miércoles, 30 de agosto de 2017

Plazos de la investigación preparatoria

Sujetarse a un proceso judicial, para un ciudadano ordinario, puede ser la peor de las pesadillas. De allí nace ese viejo dicho popular: “más vale un mal acuerdo a que un buen juicio”. Si el proceso es de naturaleza penal, la situación se complica: nadie está interesado en someterse a un proceso donde se pone en riesgo no sólo la libertad sino también la honra y el patrimonio. Añadámosle también, el tiempo. Un proceso judicial puede durar, en teoría, el tiempo que se tiene previsto como pena máxima multiplicado por tres.

El art. 83 del Código Penal señala que la opción de persecución penal prescribe “cuando el tiempo trascurrido sobrepasa en una mitad al plazo ordinario de prescripción”, y una interpretación jurisprudencial del art. 339 del Código Procesal penal sostiene que la suspensión de la prescripción “no podrá prolongarse más allá de un tiempo acumulado equivalente al plazo ordinario de prescripción más una mitad de dicho plazo”, que en buen romance significa que, entre la acumulación del tiempo de la prescripción misma y la suspensión de la prescripción se puede alcanzar el triple de la pena máxima. El homicidio simple tiene una pena máxima de 20 años. Entonces la prescripción, conforme al 83 citado, será a los 20 años (plazo ordinario) a los que se suma “la mitad del plazo ordinario”: 10 años, es decir, a los 30 años. Si añadimos la posibilidad de la suspensión de la prescripción, que se sujeta a la misma regla, entonces, el delito de homicidio deja de ser perseguible a los 60 años, contados desde su realización. En teoría.

Contra dicha posibilidad se erige el derecho convencional “a ser procesado dentro de un plazo razonable”, sobre el que la jurisprudencia de la Corte IDH y el TEDH ya han precisado cuáles son sus exigencias mínimas, señalándose como contorno genérico el hecho de que en el proceso penal los tiempos no se contabilizan cronológicamente, sino que es necesario atender otros indicadores: la complejidad del proceso, el comportamiento procesal del acusado y la diligencia de los órganos estatales, para evaluar si se ha afectado el derecho al plazo razonable. En cristiano: un proceso penal tiene una fecha de inicio, pero no una de término definida desde el calendario gregoriano; lo que posibilita que los procesos, aun cuando se tratara de la misma materia, unos suelen demorar más que otros para tener una sentencia definitiva. A esto, en el derecho se le llama la teoría del “no plazo”.

Empero, ello no es estorbo para que determinadas instituciones procesales puedan tener límites temporales o plazos específicos. ¿Qué ocurriría por ejemplo si la posibilidad de apelar no tuviera plazo, o si la prisión preventiva se sujetara a la indefinición de “lo razonable”? Ningún fiscal permitiría que el acusado impugne la sentencia por fuera del plazo establecido en el art. 414 del Código Procesal Penal, argumentando que “como la sentencia es muy extensa y recién el abogado ha asumido el caso” entonces debe adicionársele uno o dos días más para la admisión de la impugnación planteada. El juez tampoco lo admitiría.

Lo mismo ha de ocurrir con los plazos de la investigación preparatoria señalados en el art. 342 del Código Procesal Penal: llegado al término del plazo, no sólo ha concluido la investigación preparatoria, sino que además supone “la caducidad de lo que se pudo o debió hacer” como reza el art. 144 de la norma procesal. La prórroga –cuando la ley la ha establecido como posibilidad- deberá efectuarse antes de que le alcance la caducidad, en mérito a asegurar la continuidad entre el plazo que llega a su término y el plazo de prórroga. Ha de reconocerse que, las reglas para la aplicación de la extensión del plazo de la investigación preparatoria no precisan que la pretensión ampliatoria deba efectuarse antes del término del primer periodo; empero ello no puede ser justificación para que el Ministerio Público lo solicite cuando ya no tiene plazo de investigación, en aplicación extensiva de las reglas aplicables a la prórroga de la prisión preventiva y al imperativo del art. VII del Título Preliminar que señala que la ley procesal que “limite un poder conferido a las partes o establezca sanciones procesales será interpretada restrictivamente”. La regulación de la prórroga de la prisión preventiva establece, que la prolongación de la medida, “el fiscal debe solicitarla (…) antes de su vencimiento”. La misma regla para la prórroga de los plazos de la investigación preparatoria. 

