sábado, 16 de diciembre de 2017

¿Culpable?

El acusado padecía su juicio con estoicismo. Sabía que era necesario callar. El profesional que asumía su defensa le recomendó exponer su versión de los hechos, pero él prefirió callar. La mujer fue llamada al estrado. Ingresó por una puerta lateral y se acomodó en el espacio reservado a los testigos. Él la miró con cierta ansiedad desde que se advirtió sus pies por la puerta de ingreso y no dejó de mirarla hasta que se hubo acomodado; ella, por su parte, puso su mirada al frente y, en ningún momento lo miró. Ni siquiera cuando uno de los jueces, antes de empezar el interrogatorio, le preguntó si estaba cómoda en el lugar. Aunque quizá, sin mirarlo directamente, puso atención en el umbral de su vista y, lo vio, resistiéndose a las ganas de volver la cara.

Los hechos que el fiscal anunció al inicio del juicio venían bien como violación sexual, agravada por el uso de arma punzo cortante. El acusado había tomado por asalto a la mujer en alguna de las calles de la ciudad, y amenazándola con un cuchillo, había simulado amistad, para obligarla a caminar junto con él por algunos minutos y, luego ingresarla a un hotel –uno de los varios que había por el lugar recorrido- espacio en el que dio rienda a sus instintos elementales. Con la intención de no despertar sospechas en el despachador de habitaciones, pidió un par de gaseosas y dos empanadas, para lo que se le entregó además un par de tenedores y dos cuchillos pequeños. La visita había alcanzado un poco más de una hora, o quizá, siendo generosos con el tiempo, la estadía en el cuarto de hotel, logró la hora y media, pero no más. Luego de haber dado rienda a sus depravaciones, el hombre, ahora ya con tres cuchillos, le daba indicaciones de salir de la forma más serena posible y, que en caso de gritar, estaba dispuesto a hundirle el cuchillo en la espalda, pues “ya tenía un ingreso en el penal y conocía ese mundo”. Le indicó que se adelantara brevemente y, en medio de las gentes, él se esfumaría. El asunto era que, le aseguraba que no lo volvería a ver más, nunca más. El fiscal enfatizó el hecho de que esto último no se logró, porque al salir del hotel, la mujer vio una cara conocida y, superando el miedo a las cuchilladas, corrió a los brazos del transeúnte pidiéndole ayuda y anunciándole la violación padecida. Este, por designios divinos, era su propio marido. 

El acusado fue aprendido fácilmente y, con la ayuda del serenazgo conducido a la comisaría del sector. Lo acusaban –ya sabemos- de violación. Conocedor de dichos trámites, le dijo al fiscal y al interrogador que guardaría silencio. Apenas les regaló una sonrisita, de esas cínicas y propia de los desvergonzados. El fiscal, inmediatamente puso a buen recaudo a la agraviada y, evitó contacto –incluso visual- con el facineroso para evitar su revictimización. Prontamente, biología forense alcanzó los resultados: había líquidos seminales del acusado en la victima y viceversa y, el médico de la Unidad de Medicina Legal, había encontrado un par de hematomas en las zonas próximas a la cavidad vaginal, compatibles con “hecho de violencia”; la mujer por su lado, desde las declaraciones preliminares, había sido muy congruente en el relato, en decir que no lo conocía, en anunciar que fue amenazada con un cuchillo, aunque no puede precisar sus características porque nunca lo vio, pero sintió la punzada puesto que lo escondía debajo de su polera. De hecho, no podía ser de otro modo ¿Cómo obligarla a caminar, cuando menos, una cuadra desde el momento en que la aborda hasta que ingresa al hotel? Se hacía necesaria la navaja o un cuchillo de la que la víctima daba fe por el hincón sentido.

