Laurence Chunga Hidalgo
Abogado
La tarea de garantizar el derecho a la educación de los niños y los jóvenes es propia del Estado; sin embargo la Iglesia Católica, también, asume para sí dicha labor. El mandato de su fundador, “el de anunciar a todos los hombres el misterio de la Salvación e instaurar todas las cosas en Cristo” le exige a la Iglesia participar y contribuir en el desarrollo y en la extensión de la educación. En la declaración del Concilio Vaticano II “Gravissimum educacionis”, se reconoce el derecho universal a la educación y su noción se expresa en los términos siguientes: “todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, por poseer la dignidad de persona de persona, tienen derecho inalienable a una educación que responda al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y acomodada a la cultura y a las tradiciones patrias y, al mismo tiempo, abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos para fomentar en la tierra la unidad verdadera y la paz. Más la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto”.
Palabras más, palabras menos; la noción expuesta expresa el concepto señalado en nuestro primer artículo sobre este tema. Sin embargo, si comparamos el sentido teleológico que se le ofrece al derecho, en este caso, la Iglesia es más generosa. No basta sólo con formar personas para que puedan adscribirse activamente en la sociedad y colaboren en la consecución del bien común previo conocimiento y adhesión a los valores morales, sino que exige que la educación ha de permitir el conocimiento y amor a Dios.
En plano de la fe, y dirigiéndose ya no a todos los hombres, sino a su propia feligresía, señala que, por hallarse comprendidos en la comunidad eclesial “tienen derecho a la educación cristiana”, la que exige, además de lo ya expuesto, el conocimiento de las verdades de la fe, compartirlas con la comunidad eclesial, vivirlas en el mundo según la moral cristiana y asumir una actitud de piedad frente al Creador. La idea es contribuir a la “configuración cristiana del mundo” y para cuya finalidad, se le recuerda a los pastores de almas “la obligación gravísima de disponerlo todo de forma que los fieles disfruten de la educación cristiana”.
La escuela, en consecuencia, se convierte para la Iglesia Católica en un instrumento de evangelización, puesto que ésta, el anuncio y proclamación gozosos de la salvación de Cristo, es la misión que justifica su existencia. En ese marco y bajo ese proyecto trascendente, la Iglesia crea sus propias escuelas y las reconoce como un medio privilegiado para la formación integral del hombre, en cuanto que ella, según expresa el documento “La Escuela Católica” de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, “es un centro donde se elabora y trasmite una concepción específica del mundo, del hombre y de la historia”. En ese espacio bajo la tutela del pluralismo cultural y del genérico derecho a la educación, en el que se reconoce como algunos de sus elementos el derecho a la libertad de enseñanza, la libertad de conciencia y el derecho de los padres a elegir el centro educativo de su preferencia, es posible que en cada espacio geográfico y a través del principio de la colaboración que inspira las relaciones con el Estado, la Iglesia contribuya y se haga responsable de la forma como se imparte, cumple y garantiza el derecho a la educación de las personas.
Si bien nuestra legislación reconoce que la educación que ofrece el Estado tiene por objeto “formar personas capaces de lograr su realización ética, intelectual, artística, cultural, afectiva, física, espiritual y religiosa promoviendo la formación y consolidación de su identidad y autoestima y su integración adecuada y crítica a la sociedad para el ejercicio de su ciudadanía en armonía con su entorno, así como el desarrollo de sus capacidades y habilidades para vincular su vida con el mundo del trabajo y para afrontar los incesantes cambios en la sociedad y el conocimiento”, la Iglesia asume lo indicado expresando que, la promoción integral de la persona que propone está estrechamente relacionada “con la concepción cristiana de la realidad”, diferencia específica que distingue a la educación que se imparte desde las escuelas propias que la Iglesia impulsa a lo largo y ancho del territorio nacional.
Palabras más, palabras menos; la noción expuesta expresa el concepto señalado en nuestro primer artículo sobre este tema. Sin embargo, si comparamos el sentido teleológico que se le ofrece al derecho, en este caso, la Iglesia es más generosa. No basta sólo con formar personas para que puedan adscribirse activamente en la sociedad y colaboren en la consecución del bien común previo conocimiento y adhesión a los valores morales, sino que exige que la educación ha de permitir el conocimiento y amor a Dios.
En plano de la fe, y dirigiéndose ya no a todos los hombres, sino a su propia feligresía, señala que, por hallarse comprendidos en la comunidad eclesial “tienen derecho a la educación cristiana”, la que exige, además de lo ya expuesto, el conocimiento de las verdades de la fe, compartirlas con la comunidad eclesial, vivirlas en el mundo según la moral cristiana y asumir una actitud de piedad frente al Creador. La idea es contribuir a la “configuración cristiana del mundo” y para cuya finalidad, se le recuerda a los pastores de almas “la obligación gravísima de disponerlo todo de forma que los fieles disfruten de la educación cristiana”.
La escuela, en consecuencia, se convierte para la Iglesia Católica en un instrumento de evangelización, puesto que ésta, el anuncio y proclamación gozosos de la salvación de Cristo, es la misión que justifica su existencia. En ese marco y bajo ese proyecto trascendente, la Iglesia crea sus propias escuelas y las reconoce como un medio privilegiado para la formación integral del hombre, en cuanto que ella, según expresa el documento “La Escuela Católica” de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, “es un centro donde se elabora y trasmite una concepción específica del mundo, del hombre y de la historia”. En ese espacio bajo la tutela del pluralismo cultural y del genérico derecho a la educación, en el que se reconoce como algunos de sus elementos el derecho a la libertad de enseñanza, la libertad de conciencia y el derecho de los padres a elegir el centro educativo de su preferencia, es posible que en cada espacio geográfico y a través del principio de la colaboración que inspira las relaciones con el Estado, la Iglesia contribuya y se haga responsable de la forma como se imparte, cumple y garantiza el derecho a la educación de las personas.
Si bien nuestra legislación reconoce que la educación que ofrece el Estado tiene por objeto “formar personas capaces de lograr su realización ética, intelectual, artística, cultural, afectiva, física, espiritual y religiosa promoviendo la formación y consolidación de su identidad y autoestima y su integración adecuada y crítica a la sociedad para el ejercicio de su ciudadanía en armonía con su entorno, así como el desarrollo de sus capacidades y habilidades para vincular su vida con el mundo del trabajo y para afrontar los incesantes cambios en la sociedad y el conocimiento”, la Iglesia asume lo indicado expresando que, la promoción integral de la persona que propone está estrechamente relacionada “con la concepción cristiana de la realidad”, diferencia específica que distingue a la educación que se imparte desde las escuelas propias que la Iglesia impulsa a lo largo y ancho del territorio nacional.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 13 de enero de2008.
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