“Oye, so hijo de puta: ¿Qué acaso crees que no sé que intimas con el hijo de Yishai? ¡Esa es tu vergüenza y con ella aseguras la vergüenza de tu madre!” Y continuó en imprecaciones. La furia de hombre era tan grande que no paraba de reproducir lisuras e insultos. Algunos de los invitados de la festividad de la luna nueva hicieron oídos sordos sobre las injurias y apuraron en tocar los instrumentos para menguar la difícil circunstancia. Una mujer se acercó para anunciar que los terneros, los carneros, y los corderos solicitados para la fiesta de inicio de mes, ya ofrecían sus mejores olores y los vinos estaban en su punto. El hombre, fingió una sonrisa y siguió reclamándole al muchacho: “Desde aquella vez que por primera vez llegó por aquí, vi como te brillaban los ojos... Que me haga el cojudo, es otra cosa”. El muchacho intentaba calmar al furibundo, ofreciéndole de comer de una de las fuentes de comida que la mujer había dejado cerca y, mientras hacía el además de ofrecer bocado, preguntó ¿Y qué es lo que ha hecho de mal en contra tuya como para que merezca tanto aborrecimiento? ¿A qué viene tu insano odio o es que no recuerdas que dirige tus ejércitos y te ha regalado numerosas batallas victoriosas? ¡Tus enemigos le temen, tú –en cambio- le odias! ¡Es el marido de tu hija!
Las cítaras y arpas habían dejado de ofrecer sus melodías para darle paso al shofar. Las trompetas hechas de cuerno retumbaron para marcar la diferencia del tiempo: era el momento de la oración previa al convite de la carne asada y del vino. Un momento para regalárselo a la divinidad; empero ese estruendoso ruido no hizo más que irritar aún más al descontrolado hombre, que sacando su espada, se la mostraba escondidamente a su interlocutor, mientras le decía: “Traidor, hijo de mala madre. Ni siquiera eres capaz comportarte como un varón… traicionas tu virilidad, a los de tu estirpe, a tu propia sangre, te comportan como…”. Una de las sirvientas, aquella que su mujer Ahinoam, había notado era su preferida, se acercó en ese instante y no dejó que terminara el insulto. Tímidamente le hizo saber que le esperaban en la pieza principal para presidir el inicio de la fiesta. De hecho, los astrólogos ya habían anotado el momento exacto en que la luna nueva había tomado la forma de un delgadísimo cuerno, que daba pie a los instrumentos de viento que le ofrecían la bienvenida. Unas mujeres se disponían a cantar una alabanza en la que se reconocía las bondades de Dios regaladas en la naturaleza, pero también a los astros celestes, en especial a la luna por regalarles la diferencia de los tiempos, la marcación de las estaciones y también la beldad de la oscura bóveda celeste en su esplendor en la que se hacían visibles los designios de Creador.
Tomó aire y en tono de mando dijo al muchacho: “acompáñame”, mientras escondía la espada y adelantaba el paso. Su enojo se disimuló en la necesidad de presentarse ante los invitados. El muchacho, también tomó aire y reafirmó lo que otros ya le habían anunciado: “Tu padre está loco. Ni siquiera sabe que es lo que quiere”. Y era verdad y en sus adentros se preguntaba: ¿Cómo es posible que un rey quiera matar a su mejor comandante? El hijo de Yishai, ahora ausente, era objeto de la mayor de las iras, del peor de los odios, de las insanias de ese hombre que, además, era el rey a quien Dios había elegido para gobernar a su pueblo. Esos preocupados pensamientos, sin embargo se perdieron ante la voz de un iniciado que daba cuenta del origen de la fiesta de los novilunios. Puso atención a sus palabras en ese mismo momento: “…al tiempo de la creación, Dios creó dos grandes astros en el cielo: el sol y la luna. La luna, sin embargo, se sintió desplazada, disminuida y vino a reclamar ante el Creador que ¿cómo es posible que dos luminarias gobiernen con un mismo espacio?, y pretendía que se le diera más importancia que al sol. Ante el reclamo, Dios se reservó una sonrisita sarcástica y, casi con indiferencia le señaló: «ve y redúcete tú», pero la luna no estaba dispuesta a perder sus mejores argumentos: «¿por haber dicho algo razonable debo reducirme?». Dios, ahora preocupado, la consoló diciéndole que el pueblo de Israel habría de consagrar sus novilunios en base a la observación de su ciclo y que los justos serán llamados por su nombre, pero a la luna esa propuesta no le satisfizo. Entonces Ha-Shem, el Altisimo, ordenó: «Tráiganme una ofrenda expiatoria porque reduje a la luna» y por eso está escrito en el libro de Bemidbar (Números 28:15) el ritual que había de celebrarse a modo de festividad en cada vez que la luna se renovaba”.