La mujer volvió a declarar y reafirmaba la violación. Hizo detalle, en que no le decía nada al momento de tomar la habitación y, que se comió parte de la empanada, por temor a ser lesionada, además de narrar como es que, asquerosamente, fue penetrada sin su consentimiento. Habían sido los momentos más infelices de su vida… Su relato fue desgarrador. El mismo acusado, se sentía mal de tanto dolor, tan mal que pidió, a través de su abogado, salir de la sala. Quizá, ese gesto le contribuya para alcanzar la benevolencia judicial… quizá. Luego de ese relato, apareció el médico legista y el biólogo forense. El administrador del hotel lamentó no haber entregado los videos de sus cámaras de vigilancia y, justificó su omisión precisando que no supo del asunto sino hasta diez días después, cuando le llegó una solicitud del fiscal pidiéndole los videos del día de los hechos. El tema es que su sistema de grabación apenas alcanza los siete días y, que luego de ello los videos se borran automáticamente. Al revisar sus videos, ya se había perdido lo grabado para el día de los hechos. En todo caso, relataría lo que se acordaba del asunto: No había visto nunca antes a la pareja, por lo menos eso le parecía. En realidad, el abogado de la defensa le preguntó si antes había visto al acusado o a la agraviada. Y se vio obligado a decir, que no recordaba haberlos visto antes, y precisó “son tantas las parejas que llegan, que uno se olvida de las caras prontamente. De hecho, nuestra tarea, como parte del negocio, es también olvidar” y le regaló una sonrisa fingida y cómplice a la platea. Sostuvo que, muchas parejas piden cosas para comer: galletas, sanguches, piqueitos, incluso piden les compren hamburguesas en la tienda vecina. En el caso, le pareció extraño que pidieran cubiertos para comer la empanada. Eso incluyó los cuchillos. Los mismos fueron devueltos al salir.

El acusado ya tenía 9 meses y 25 días de privación de libertad. Y siempre guardó silencio. En las sucesivas diligencias, y desde la denuncia primigenia, el abogado de la agraviada siempre había sido agrio con él. Le lanzaba indirectas y lo insultaba sinuosamente. El marido de la mujer había participado en algunas de las actuaciones investigatorias; por ejemplo, en la reconstrucción de los hechos y la vez en que le tomaron por segunda vez muestras biológicas para asegurar la identidad del ADN. En el juicio oral, siempre había estado presente: se sentaba en el extremo más alejado de la última banca. Era la cuarta fecha y, el director de debates, anunció que en la siguiente escucharía los argumentos finales de los abogados y, que allí mismo dictarían –cuando menos- el fallo. Así, llegó la audiencia final.

El acusado, luego de las presentaciones de rigor, pidió levantar su silencio y, precisó: “Antes de que hablen los abogados quiero hablar yo, porque estoy dispuesto para las preguntas de todos”. Relató que conocía a la mujer desde unos siete meses antes de la ocurrencia, que era la séptima u octava vez que tenía encuentros sexuales con ella y, era la segunda que visitaba el mismo hotel. Negó haber tenido un cuchillo y, de hecho, en las actas policiales no se indicaba habérsele encontrado ninguno: el registro personal solo anotaba una billetera con documentos personales y cien soles en cuatro billetes: uno de cincuenta y los restantes en papel de menor nominación. En el monedero: una estampita de Rosa de Lima y un botón de camisa. En uno de los bolsillos, el jaboncito que suelen reservar las habitaciones de los hoteles. Dijo que en el círculo familiar muy íntimo, dígase sus hermanas mayores, a la agraviada le llamaba “Camila” aunque su nombre era “Carmen Lila” y, que el hipocorístico se debía a que en su infantitud la misma no podía pronunciar su nombre completo y, ella misma decía llamarse “Camila”. Ese nombre, estaba reservado solo para sus familiares muy cercanos, que sabían de esa historia infantil.
La información era irrelevante. No había como contrastarla. Los jueces sonrieron. Y continuó: “Nos conocimos porque ella trabaja en tal lugar y al menos una vez o dos, a la semana, pide al snack de al frente (donde yo trabajo) le envíen, a media mañana, jugo de melón y pan con palta. Yo me encargaba de prepararle y llevarle el pedido”. Dio detalles de la primera salida. Uno de los jueces, aburrido, intentó cortarlo, pero él refutó, con cierta hidalguía: “es mi derecho narrar los hechos y eso hago. Permítame contar mi versión”. Dio otros detalles que no vienen a cuento y, luego dijo: “Veo en sus caras que no me creen, pero es la verdad”, y anunció que en nombre de la caballerosidad guardó silencio, porque no le parecía bien dar los detalles que ahora ofrece, y su pérdida de libertad no suponía la pérdida de la esperanza de una retractación y explicó “si salí de la sala cuando Camila contaba los detalles de la violación, fue porque no quería que me vieran llorar. La decepción me embargaba y su cinismo desbordaba cualquier credibilidad posible y, siendo que la mía ahora está en juego, incluso mi libertad, solicito me confronten con el señor que está en el último asiento. Carmen, cuando está en la cumbre de la excitación, le gusta decir: “no la saques porque te mató”, e inmediatamente, imitó sus gemidos de placer. El hombre de atrás, se levantó, y a media voz pero con suficiente intensidad para ser escuchado, dijo: “Lo sabía. Lo sospeché desde el principio… es una puta. Maldita la hora que la conocí”. Dio media vuelta y se fue de la sala.

