bandoneón, la cantaba, quizá extrañando a alguna mujer traicionera…”
Quedamos anonadados. Aprovechando, la presencia de los pocos comensales que quedaban y, también la llegada de sus compañeros, de quienes dijo, uno era su socio y, el otro su hijo, se animó a cantar el “China hereje” en la versión de tango, en su letra original… La cantó sólo un poquito y, anunció con el pecho inflado: “esa es la inspiración de un antecesor mio, Dn. Juan Pedro López. A su gloria esta versión, aunque la primigenia es de los años 20. Del 23 para ser precisos”… Aprendimos desde su propia narración, que la letra era medianamente distinta, que allí el perrito y la calandria eran el par de animalitos domésticos, que vivían con la pareja, probablemente, en una casa de campo, y que luego de su partida, también extrañaban a la china, esa que se ganó por su desamor, el título de hereje. Ellos, el perrito y la calandría, finalmente, también, sufrirían el desamor del traicionado… como si fueran ellos los culpables.
Aprendimos, finalmente, ya con algunas cervezas más, que los amores traicioneros nunca dejaran de ser la inspiración para letras muy bien entonadas... Un brindis por la comida piurana, por los amores traicioneros y por las buenas cosechas, nos separó esa tarde. Ojalá se repitiera.
jueves, 9 de agosto de 2018
miércoles, 8 de agosto de 2018
Búsqueda
Era la media noche y los pokemones se escondían en los parques. Hora de salir a buscarlos. “Pa… -dijo uno- vamos a salir al parque a buscar pokemones…” Se rió burlón y continuó: “Ya se que vas a decir que son huevadas… pero igual, vamos a ver cómo nos va en la búsqueda”. Con pocas posibilidades de negar la petición, la memoria prontamente, se remontó a treinta años atrás.
En el vano de la quebrada que corre por detrás de la capilla del barrio Nicaragua, allí se jugaba, a pata pelada un partidito de julbó entre un poco más de una docena de revoltosos. Se jugaba en apuestita de envoltorios de cigarros… cada cual, según la marca, variedad y precio, tenía su propia nominación numérica. Así, aquellos envoltorios de los que podías encontrarlos, a pedido, en cualquier kiosko o tienda, su nominación era baja, cinco, diez o veinte. Aquellos otros, en particular, acartonados, que alguna vez nuestros padres –aquellos que laboraban en las empresas petroleras- y que podían conseguirlos por la amistad con sus jefes extranjeros, alcanzaban valores de cincuenta, cien o doscientos.
El chiquillo tenía en sus manos un envoltorio distinto. En letras pequeñas por uno de los lados decía “Tabacalera Nacional. Envasado en Lima, Perú”, se anunciaba su nombre “Piel Canela”. Nunca había visto un envoltorio parecido, pero ahora tenía uno en los bolsillos. Lo mostró a los demás, y convinieron jugarlo como apuesta del segundo partido. Todos miraron el papel y, preguntaron por su origen pero también por su valía… nadie había visto alguna vez esa envoltura y, concedieron al dueño la posibilidad de asignarle un valor. Mil puntos… era un buen precio por tan extraña e ignota impresión cigarrera. Los del equipo contrario, miraron el papel, intentando no darle importante, con el ánimo de no reconocer el valor asignado… finalmente, el solo hecho de querer ganarlo, les motivó a poner “sobre la mesa” hasta lo que no tenían con la intención ser propietarios del mismo. Lo que se tenía, juntando todas las envolturas, alcanzaban solo hasta los ochocientos veinticinco puntos.
Con algo menos de doscientos puntos de diferencia, el segundo partido quedó suspendido con el compromiso de que los equipos quedaban así conformados y, a las cuatro de la tarde del día siguiente, se alcanzaría la totalidad de envolturas que sumando logren el valor de aquella. Mientras tanto, el más serio de todos sería el encargado de guardar las apuestas. Con Caliche -que así le decíamos- no había nada que temer. Lo que quedaba de la tarde, hasta los del bando contrario se dedicaron a buscar por todos lados envolturas que posibilitaran el precio requerido: Los Ducal, Salem, Camell, Marlboro, Inka, Winston, Commander, etc. se juntaron en el alma de aquellos chiquillos y se hicieron cómplices con el ánimo de hacerle frente a ese desconocido “Piel Canela”.