Quienes sostienen la posibilidad de la prórroga por fuera del plazo argumentan que la casación 54-2009 La Libertad que el incumplimiento del plazo no supone sanción procesal alguna, sino que solo advierte una responsabilidad disciplinaria; empero a diferencia de la situación evaluada por la judicatura en dicha oportunidad, no se pretende generar una nueva causal de sobreseimiento, sino que, en cumplimiento del art. 343 inc 2 de la norma adjetiva, al vencimiento del plazo, el fiscal atienda la finalización de la investigación preparatoria y, decida o requerir el sobreseimiento o exponer acusación.

Una interpretación distinta, agregando plazos no reconocidos normativamente, es pretender aplicar los criterios de la teoría del no plazo, allí donde, justamente, el legislador ha querido que los tiempos se computen cronológicamente, conforme a las indicaciones del art. 143 del Código Procesal Penal. El asunto es simple.

lunes, 21 de agosto de 2017

Confesión

“Bendígame padre, porque he pecado”, suplicó el penitente. Del otro lado de la rejilla del confesionario, una voz cavernosa, replicó con reparo: “¿Que has hecho buen hombre?” Y aquel, empezó a narrar las circunstancias que le envolvían: varón y honorífico de la Asociación de Profesionales Cristianos, casado y con un pequeño que ya tenía siete años… Confesó pecados contra la Iglesia: dudaba largamente de los dogmas de la fe y se regodeaba en las prácticas espiritistas a las que acudía con cierta frecuencia con un viejo chamán tambograndino. Había acudido, desde su última confesión –realizada ya casi un año atrás- en tres oportunidades.

Luego, de exponer los detalles de aquellas sesiones chamánicas, de las que se sentía muy inclinado desde pequeño y. a las que prestaba devoción porque le permitían liberarse de muchas de sus dudas relativas a la vida en la Iglesia, porque justamente, eran la oportunidad donde desaparecía su aridez espiritual, sintiendo, en cada vez, la presencia del mismísimo Cristo, que lo hacía copartícipe de su pasión como testigo ocular de los hechos del Gólgota, pero también de episodios aislados del futuro. Por a través de esas visiones, ya hacía muchos años, pudo conocer de anticipado que su padre moriría como producto de un accidente de trabajo… Nada pudo impedirlo, pero el conocimiento adelantado, le había permitido estar preparado para la ocurrencia.

Aun a sabiendas, de la posibilidad de la repetición, pedía perdón por haber faltado a las enseñanzas de la Iglesia, sin mucha confianza de que fuera pecado la participación en estas formas de acercamiento a la Divinidad… Aún con ello, en la duda, era siempre mejor pedir perdón. El asunto vital de su presencia por detrás del anonimato en ese pequeño espacio de la confesión, sin embargo, eran sus pecados contra el sexto mandamiento. Se acusaba de no tener relaciones con su esposa –desde hacía casi cinco años- pero a la vez se acusaba de prácticas sexuales por fuera del matrimonio… hecho que le procuraba la mayor de las vergüenzas, al punto que a ese momento aún no delataba la completitud de su pecado.