El relato se extendió más de lo debido. Mañana dictarán sentencia.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Día

Las cabras salieron presurosas. El sol ya brillaba, pleno y a todo dar, en el oriente. Una cabra colorada, cabecilla, tomó delantera y cogió el camino hacia la quebrada. Iba presurosa, como todos los días. En pocos minutos, sin importar nada, el hato pasó por detrás de la abandonada ladrillera de los Zapata y, enfiló por el camino que corría detrás de la “granja” de Pedro Lama. Unas cabras, recientemente paridas, retrasaban la caminata: balaban con el sentimiento propio de las madres, se paraban y volvía sus cabezas hacia el corral que minutos antes habían dejado. Sus lamentos eran eco de otros balidos, que en la distancia perdían intensidad: eran los críos que se quedaban en el corral y que, por su pequeñez, no estaban preparados para caminatas largas propias del pastoreo. Los recién nacidos, en caso de exponerse al sol extenuante, prontamente se cansaban y se convertían en pérdida. no solo de sí mismos sino también de la madre, que por acompañar a su cría, estaba dispuesta a no regresar al corral.

Un par de pastores pequeños se habían adelantado. Entre la “granja” de Pedro Lama y las ladrilleras de los Cobeñas, habían plantas –o rebrotes- de “borrachera”. Una planta rastrera y también tóxica, a los que los mayores les atribuían la pérdida de los animales. Los chivos que la comían en pocos días perdían fuerza motora, el cuello se les torcía y hasta perdía control de las mandíbulas, lo que –en condiciones graves- les impedía rumiar y, exigían el sacrificio del animal. Allí, en ese espacio, los dos más pequeños, encomendados al cuidado de las cabras, encandilados por la belleza de las flores que producían, acampanadas, blancas y lilas, empezaron a recoger algunas de ellas. Dizque, para regalárselas a su abuela. En cuanto hubo pasado el rebaño, se juntaron los cinco en los tres burros en que se conducían. El viejo al ver en la alforja las flores, preguntó ¿Y qué es eso? Sin dar pie a la respuesta, continuó: “Bota eso, carajo. ¿Que no estoy diciendo que son venenosas? Bota, bota, bota…” Repitió para no dar lugar a las dudas. Y remató, ya con menguado tono de voz: “¿O quieres morirte? Cojudo... jum”

Los arenales, desbordados detrás de un extenso potrero, hacía difícil la caminata. Los animales, no obstante no se amilanaban. La sed o, quizá el olor del agua, les llevaba a la quebrada y, luego de andar por en medio del largo callejón en los potreros de algunos vecinos, los otros dos pastores se adelantaron. La intención era distinta: dar de beber al piajeno que les llevaba y y tan pronto, continuar el camino hacia la casa, distante desde el abrevadero, a un kilómetro, aproximadamente. La finalidad, era dejar algún recado, pero por encima de ello, recoger los fiambres que la abuela y que las madres de cada quien, preparaban para la media mañana y los almuerzos; o lo que hubiere para apaciguar el hambre que el campo despierta.

Las cabras se allegaban a la corriente de agua y, cada cual se acomodaba del mejor modo para calmar su sed. Los perros, jugueteaban con la hierba, mientras los burros con la paciencia, propia de ellos, esperaban que los pastores los acerquen, les suelten las riendas para también beber. En ese espacio, los animales, se tomaban un breve descanso. Muy breve, en realidad. También forzado, para el regreso de los pastores que se perdían en la distancia con destino a la casa. Quizá una media hora y, el horizonte se distinguía a los enviados, por lo que el ganado era reconducido hacía el desembocadero de la quebrada para bordear los cercos de las propiedades de otros y, alcanzar el campo libre, los arenales con sus faiques, vichayos, algarrobos, yucas de monte y otros arbustos. Aquí, el rebaño se esparcía libremente y libremente se conducía por donde los mejores pastos les permitan saciar su hambre. Los pastores ya no los arreaban ni les apuraban. Se limitaban a señalar los límites, amplios y generosos por dónde comer. El viejo, daba instrucciones. Al final, mientras miraba su reloj de agujas que escondía en la relojera de su pantalón, dijo: “A las 11.00 u 11.30 nos encontramos en El Mirador. No se olviden de llenar sus alforjas con algarrobas”. Con besos al viento y desviando el andar de su burro se alejó.

