Era una mañana cualquiera… Un día de aquellos en los que doña Camucha, la vieja beata de la calle Junin se aproximó a su adoratorio preferido. La Iglesia de San Francisco, aquella que en otros tiempos albergó a los independentistas en la proclama liberal, era ahora su espacio preferido. Sus techos altos y la amplitud de sus ventanales, permitían luminosidad, que a su vez, hacían nacer en su pecho una desasosegada paz y tranquilidad que no encontraba ni siquiera en la Iglesia Matriz.
Esa mañana se hizo tarde. Su nieto había estado en una fiesta la noche anterior y, por esperarlo, se quedó dormida… “para el Señor no hay horario que valga, jummm” se dijo en tanto advertía que el reloj de su muñeca le indicaba que tenía veinte minutos de retraso. El sacristán, seguía en sus labores de regar los jardines y, a su ingreso por la puerta lateral pudo ver que una muchacha, en posición compungida le rezaba a la venerada imagen de San Francisco. Le pareció que lloraba, por el modo como se cogía la cara y el pecho, pero no se oía ningún lamento… Ella la quedó mirando y, la chica escondió su cara mientras que con el dorso de las manos se limpiaba, con disimulo, las mejillas… Ésta se alejó un poco, cogió el pequeño bulto que llevaba en una bolsa de papel y se paró frente a la imagen de María Egipciaca… allí lloró, expuso su alma ante el pequeño altar de esa vieja pintura, que yacía olvidada y de la que muy pocos saben a quién representa.
Doña Camucha encogió sus adoloridas piernas y se arrodilló en la parte más dura de la tarima. Le ofreció ese dolor al Altísimo, por los pecados de las gentes y, en particular por el alma de aquella muchacha que le acompañaba. Después de la jaculatoria inicial, ofreció el primer salmo del salterio: “Misericordia, Dios mío por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado”. Era, en su corazón, la voz de Dios que hablaba… Meditó cada uno de sus versos y, en ellos demoró. No obstante, siempre el Señor tiene cosas nuevas que ofrecer y, se alegró con Isaías cuando anunció: “Me has curado, me has hecho revivir, la amargura se me volvió paz cuando tuviste mi alma ante la tumba vacía, y volviste la espalda a todos mis pecados”.
La muchacha no sabía nada del oficio divino, nunca había tenido en sus manos siquiera una biblia. Su pobreza no le alcanzaba para tener una. Los textos sagrados, si alguna vez leyó alguno, los conoció por las clases de catequesis y, de eso, ya varios años. No obstante, su dolor era tan grande que sus lagrimas efectivamente eran de aquellas que suplicaban la mayor de las misericordias. El rostro demacrado, tristón de la muda imagen interlocutora, asi como la palidez que le acompañaba hacía compás con su adolorida alma… Tan sollozante y sentida estaba que la imagen que miraba, le parecía, era la suya propia. Miraba su dolor reflejado… Y no pudo aguantar más los sollozos. Doña Carmen, en contemplación, no advirtió de esos lamentos.
Santa María Egipciaca, es una santa que casi ha desaparecido del santoral pero que en un tiempo, por estas tierras calurosas tuvo muchos adeptos, por ser la patrona de las mujeres penitentes. Dice la hagiografía que, en sus días mozos se dedicó a las veleidades de la carne pero un encuentro espiritual con la Madre de Dios, la convirtió en una asceta, viviendo en el desierto, dedicada a la oración y alimentándose de lo que como alimento podía encontrar en la naturaleza. La muchacha le rezaba a aquella, sin saber siquiera su nombre. Solo le rezaba, mientras aprisionaba contra su pecho el pequeño frasco que se acomodaba en aquella bolsa de papel.
Para cuando Doña Carmencita recitaba el “Cantico de Zacarías”, en particular aquellos versos que hacen referencia a alumbramiento de los que viven en tinieblas por “el Sol que nace de lo alto”, quiso saber de su solitaria acompañante. Regresó a mirar con disimulo pero ya no estaba. Ni siquiera pudo advertir por cuál de las puertas salió. Ya no estaba simplemente. Siguió con sus oraciones y luego, de terminarlas, se acercó a los dos altares donde estuvo la muchacha. “Algo me decía que me acercara” confesó luego ante el cura del lugar. Efectivamente, se aproximó y, vio que junto al cuadro de la mujer penitente estaba la bolsa de papel y se advertía que dentro había algo, medianamente pesado. Salió hacia el jardín y preguntó al sacristán por la muchacha. Este no le supo dar razón de la desconocida. Volvió hacia la nave central de la Iglesia y, pidió perdón por lo que haría, pero era necesario saber que contenía esa bolsa, quizá, pudiera que allí encontrara “algo” que identifique a la olvidadiza.
Ya, desde antes de abrir, pudo darse cuenta por la forma y textura que se trataba de un pequeño frasco de vidrio, pero no sabía su contenido. Abrió la bolsa y sacó el bulto, que aún se mantenía envuelto en una hoja de un diario chicha. Una vedette de calendario envolvía con sus carnes el frio envase mencionado. Sacó el frasco y advirtió de un líquido, acuoso, sanguinolento, en el que se acomodaba una pequeña criatura… era un feto, un no nacido. La mujer se asustó… tanto, que casi se le cae el frasco de las manos y muy nerviosa, llamó al padre y le mostró su hallazgo: un niño que no vio la vida, quien sabe cuántos días le acompañó a su madre. Esa mañana, luego de revisar las normas eclesiales, sin dar más cuenta que solicitar silencio a la vieja feligresa y a su antiguo sacristán, en compañía de ambos, se hizo una sentida paraliturgia por esa pequeña alma rogando que haya sido alcanzada por el bautismo de deseo y, en la esperanza de que las lágrimas de su presunta y desconocida madre le sirvan de consuelo, y le alcancen el perdón, si algo hubiera que perdonarle, y al no nacido, le hayan permitido las puertas del cielo.
martes, 3 de noviembre de 2015
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