Más allá del sacrificio ritual, el novilunio era una oportunidad para nuevos comienzos, para nuevos negocios, para nuevas oportunidades, incluso era el tiempo pertinente para nuevos compromisos, por ejemplo, algunas familias tenían a bien realizar sus compromisos de pareja en la fiesta de la luna. De ordinario, coincidía con el final de las cosechas, así que era la ocasión para la puesta en el mercado de los logros de la tierra, los pescadores decían que en noches más oscuras, los peces salían a la superficie y, por tanto, la pesca era abundante… En fin, era un tiempo para alegrarse con las cosas buenas de la vida. El muchacho, frente a esta circunstancia, no le quedó más que recordar aquella tarde en la que el odiado pastor de ovejas, hijo de Yishai, natural de la tribu de Judá, oriundo de Beth Leḥem –pese a la poca confianza que le ofrecía- logró matar a un soldado enemigo -enfundado en sus pertrechos militares- tan sólo confiando en la ligereza de su honda y un par de piedras que llevaba en su morral. Esa tarde en que fue llevado ante la presencia de su padre el rey, supo que tendrían una relación entrañable… Así que no mentía el dueño de la fiesta cuando le reclamaba por el brillo de sus ojos en aquella vez.
Lo que no sabía el rey era que él y el aborrecido y huido jefe de los ejércitos, en esa oportunidad habían celebrado un pacto secreto, un pacto en que despojándose de su capa, de su vestido, de su cinturón y de sus armas, él le regaló su desnudez entera como señal corpórea de la alianza de ambos en virtud del profundo cariño que se prodigaban. En esa noche de novilunio, las cosas eran de ese modo, solo por el hecho de que ambos así lo habían tramado: el afán de descubrir si el rey mantenía su perversa intención de matarlo o si la invitación a la festividad era efectivamente, un convite de amistad. Luego de esta grave escena, de coléricos arrebatos, los propósitos se dejaban ver sobre la mesa: el antiguo pastor de ovejas, era presa de los odios del rey y no había necesidad de mayores riesgos. No era conveniente que se volviera a presentar ante la corte… Era posible que leales regios tampoco le tuvieran buenas intenciones, o en el peor de los casos alguno -por ganarse la estima del rey- estuviera en la disponibilidad de hundirle alguna espada por la espalda. Al fin, la ausencia de cordura del rey -hacía tiempo, perdida- estaba dispuesta a justificar ese ilícito. Era necesario, por tanto, hacerle saber al amenazado los riesgos a que su vida se exponía de ahora en adelante.
La fiesta de esa noche, solo sería hasta el momento en que la luz del sol se hiciera visible y, conforme al plan, tendrían que hallar la manera de encontrarse, de despedirse… Al fin de cuentas, el comandante betlemita, desde ese momento, era ya un fugitivo. Los insultos recibidos no habían sido inútiles: al menos unas muy malévolas intenciones fueron descubiertas, confirmadas, expuestas.