Llegó la tarde esperada. Los silbidos de llamada aparecieron en las fachadas de las casas. Alguno no llegó y tuvo que ser suplido… Las fuerzas de ambos equipos se equipararon, cada capitán verificó que la gente fuera la considerada suficiente como para ganar. Se jugó a tiempos. “treinta y treinta, con diez de descanso”. Así quedó pactado. Los “propietarios del billete valioso” -si es que vale la expresión-ganaban el “partidito” uno a cero, por lo que empezaron a lanzar la pelota lo más lejos que se pudiera, e intentaba que cayera en algún corral vecino. Eso aseguraría la victoria. Los del equipo contrario advirtieron la nefasta estrategia y ante el hecho, sentenciaron: “La vuelven a botar y, por cada minuto que se pierde en ir a recogerla, se extiende el tiempo de descuentos… avisados… tramposos de mmmm…” La respuesta no fue pacífica. “Calla, huevon… Qué culpa tenemos que el viento se lleve la pelota… tampoco es así… Así que no jodan, carajo… Uds. son malos no saben jugar”. Los ajos y las mieles, así como el recuerdo de las madrecitas, aparecieron. Iban y venían con recelo… Corría un minuto del descuento y, el empate apareció. La tranquilidad volvía para el bando perdedor; pero también la posibilidad de remontar el resultado con la intención de hacerse del tal “Piel Canela” que parecía el estandarte que había que robar.
Un tiempo adicional de juego, motivo un nuevo tiempo: “cinco y cinco, sin descanso”… El resultado final favoreció a los contrincantes; sin embargo, alguna mano negra hizo desaparecer el trofeo peleado… Los ánimos avivados dejaron de serlo y se convirtieron en una muy sería trifulca de dos bandos, luego de haber buscado por largas horas las envolturas necesarias para ganar, ahora ellos mismo se convertían en pokemones que se enfrentaban entre sí por un trofeo inexistente… y por sí hubiera que evitar algún rezago o huella de lo acontecido, esa tarde, casi al anochecer, en el campo de “julbito”, solo quedó una gran cantidad de lo que un par de horas antes eran preciados billetes… convertidos ahora en basura que el viento se llevaba… No había nada que hacer. Nunca se supo si el “Piel Canela” se libró de aquella furia. Jamás volvió aparecer.
Una semana después, los silbidos de la mancha evidenciaban el olvido de ese enfrentamiento campal y, buscaban al amigo para volver a jugar un partidito… otro que permitirá la paz al grupo… No había envolturas que buscar, tampoco pokemones escondidos… Ellos mismos, pokemones de otras lides, buscaban volver a ser amigos…
Auctoritas
Y un día conocí a un juez de paz, de una provincia serrana que decidió hacer inversiones. Prefirió no aburrirse en su oficina y una mañana tomo su mochila con un par de ropas y se fue siguiendo a su notificador. Prontamente advirtió que la carretera se acababa y que era necesario andar. Muy poco dado a los deportes, la tarea le costó esfuerzo...
Maldijo el momento en que se le ocurrió semejante idea pero ya se había echado a la tarea. En un par de días había caminado tanto que en el tercero, las pantorrillas no daban más... En dos días, solo había podido notificar a cinco demandados. Las casas, propias de la serranía, no estaban juntas unas de otras y para saber si era o no la indicada había que hacer otros esfuerzos y, si efectivamente no quería volver al día siguiente (como manda la ley procesal) era mejor ir hasta sus chacritas para entregar los documentos en la propia mano.
Decidió no decir quien era, así que se sujetó a las voluntades de las gentes. Probablemente la palidez de su rostro y el cansancio reflejado motivaba a la caridad de los "poblanos", que estaban dispuestas a compartir de sus pobrezas...
Dias después, en medio de las audiencias, los justiciables se admiraban de que el notificador haya sido el juez, que éste hubiera comido de sus olluquitos aderezados con presitas de carne seca, que hubiera tomado sus aguitas de pelo de choclo y que sin chistar hubiera aceptado sus panes resecos por el frío, de su trigo y otros granos... Les parecía mentira.
Esas sentencias, dicen los que vieron, casi que eran acuerdos entre las partes, porque no se fundaban en las retóricas abogadiles sino en el conocimiento de la realidad, de los modos vitales de los que tenía frente de si, de la vivencias de los justiciables.
Leí una sentencia de aquellas, era un brevisimo capítulo de sociología jurídica. La inversión había dado frutos prontamente: su autoridad se asentaba en el reconocimiento social de sus decisiones.
Buenas tardes.