¿Dónde trabajas? Preguntó el confesor. “Soy docente universitario e investigador”, contestó el interpelado y continuó ofreciendo detalles de los cursos que se le habían encargado: “Comunicación digital” y “Deontología de las comunicaciones”. Y luego de algunas otras preguntas relacionadas a su relación de pareja, a insistencia del eclesiástico, declaró con mucho miedo: “No es con una mujer con la que tengo relaciones… padre. Soy gay… Soy homosexual y tengo una relación –digamos constituida- con un colega, con él nos debemos fidelidad –si cabe la expresión- a pesar de nuestras complicadas posiciones: Yo soy casado desde hace ocho años y, él, pues, aunque tenemos edades similares, está en la misma situación que yo a los días de previos de mi matrimonio: decidir si asume su homosexualidad frente al mundo o sí casarse para evitar las sospechas de sus padres y de sus hermanos… que por lo demás, es una familia de la “gran sociedad” de nuestra pequeña ciudad… “¿Padre… está allí?” Con una voz, ahora cansina: “si muchacho…” Respiró profundo y, sentenció con desgano: “Sé que no debo darte la absolución, pero tampoco tengo respuestas a tan grave problema… La Iglesia, nuestra Santa Madre, no mira a todos hijos con la misma compasión en estos temas: los varones tienen derecho a pecar, las mujeres sólo si no motivan escándalo y, ustedes están condenados al ostracismo, a la nada, a la inexistencia”.

Y continuó: “¿Eres feliz? ¿Te sientes realizado?” El hombre contestó: “Si no fuera porque me casé, todo lo demás: él, mi hijo, la mujer que es mi esposa y mi trabajo son lo mejor que la vida me ha dado”. Un nuevo silencio rebotó en la nave de la Catedral. Un par de murciélagos rompían el espacio con su vuelo, mientras los yesos de las imágenes sagradas se mantenían firmes ante las expresiones de esa infelicidad con nombre propio. “Ella sabe quién soy yo y de mi vida… y yo sé la de ella: de su pareja, de sus éxitos profesionales, de sus encuentros a escondidas” Y remató: “Yo no tengo nada que reclamar, pero si mucho que agradecer”.

El hombre de Dios, siguió preguntando y, preguntando mientras pedía al mismo Dios, iluminación, para tan difícil momento. Nunca había tenido una confesión de tal naturaleza, pero se daba cuenta de que alrededor del penitente se habían construido cinco vidas: la suya propia y cuatro ajenas, que entrelazadas unas con otras, eran parte de las del millón y medio que ofrecen vida a este terruño de la patria. Sentía no tenía derecho a condenar, solo porque esas vidas no calzaran con lo que su organización eclesial espera. Le ofreció su compasión por el dolor padecido y por la felicidad no alcanzada.

Ya con más de una hora de confesión, el religioso salió de su cubil, dio la vuelta hacia el hombre y le dio un abrazo que solo materializaba compasión y ternura. Los ojos de aquel, ante la acogida, se convirtieron en un pozo acuoso de felicidad: de saberse comprendido, de sentirse perdonado. En ese momento, volvió a ver a Dios.

La esterilidad del alma había terminado.

Amantes

Se despertó con un mal sabor… Un sentimiento de culpa le embargaba, a la vez que, una sonrisa de complacencia se dibujaba en sus labios. Se confundía el miedo y la satisfacción, la turbación y el regodeo, el dolor del alma con los recuerdos de la delectación corpórea. Y no quería decidirse por ninguna. Un “no sé qué” se atragantaba entre su pecho y la garganta, pero, cada que aparecía, en el instante posterior florecía la ensoñación del cuerpo ajeno, de ese que sabía que nunca sería suyo, pero que había logrado poseerlo, siquiera por algunos largos minutos de la noche previa.


Ese muy buen cuerpo, de curvas pronunciadas, bien despachadito, de mujer casada y con ya algunos años, le ofrecía experiencias distintas: carnes por amasijar entre sus dedos que, cual pianista, lograba músicas en formas de callados quejidos naturales, que despertaban en sus oídos juveniles sensaciones distintas, extrañas, gozosas. Una noche en que la culpa se perdía en bocadas de aire pletóricas de amor carnal, de mudas mordidas en la piel del otro, de purísima efervescencia de sudoraciones confundidas… Ese breve espacio permitido por el descanso de fin de semana, fue cubierto de enérgicos y rítmicos ejercicios, que se justificarían, al llegar a casa, en el agotador viaje que suponía el bus público en una vía atormentada por los rezagos de los aniegos del verano.