En el citado mirador había un árbol, maltratado por los vientos venidos del mar, pero destacaba por su utilidad. Sus ramas se había acondicionado para que los pastores puedan subirse en ellas y descansar. También cumplía su finalidad: ubicado en una duna muy alta permitía otear los campos y verificar por donde se conducía el rebaño. No hubo fiambre esa vez. Un poco de café con leche, para cada quien, se convirtió en el combustible para remitirlos a la búsqueda de yucas de campo. Escarbarlas en la arena caliente y con el sol en su esplendor o conducía a la flojera y a maldecir el momento o, como ahora, cuando eran muchos los pastorcitos, a inventarse competencias en la que encontrar alguna de regular tamaño o lograrla sin que se rompa se convertía en el aliciente para superar cualquier dificultad. En algunos casos hasta se ponía en juego parte de los almuerzos o como castigo no beber agua sino hasta la vuelta a los corrales.

Con los tiempos logrados, con el sol en aumento y con el hambre en el filo de las tripas, los hombres se condujeron por en medio de los arenales apurando al ganado, sacándolos de sus comodidades para reconducirlos a nuevos espacios. Las recomendaciones no eran pocas, “Estense atentos a la chivona carate, y ténganle cuidado, no sea que se quede”. Se hacía referencia a una cabra lerda, que de ordinaria se perdía de la manada y, obligaba a su búsqueda fuera de los horarios. A veces, su rezago la confundía y había que buscarla en los rebaños de otras familias. Así, entre silbidos y gritos, el camino se acortaba y, sin ya tenerlo en cuenta, se llegaba a “los tanques”, que eran un par de cisternas abandonadas en un lugar específico, en que además ya no había dunas y se estaba muy cerca al cuartucho que se adosaba a los corrales. Allí, los algarrobos, más altos y cuidados, posibilitaban sombra y frescor, para todos: hombres, burros y cabras. Y mientras los primeros aprovecharían para alimentarse; los otros descansarían. Era la hora de sestear.

El árbol del frente de la vieja cabaña, nos daba sombra. El sol seguía reluciente, pero no superaba la alegría de estar sentados para darle trámite a lo que hubiera en las viandas y garrafas. El viejo se había adelantado unos minutos a nuestra llegada: nos esperaba una jarra de café, algo caliente, pero que venía bien para aliviar las tripas. Lo enfriaba lanzándolo desde un pocillo a otro y, mientras cada quien hacía lo necesario para almorzar, también nos disponíamos para oir una nueva historia, una de aquellas que contaba el abuelo y, que se renovaba cada vez, con los olvidos que el trascurso de tiempo imponía o con vivencias nuevas que le daban un aspecto renovado. No importaba ya cuando ocurrió, importaba que él nos la contara, que si venía de su boca, no había porque dudar de su autenticidad. En ese momento, el tiempo se detenía y, mientras tomábamos a pico de botella nuestros refrescos y compartíamos las yucas, el pescado o el arroz blanco, nos encandilábamos con esas historias que ahora extraño.

Buenas noches.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Satisfacciones

Un claxón sonó a media mañana. Una voz le acompañaba: “Mangooos, melooones, sandíaaas”. Y el claxon volvía a sonar. Era el frutero. El frutero y su transportista. Una datsun crema, destartalada, de barandas despintadas era la tienda andante de los sábados por la mañana. Su claxon no se cansaba de acompañar la voz anunciante de frutas… recorría unos metros y se detenía para esperar a las posibles clientas. Su público era las mujeres, las encargadas de dar de comer a los chiquillos que ante el anuncio de las frutas de temporada, se convertían en pedigueños pájaros fruteros, dispuestos, incluso a robarse algún mango por entre las rendijas de las barandas y los tripleys que sostenía los olorosos frutos en venta. 