Maldijo el momento en que se le ocurrió semejante idea pero ya se había echado a la tarea. En un par de días había caminado tanto que en el tercero, las pantorrillas no daban más... En dos días, solo había podido notificar a cinco demandados. Las casas, propias de la serranía, no estaban juntas unas de otras y para saber si era o no la indicada había que hacer otros esfuerzos y, si efectivamente no quería volver al día siguiente (como manda la ley procesal) era mejor ir hasta sus chacritas para entregar los documentos en la propia mano.
Decidió no decir quien era, así que se sujetó a las voluntades de las gentes. Probablemente la palidez de su rostro y el cansancio reflejado motivaba a la caridad de los "poblanos", que estaban dispuestas a compartir de sus pobrezas...
Dias después, en medio de las audiencias, los justiciables se admiraban de que el notificador haya sido el juez, que éste hubiera comido de sus olluquitos aderezados con presitas de carne seca, que hubiera tomado sus aguitas de pelo de choclo y que sin chistar hubiera aceptado sus panes resecos por el frío, de su trigo y otros granos... Les parecía mentira.
Esas sentencias, dicen los que vieron, casi que eran acuerdos entre las partes, porque no se fundaban en las retóricas abogadiles sino en el conocimiento de la realidad, de los modos vitales de los que tenía frente de si, de la vivencias de los justiciables.
Leí una sentencia de aquellas, era un brevisimo capítulo de sociología jurídica. La inversión había dado frutos prontamente: su autoridad se asentaba en el reconocimiento social de sus decisiones.
Buenas tardes.
Bautismo
"Primito, están sacando leche?” escribió la mujer en el wasap. Sin esperar respuesta continuó: “Me ha provocado natillas... Pa ver si este fin de semana me vendes unos diez litros de leche fresca”. El joven, respondió desde el otro lado: “No hay problema…. Pero con seguridad, que en estos días está cotizada y, no quiero quedar mal con nadie…”. Luego de unos minutos, el silencio wasapero se rompió con una expresión firma de contrato: “No, primo. Ya está escrito, yo llego este domingo pa preparar mis natillas… por favor quiero “leche mora”, “sin bautismo”, jijijiji”. El primo, concluyó: “Hecho”. Este domingo tendremos natillas. A esperar la sazón de la oferente.
Hace sesenta años: 4.30 de la madrugada, camino del tablazo que separa El Alto de Talara, el golpeteo de líquidos promovido por el andar de una piara de burros rompía los sonidos propios de la noche. Un hombre montado en un piajeno, apuraba a un par más que llevaba por delante… Era una carga preciada para las amas de casa. Una decena de mujeres, en las afueras del mercado, esperaban la leche de cabra que éste trasportaba. Los hombres que se iban al trabajo o los niños que irían al colegio, preferían tomarla tibia, esperando la natita que se forma en la superficie para comerla, sea que la robaran de un pellizcón, sea que la pusieran en medio de un pan… Pero tendrían que esperar, el arriero aún estaba a mitad de camino.
En inmediaciones del sector X-11, se asentaba una familia de cabreros. Un corral de durmientes y una casa de maderos –conseguidos desde los mismos castillos petroleros- acomodaban a más de un centenar de cabras y una familia dedicada su cuidado. Allí, un par de horas pasada la media noche, una mujer morena, acompañada de sus hijos, se dedicaban a sacar la leche y envasarla para su traslado al mercado talareño. Las familias de los obreros esperaban todos los días ese líquido esencial de los desayunos de la clase trabajadora… La distancia aproximada era unos 20 a 23 kilómetros, tres horas y algunos minutos eran necesarios para llegar de un lugar a otro… Era preciso, por tanto, empezar el viaje a las 3.15 de la madrugada a fin de llegar, si quiera, a las 6.30 a.m. Las mujeres, luego de recolectar sus raciones en sus respectivas viandas o jarras, tendrían que correr a sus fogones para cocer la leche y servirla prontamente, con el afán de que trabajadores y estudiantes, lleguen a sus centros de trabajo y escuelas, respectivamente, a las 8.00 de la mañana, sin tardanza que castigar.
