Decían que el espíritu de Yojanán, el exorcista del Jordán, estaba con él; otros que era probable que encarnara a Elijayú, el viejo profeta que fue arrastrado por una carroza de fuego, un tercer grupo lo anunciaba con un nuevo profeta, como un hijo de Yavéh, de quien, en su voz escuchaban a la de Dios, que denunciaba los males del mundo, la corrupción de los políticos, la depravación del templo, la onerosidad en las exigencias de las primicias, la explotación de los terratenientes, el hambre de las viudas… Esa idea se había propagado, al punto que la noticia ya era un fuerte rumor entre los sadoquitas del templo. El sumo sacerdote conocía del hecho y, aunque no le daba mayor importancia por tratarse de “cosas de galileos”, bienhadados a ideas extrañas por influencias de los gentiles; empero permitidas en razón a las buenas contribuciones efectuadas –en favor del templo y del César- derivadas de la agricultura. Allí, era fácil encontrar grandes extensiones de aceituna que generaban cantidades generosas de aceite de oliva que se repartía entre los judíos de la diáspora, en especial en Siria, Babilonia, Media, Egipto y Capadocia. El lago de Kineret, les posibilitaba suficiente pescado como para que varias familias pudieran dedicarse a esa actividad. Era, en resumen, un espacio geográficamente prospero.
El asunto alcanzó gravedad cuando las noticias del profeta galileo se hicieron muy cercanas de Jerusalén. En la fiesta del Sukot, -tambien llamada “de las cabañas” o “de los tabernáculos”, los judíos se acercaban al Templo de Jerusalén para alegrarse por el recuerdo de la libertad lograda por Moisés, para dejar sus agradecidas ofrendas; pero también para restregarse la herida de la necesidad de un nuevo libertador que les aparte la bota de Roma de sobre sus cabezas. El Vayikra, -o Levitico- entre las varias ordenanzas relacionadas con la pureza cultual, las oblaciones y la santidad, disponía: “Y tomen el primer día ramas con fruto de árbol hermoso, ramas de palmeras, ramas de árboles frondosos, y sauces de los arroyos, y regocíjense delante del Señor, su Elohim, por siete días” y, por eso en las calles las gentes se acompañaban de ramas de palmas datileras, una cidra, ramas de mirto y de sauce silvestre, con los que se conformaba un ornamento vegetal, de curiosa formación para evidenciar la personal voluntad de acercarse a Dios, pero también para exponer su natural alegría por la libertad. El lulav, esa formación herbaria, era también expresión de la alegría de la naturaleza: “Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; todos los árboles del bosque rebosarán de alegría”, cantaban conforme al salmo 96 mientras paseaban por la calles de la vieja Jerusalén. En ese cántico de alabanza, además, se detalla: “Proclamen de día en día la noticia de la salvación de Yaveh, cuenten a todos su gloria por encima de cualquier nación”. ¿Cómo es que no se necesitaba de un nuevo Moisés? Aquel galileo ya predicaba entre los suyos la llegada del Reino de Dios, que se anunciaba como un banquete, como una perla preciosa, como una grano de mostaza, como un poco de levadura ¿Dónde estaba la harina, donde la tierra fértil, donde el dueño de la perla, quienes eran los invitados del banquete? Y la gente blandía sus palmeras en señal de ovación y aplauso por la esperanza anunciada, por la ilusión de tiempos mejores… Las gentes que habían escuchado esa prédica aquella mañana, agradecían a Dios por ese hombre –de ordinaria apariencia y de tranquilo semblante- que había tenido la delicadeza de explicarles la propuesta de una historia próxima, aquella en donde Yavhé garantizaba la presencia de todos en el banquete de su reino. “Y nuestros hermanos de las lejanías volverán a lomo de águilas, para gozar de las delicias de esta Jerusalén que es de todos, que es de los hijos de Yavéh. Los hijos de Jacob regresarán para deleitarse en la tierra de la leche y de la miel prometidas”, anunciaba a media voz, a ese público que fervoroso ponía frente a sus pasos sus lulav, sus prendas, sus bolsas de mercado, incluso sus capas, con el afán de que este hombre de Dios no ensucie la planta de sus pies… “El reino de Dios está cerca”, se escuchaba en la lejanía, mientras las gentes con sus enfervorecidos “Hoshana, hoshana, hoshana Mashíaj Ben David” rompían el aire de esas calles polvorientas.