Siempre se habían mirado con deseo. Ninguno había dicho nada de los mismos, pero esa noche coincidieron en la puerta de salida y, sin querer, sus maletines cargados de papeles, se entrelazaron, motivando una invitación para un cebichito vespertino de viernes, que terminó en el hotelito de al lado, en un ronroneo cómplice, donde ese par de cuerpos dieron cuerda a los deseos reprimidos, de un lado, del cuerpo voluptuoso y maduro y; del otro, de la rigidez de los músculos que se escondían debajo de una camisa, logrados –ha de decirse- en rutinas inflexibles de gimnasio. Aún con ello, el par de chopps no eran suficientes para acallar el sentido de la culpa, de la traición a otros, distintos, ajenos e ignorantes de la escena… pero se aplicaron en esa breve empresa que, culminaría esa misma noche, pues no habían afanes de repetición. Ella habría logrado lo que hace tiempo ya había perdido y, él había conocido un nuevo cuerpo para anotarlo en su lista de experiencias… éste lleno de novedosas experiencias.

En los contornos del anochecer, confundidos en el humo de un cigarro y, atareados por los cláxones de los taxis que podían advertir desde el segundo piso, el traqueteo de la cama y el olor de las sabanas mojadas eran la escenografía inadvertida para este par de amantes, que esa noche modificaron sus horarios e inventaron excusas vanas para esta historia, que sabían era prohibida.

El sentimiento de culpa se perdió entre los quehaceres sabatinos, el encuentro con los amigos y, la necesidad de volver a gozar de ese par de pechos aperaltados y las curvas voluptuosas de sus caderas motivaron la repetición… un par de veces por mes se encuentran furtivamente, en el descanso meridiano, con ocasión de algún cumpleañero agasajado, en viajes de trabajo, o sin siquiera tener pretexto, en algún hotel de la ciudad, que con frecuencia es cambiado para evitar el descubrimiento de los no-comprometidos. El trascurso de los días, dieron hicieron florecen el goce frente a la culpa, el miedo sucumbió ante la sonrisa complaciente y, los sudoríparos movimientos duales se repiten desde hace un lustro, para entera satisfacción de los amantes.

Hace unos días, ella intenta dejar de verlo… pero lo extraña “a morir”. Es el enésimo intento.

Diligencia

Una notificación había regresado. La secretaria recordó esa mañana que había que tomar declaraciones en un proceso administrativo sancionador. Una mirada al expediente: unas pocas hojas acompañaba a la denuncia; pero los quejados, el juez, el secretario, el administrador y hasta el encargado de notificaciones se habían encargado de contestar, cada quien con su respectivo paquete de fotocopias y recortes periodísticos que la demora denunciada por el quejoso era imposible de evitar por el solo hecho de que el pueblito en donde tenía que hacerse la diligencia había quedado aislado por las lluvias del año 2008. No obstante la suficiencia justificatoria -para evitar mayores zozobras- se había ordenado que se investigue a la asistente judicial –que autorizaba la notificación- y al notificador –que ya había respondido, con fotografías inclusive, de la imposibilidad de llegar al caserío donde debía realizarse el acto procesal-. Era un expediente inútil…

Esa mañana, a la mitad de ésta, una muchacha –adornada de una tímida sonrisa- pidió permiso para ingresar “¿Aquí es el juzgado penal? Buenos días he sido citada para declarar como testigo”. Invitada a sentarse, expuso sus argumentos y justificaciones, que no hacía más que asegurar que se había aprendido la lección: que tenía en la cabeza las noticias de las lluvias, que el teniente alcalde había pedido ayuda a las autoridades de Piura para su caserío por el aislamiento, que el desborde de las quebradas San Francisco y Carneros habían imposibilitado el acceso desde cualquiera de los caseríos o centros poblados vecinos al caserío, que el juez había sido diligente… que todos había sido diligentes, pero su mejor argumento era la estación lluviosa: “mi resolución está fecha desde diciembre, la cédula tiene fecha 30 de diciembre, el notificador la recibe el primer día hábil de enero y la diligencia está señalada para el mes de febrero ¿Qué culpa tengo yo que el notificador no pueda llegar a notificar a las partes procesales antes de que llueva? ¿Quién iba a saber que llovería con tanta fuerza?!”

