En inmediaciones de La Pepa, estaba la zona industrial, comúnmente conocida como “El Puerto”. Allí habían algunas pequeñas industrias, hospedajes y también la casa del cura Martín O’Grady y el convento de las franciscanas. Las hermanas que conformaba esa comunidad se encargaban de la pastoral evangelizadora y social. En su consultorio de la Av. Grau, ejercieron su profesión médica las hermanas María y María Electa y atendieron a los que hoy calzamos los cuarenta en los días de niñez, ofrecían medicinas y aliviaban dolores de las gentes; mientras que la hermana María Loreto, que era la encargada de la catequesis, animaba los coros de la parroquia, visitaba los colegios y enseñaba a tocar instrumentos musicales a los niños. La vida era harto apacible. La Panamericana era una larga serpiente negra que corría por en medio del poblado y podía distinguirse desde cualquier punto: sólo transitada por caminantes, un par de docenas de vehículos de cuatro ruedas, bicicletas y varias motocicletas. El avispero de mototaxis no existía, por lo que nos conducíamos por nuestro propio pie. En esos días, era obligatorio que las bicicletas se inscribieran y portaran visiblemente su placa de rodaje. Alguna vez se armaron operativos para decomisarlas.
El mercado, algo desordenado, permitía que las caseras pudieran encontrarse en las compras dominicales y chismear de las cosas domésticas, de las ocurrencias del barrio o de las necesidades del algún vecino. Si bien sería imposible pretender que todos conocieran, cuando menos se sabía quien era hijo de quien; de modo tal que las travesuras llegaban a los padres en, cuando menos, veinticuatro horas. Los chiquillos nos conocíamos; coincidíamos en los mismos centros educativos: el Tupac Amaru (primaria de varones), el Micaela Bastidas (primaria de mujeres) y el Alberto Pallete (secundaria mixta). También estaba el inicial que se ubicaba detrás de la posta médica y el primario del barrio Leticia.
Una sola posta médica, algo raquítica y una sola farmacia atendida por el Sr. Mogollón. Una sola iglesia y una sola plaza. Ésta hecha de ladrillos calados, con muros de algo más de un metro de altura que permitía que los más pequeños pudiéramos treparnos para ver los desfiles de julio o aseguraban el acomodo de los ambulantes en las noches sabatinas, donde las personas podían comprar ropas, juguetes, utensilios personales. Una especie de feria que le alegraba la vida a los adolescentes enamorados que paseaban en esas noches desde la Iglesia del Carmen y hasta el antiguo paradero del EPPO. Idas y vueltas de conversas que no querían terminarse, pero que acababan no más allá de las once de la noche. Tiempo más que prudente para volver a casa. La medianoche se la apropiaban los más avezados.
Además del EPPO, pequeños buses, los “Farfani”, hacían la ruta Máncora-Talara; los trabajadores que iban a Los Órganos la hacía en los taxis colectivos que se ubicaban frente a la casa del profesor Peña, mientras que a Tumbes se hacía en buses de mayor calado, que se tomaban de ruta. Recuerdo un bus al que llamaban “la petrolera” y otros, los Eohpusa, que hacía la ruta Piura, Talara, Máncora, Aguas Verdes, cuya agencia se ubicaba en una casa que fue del difunto Dolores Chunga, en la Av. Grau. Muy cerca del allí, en la acera de al frente, en diagonal se encontraba el Grifo de Pedro Lama, donde el amable “Timaná” siempre estaba dispuesto a atender a los usuarios. A unos metros, un quiosko de madera, en el no faltaban las risas.
La ruta Lima necesariamente se hacía, de ordinario, en Tepsa, que tenía sus oficinas en casa de la Sra. Elena de Céspedes. A pocas puertas de esta agencia, el Sr. Varguitas tenía su quiosco de periódicos en frente de la comisaría. A los chiquillos de esos días, nos interesaban los comics, que podíamos comprar con los vueltos del mercado, alquilar o intercambiar por algunas monedas.
Los domingos nunca era aburridos. La cancha de Don Pedrito, albergaba a 22 hombres, dispuesto a dejar el alma por su equipo en la disputa por el balón y la eufórica celebración del gol. Las gentes, en particular, varones, se reunían sin importar las inclemencias del dios sol. Bastaba con que el equipo del barrio, o aquel por el que hinchaba, jugara, para que la gente se arremoline en sus inmediaciones. Don Gallito era infaltable con su canasta de dulces, anunciándolos a viva voz mientras recorría por varias veces la terrosa periferie del campo deportivo. Un monticulo de tierra, que se elevaba como contención para las aguas, en caso de lluvia, se convertía en gradería, en la que sin tener asientos, la gente se acomodaba para disfrutar de una tarde de alegría. Había muy cerca, ceviches, cervezas, chucherías y, en algunas oportunidades, hasta música para bailar. Claro, si el equipo ganaba, entonces la inversión valía la pena. Un campo deportivo también se instaló al frente del barrio Leticia, en el largo espacio que quedaba entre el Alberto Pallete y la capilla católica del barrio. Allí también se hacían competencias deportivas, aunque mayor algarabía, se mostraba en el primer campo. Ambas ya no existen en la actualidad.
Muchas cosas han cambiado. La vida ha cambiado, la caleta de pescadores se ha convertido en un centro de atracciones, propio del turismo playero. Las olas de este cambio también han traído turbulencias que antes no existían. La apacibilidad porteña se ha perdido… o quizá mis reposados recuerdos se confundan en la lejanía de los tiempos. ¡Feliz aniversario, Máncora!
No hay comentarios:
Publicar un comentario