Los centavos encontrados en alguna de las cómodas eran insuficientes para comprar alguna fruta… “Tio, tio, un manguito y le ayudo a gritar… ya pe tío”, era lo que se podía distinguir entre las parlanchinas voces, de varios de los potenciales pillos… Se requería una vista atenta y una mano ligera para espantar alguna manita furtiva que pudiera lanzarse por alguna fruta… En un lado, un costalillo -¿cómo dicen ahora?- de polietileno "arrejuntaba" la fruta de descarte, la comida de los chanchos… Sandías magulladas o rotas, mangos parasitados, melones remaduros encontraban allí un espacio donde acomodarse… “Tío, le cambio el saquito. Ud. diga: no se ve bien allí”. El hombre no parecía interesarle la propuesta. Seguía gritando y anunciado la mercadería… “Sandías dulces… sandías pa la calor. Venga casera… hay de todo precio”. La datsun se detuvo justo al costado de una canchita de arena. Los pataenelsuelo futboleros, se olvidaron de la redonda y se acercaron a chismear… “Hablen, apuesta una sandía. Quedan tres minutos”. Otro replicó en contrapropuesta: “Gol gana”. 

“No se vaya Dn Chicato”, reclamó un tercero. El conductor celebró el atrevimiento con un “apuren pues carajo… que no tengo todo el día”. Dos minutos después, cuando ya un par de mujeres se alejaban con las frutas pal refresco del medio día, la camioneta se echó a andar… “Ya peeee… falta poquitooo”! Con su risa característica les contestó: “Hay harto mango. En una hora estoy de vuelta”. Y luego de hacer sonar su claxón “media hora más de juego y, de allí se ponen a limpiar en ese lado…” les dijo, mientras señalaba con el índice un extremo del pampón donde se distinguían bolsas plásticas, papeles, deshechos de casa, arbustos mal cortados, etc. Un ruido de algarabía se encendió raudamente… Discutían como si la vida se les fuera en una pelota: “Empecemos de nuevo… de nuevo, de nuevo”, otros reclamaban la contabilidad de nuevos tiempos para el partido pero sin olvidar los goles que ya se habían alcanzado, un tercero hablaba de recomponer los equipos porque un par ya se habían ido… En fin, la discusión no tenía cuando parar… diez minutos sin llegar a acuerdos. Al fin, alguien dijo algo sensato: “mejor limpiamos primero, nos comemos los melones y luego jugamos hasta cuando querramos…”. Quien sabe de donde aparecieron un par de rastrillos, machetes y palanas. 

Con un poco más de una hora, la bocina de la camioneta se oía a la distancia… Cuando llegó por ese lado, la limpieza casi que terminaba: se veía distinto el paisaje, no habían envolturas, ni papeles, ni latas viejas ni plásticos de deshecho… Nada. El hombre se bajó de la camioneta. Llamó a uno de modo arbitrario: “allí hay medio ciento de mangos”. Los otros no necesitaron llamado… Se arremolinaron otra vez. El hombre, sostuvo la bolsa con firmeza: “Solo falta que metan la basura en los sacos. Tienen tres minutos”. En menos de ese tiempo, se reafirmó el nuevo paisaje. El sudor de los chiquillos era nada con la satisfacción que ellos mismo sentían, de ver que los alrededores de su pampón tenían otra cara… El vendedor, se sumó: “Se ve bien… los voy a contratar pa que me limpien la chacra…” Y sonrió socarronamente.

Un saquillo viejo contenía algo más de medio ciento de mangos. Los revisaron. Tenían algunos quiñes, pero igual era rescatables y, sobretodo, comestibles. El prurito de no ensuciar lo recientemente limpiado, los condujo a la quebrada. Caminaron algo de diez minutos y, encontrar la breve acequia en que se había convertido la quebrada Fernández. Se lavaron así mismos, se acomodaron debajo de un árbol y comieron los mangos, hasta la hartura… Luego de algunos minutos, en medio del arenal, en una playa de la misma quebrada, se instalaron un par de palos por lado, unos que se había cortado de un matorral de pájaros bobos próximo, y empezaron una nueva contienda… Los mangos les habían reconstituido suficientemente para otro partidito. Uno que no le hiciera remilgos al sol y que cubra el tiempo que faltaba para la hora del almuerzo.

Buenas tardes.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...