Era un caso muerto: uno de aquellos en los que la investigación está llamada a apaciguar el ánimo del quejoso. De hecho, unos días más tarde, cuando le tocó declarar, advertía que era cierto lo que decían sus propias autoridades locales, pero se quejaba de que los jueces debían prever que en los meses de verano, en Piura suele llover y, la zona donde vive suele aislarse… Se había resignado, o la fecha señalada en la primera semana de mayo, le satisfacía en el alma.

La mujer, esa mañana, aun sin ser acusada, y con todo lo que tenía a su favor, se mostraba temerosa... Enfundada en un vestido de colorines, de fondo color zanahoria; el escote cuadrado y el cero de sus mangas de muy recatada factura, eran suficientes para resaltar su belleza… ahora menguada por su miedo… “¿A que le teme si Ud. no está procesada?”, le preguntamos. “No, doctor”, dijo… “No es miedo. Es impotencia, es rabia, es desánimo…" El mismo quejoso ha ido ayer al juzgado a reírse de nosotros, que ya nos tiene quejados, que hemos sido citados, pero sabe bien que no hay mala intención por parte nuestra… Sabe además, que el juez tiene miedo, que lo que menos quiere ahora es una queja porque está postulando para la titularidad en el puesto… Eso da cólera” Unas lágrimas de impotencia se dejaron salir, sin que ella pudiera evitarlo. Y continuó: “Yo no tengo hijos, pero un día los tendré…” Sin rematar la idea, retomó la compostura, y con alguna seriedad, con el gesto en sus ojos, reclamó: “que eso no sea parte de mi declaración”. Un vaso de agua le alivió el alma y le recuperó el semblante.

Los rizos negros de sus cabellos, ahora mojados por las lágrimas, eran el cuadro perfecto para… Esos rizos caían por detrás de sus orejas y cubrían parte de su cuello, alargado, moreno… ahora tenso por las emociones que le provocaban, en su decir, esas acusaciones injustas. No hay modo de describir, las sensaciones que ella no relataba, pero mis ojos podían darse cuenta de su sufrimiento, además de ajeno, cercano. Se notaba su congoja por lo que ella sabía –sin decirlo, todavía- era una investigación infecunda desde la resolución que le daba cabida. El par de ojos de paloma cuculí, se había marchitado en los cuarenta y cinco minutos de preguntas y respuestas… la timidez que traslucían a su llegada, se había convertido en masa acuosa, repleta de desaliento y consternación. El vaso de agua, apenas había logrado alcanzarles algo de tranquilidad… Una intranquila paz que no llegaba a la largura de sus dedos, que afligidos se movían sobre el borde de la mesa, jugaban con un lapicero, que pretendía ponerle el punto final a la declaración de esa mañana… Su sonrisa no estaba… se había fugado para darle campo a la preocupación que le embargaba.

Ya con la calma apenas alcanzada y luego de hacerle saber en tono de ironía que toda la culpa recaían en ella por haber decidido trabajar en una institución malhadada en el sentimiento secular, rió con soltura. “Donde uno vaya, habrán problemas. El asunto es que me hacen llorar…” pensó un par de segundos, y remató, “pero, luego rio” y acompañó su dicho con una sonrisa ingenua, reluciente de belleza, resaltando su naricita canela… ese color propio, de las mujeres de esta tierra, pero que en ella, asumía una connotación especial…

Unos meses más tarde, por arbitrariedades que la vida tiene, nos volvimos a encontrar.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...