Las voces chismocientas le llegaron al sumo sacerdote Yosef Bar Kayafa con la noticia de ese predicador. “Los galileos son buenos pero de lejitos” se dijo, mientras recordaba, junto con su suegro la historia de Zacarías, el salteador, que conjuntamente con una gavilla de guerrilleros, a poco más de 70 años, había puesto de cabeza las fronteras arguyendo ser un heredero y defensor de la causa de los macabeos. En ese relato se dejó llevar por lo que le contaba su suegro Ananías, que a su vez recordaba la historia recogida en los textos de cronología de los sadoquitas del templo que le habían antecedido en el puesto. Sin embargo, parecía tener más clara la historia de Judas de Gamala, descendiente del tal Zacarías que, hacia poco menos de 25 años se había opuesto duramente a la administración romana, a los mandamientos tributarios y a las obligaciones censales de Quirino. Su labor partisana había sido de tal envergadura, que muchos en esos días, alegaban que el grupo de los zelotas no eran más que su continuidad. Otros argumentaban que, era un hombre político y guerrillero pero también muy piadoso, un hijo de Dios, al punto fue se le recordaba como un mesías frustrado y, de eso daban fe algunos de los miembros del Sanedrín. Es el caso de Gamaliel –miembro del ala liberal de los fariseos- conocido de Yeshúa y, amigo de algunos de sus seguidores… De hecho, en esos días –en los que era fácilmente convocables un buen número de los consejeros, se recomendó dejar que los tumultos se diluyan con las fiestas, con los cantos de alegría, con el vino de las tabernas. No obstante, la preocupación no era poca. Con esos antecedentes, la noticia de un predicador alborotando las calles no era una buena noticia… no en medio de muchedumbres enfebrecibles, ansiosas de nuevos aires, de noticias de libertad.
El centurión romano, encargado de la seguridad y el orden en las afueras del templo, tenía información de fuentes muy fiables, que entre los judíos llegados de las provincias judias y griegas había varios que se habían declarado seguidores del fariseo Sadoc y, ya se habían identificado a algunos de esos bullangueros y sediciosos. La inteligencia romana se conocía al dedillo las profecías políticas del pueblo de Yavéh. El solo hecho de escuchar que le endilgaran a cualquier predicador su filiación con la casa de David o que le ofrecieran alguna forma de aceite sagrado o que le reconozca como enviado o profeta o, que siquiera se le ofreciera el titulo o seudónimo de “Mashíaj Ben David” no hacía más que encender las alertas. En los subterráneos de la casa Pilatos, de hecho ya tenían a tres o cuatro sediciosos, a quienes se les acusaba de participar en las revueltas de los zelotes y, se esperaba de ellos, denuncien nuevos nombres de otros que pudieran andarse por la calles con afanes antirromanos. La mala experiencia con Antigono Matityahu, el último gobernante de los macabeos, quien fuera capturado por Pompeyo y luego de escapar de la prisión volviera a generar desorden con ayuda extranjera, al punto de ejercer como sumo sacerdote y rey de los judíos, les obligaba a ser gravemente cautelosos con cualquier movimiento, grupo, doctrina, tendencia política que procurara aires mesiánicos. Y no importaba la clase social sino la ideología, tampoco se fiaban de nadie, ni siquiera de los que aparecían como hombres piadosos o que proviniesen de alguna familia importante. Simón de Perea, el ex sirviente de Herodes, por sus ínfulas de rey y su actuación de pillaje en la ciudad de Jericó, no hizo más que encender las iras de Valerio Grato, el antecesor de Poncio Pilato, quien tan pronto lo tuvo al alcance de su mano, le hizo perder la cabeza, bajo el filo de su espada. Roma, en realidad, no estaba para bromas… Los esenios, ese grupo de monjes del desierto, ya estaban en la mira: la literatura que producían no hacían más que incentivar las esperanzas mesiánicas y apocalípticas, a las que Roma no pretendía ofrecer más que fuego y espada.
Próculo, el centurión de la seguridad del templo, al escuchar a las muchedumbres entusiasmadas en el, todavía, primer día del Sukot, consideró pertinente ordenar la separación de los revoltosos y, envió a un grupo de soldados, debidamente ataviados con sus pertrechos de represión y, luego de alguna breve escaramuza, lograron la dispersión del grupo de allegados; sin embargo, dirigiéndose a los seguidores más cercanos del predicador, los soldados les anunciaron que evitaran ese tipo de congregaciones y de arengas o tendrían que vérselas con Poncio Pilatos… Asustados estos, luego de un breve paseo por el templo, por decisión del maestro entrumbaron hacia Betania, a casa de Lázaro, su viejo amigo. Al menos tendrían un jergón sobre el que reposar sus cabezas, en el que rumiar el mal sabor de la amenaza de las milicias romanas, esas que le aseguraban el trono al zorro de Herodes Antipas.
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