Era la tarea de todos los días de aquel hombre bajito. Solía ir acompañado con uno de sus hijos, al que montaba al anca de su burro. Su compañía tenía la intención de mostrarle los caminos de la vida, el trajín de las ventas… Le ayudaría, primero, en el cuidado del trasporte: amarrar los burros en los corralones, luego de dejarlo acomodado en aquella esquina desde donde atendía a las caseras. Después de esa tarea, debía recibir el dinero y entregar los vueltos si fuera necesario… en el peor de los casos, correr con los tenderos vecinos para cambiar los billetes, por si fueran de alta nominación. En ese amanecer apareció una nueva clienta. Decía la mujer que la presentó, era la esposa del ingeniero, jefe de su esposo, que compraría siempre que el hombre le asegurase fuera limpia, pura, fresca… digamos, recién sacadita de la teta de la cabra. El hombre sonrió con el ánimo de superar, lo que –en el fondo- le parecía una desconfianza, un insulto escondido. Sonrió y le ofreció un “Ud. puede, si gusta, probarla ahora mismo… Lleve un litro y hiérvala. Si forma espuma al hervor, tenga por seguro que es pura como el resplandor del sol que va saliendo…” la expresión se acompañó con el señalamiento del horizonte por donde amenazaba la luz del Astro Rey. La acompañante le ofreció un recipiente y hombre despacho un litro que le donó a la mujer para la prueba. Un par de sonrisas despidieron al vendedor de aquellas clientas. No hubo, en esa mañana, nada más que anotar que sea de importancia. Las clientas habituales y, aquella otra recién llegada, se despidieron sucesivamente, deseándose –mutuamente- que el día sea bueno.
El amanecer del día siguiente sería distinto. El zangoloteo de la leche producido por el compás del andar de los pollinos, no solo rompía el silencio de la madrugada del viandante, actuaba sobre la naturaleza misma de la leche. Los seis contenedores se ajustaban al mismo movimiento y, en ese trajín la leche se sujetaba a un proceso químico de separación de las grasas naturales. Estas últimas se aglutinaban en pequeñas bolitas amarillentas, parecidas a minúsculas yemas de huevo, que se confundían con el blanco natural de la leche y que, flotaban por debajo de la superficie. Ni al vendedor ni a las caseras de todos los días, les había generado ninguna preocupación: de ordinario el líquido venía limpio: la ordeñadora –la mujer morena, acompañada de sus hijos- al tiempo de la recolección y en el momento del envasado la hacía pasar por una coladera muy fina, hecha de tocuyo, que la libraba de las impurezas. Así que las mujeres, conocedoras de la calidad, la recibían sin mayores reparos. El calor de fuego se encarga de disolver esas formas oleaginosas. Así había sido desde el primer día, nadie se había quejado de nada.
La nueva clienta estaba entre las primeras, tenía cara de preocupación y, casi que no conversaba con las otras… Recibió la leche y se dirigió al puesto policial para denunciar una supuesta contaminación, una alteración que no podía explicar. El policía acompaño a la mujer y, pudo advertir en los recipientes, que efectivamente en la superficie jugueteaban unas pequeñas bolitas amarillosas… El hombre explicó que el movimiento producía esas “grasitas” y hasta cogió una y se la echó en la boca. Las mujeres apuraban, pero el representante de la ley fue drástico: “La leche queda incautada y Ud. me acompaña a la comisaría”. El hombre sonrió apenado… perdió su venta y, los encargos para la comida del día no podrían satisfacerse… Decía que con el calor, esas grasitas desaparecen, así que pusieron la leche al sol… Siendo las once, estas persistían en su existencia y, el policía defraudado, tiró la leche a la calle y, mandó a calabozo al buen hombre: hasta la hora del almuerzo… No había en aquellos tiempos laboratorios ni nada que pudiera demostrar nada, así que, al día siguiente la naturaleza volvió a hacer su trabajo, y aunque no llegó la clienta, el policía volvió a incautar la leche… unas horas después, se volvió a perder en las afueras de la comisaría. Unos perros agradecieron la ignorancia del oficial.
Y llegó el tercer día ¿perdería nuevamente su preciado cargamento? Tendría que encontrarle una solución: evitar el tambaleo del camino se hacía imposible, pero sí que podía alterarse la consistencia del fluido lactoso y evitar los efectos del golpeteo. Así que, en esta oportunidad en cada recipiente se echó menos cantidad de la ordinaria para evitar que golpee con el techo del mismo, pero a la vez, se le agregó un poco de agua para evitar la viscosidad del producto. Las formas oleaginosas "desaparecieron" para gusto del gendarme y, desde esa fecha, se "bautizaba" la mercadería, se añadió un depósito más y algunas monedas se adicionaron en el bolsillo del lechero.
Claro… Aquellas mamás encargadas de los desayunos, prontamente advirtieron “el truquito” y, en vez de llevar una medida, se les adicionaba unas líneas más, en compensación por la canallada que originó una mujer que nunca más volvió a comprar un litro de leche.
Mientras tanto, esperaré las natillas de mi prima.
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