viernes, 23 de agosto de 2019

Disturbios

Eran tiempos muy difíciles. Las convulsiones sociales derivadas de una guerra religiosa no declarada tenían en vilo a las autoridades civiles, religiosas y políticas –en primer término- pero también a los notables de aquellos días, dígase comerciantes, mercaderes, militares, intelectuales, filósofos… teólogos. La magnificencia de la imperial Alejandría y, la universal sapiencia de su biblioteca corrían grave peligro…

La vieja biblioteca de Ptolomeo I, no solo ya había superado las seis centurias, sino que además había podido resurgir desde sus propias cenizas después del incendio de la soldadesca de Julio César, pero también había sobrevivido a los desmanes y saqueos en tiempos de Aureliano y Dioclesiano. No obstante, los últimos estertores vendrían después. El 380 de nuestra era, Teodosio firma el Edicto de Tesalónica en el que dispone la universalidad de la religión de Pedro, precisando, respecto de aquellos otros que prefieren otras formas de cristianismos: “los juzgamos dementes y locos sobre los que pesará la infamia de la herejía (…) y serán objeto, primero de la venganza divina, y después serán castigados por nuestra propia iniciativa que adoptaremos siguiendo la voluntad celestial”. Con ello se dio lugar a la gran persecución de los herejes, en particular de los seguidores de Arrio, que antes que confesar la fe trinitaria ortodoxa, anunciaban que el hijo de Dios no compartía la misma naturaleza de Dios Padre, con lo que –en el mejor de los casos- habría que reconocerle, al hijo de María, la condición de “divinidad subordinada”.

A finales del siglo IV, Arrio había pasado a mejor vida, pero sus discípulos se contaban por miles y muchos de estos habitaban en la misma Alejandría… Es más, eran asiduos ratones de biblioteca y/o copistas de textos, incluso productores de los mismos. De hecho, su doctrina –dicen los entendidos- era propalada no sólo por eclesiásticos sino también por emperadores. En las dilatadas provincias germánicas e itálicas, por ejemplo, el arrianismo recién fue desterrado en las postrimerías del siglo VI…. Regresemos a los tiempos de las disquisiciones cristológicas, el siglo IV en la ciudad de Alejandro Magno… el Edicto de Tesalónica generó, además del reconocimiento estatal de la religión del judío de Nazaret, mortandad entre los herederos de su prédica. Se peleaban a muerte por un asunto de pura disputa intelectual, de entera disquisición teológica: ¿Es Dios o no, el judío crucificado, aquel que murió en tiempos de Tiberio?

Alejandría, era uno de los centros de la intelectualidad de aquellos días y, allí se ofrecieron los más porfiados debates… Cartas de eruditos, primados, teólogos cruzaban los caminos de Roma, Cesarea, Jerusalén, Antioquia, Esmirna… El asunto era difícil para aquellos entendidos en filosofías y textos de la fe, incluso después de Concilio de Nicea; al punto que hubo emperadores, como Constancio II, hijo de Constantino, que concedió sedes eclesiales de importancia a declarados obispos arrianos. El emperador Valente también tenía su corazoncito a favor de las tesis del consabido hereje. El problema se desbordó cuando esas altas teologías se arrellanaron en el populorum, en el sentido común de las gentes del cada día. En la vida cotidiana, la de los hombres comunes, decirle a otro, “arriano”, no solo suponía un insulto, una injuria; le ponía en riesgo la vida, lo hacía postulante del más allá… Es así, que esa disputa intelectual tomó las calles y, a la turba que no sabía –igual que ahora- de razones, sólo le bastaban las consignas: maten y mataban; saqueen y lo que logren es suyo, y obedecían; quemen y quemaban.

Diez o doce años después del Edicto de Tesalónica, el Patriarca Teófilo de Alejandría peticionó al emperador ordene la prohibición de los cultos paganos y, Teodosio accedió, con lo que los cristianos radicales y exaltados no solo se encargaron de destruir templos e imágenes de dioses inexistentes, sino que además se preocuparon porque los textos en los que se contenían sus ritos y liturgias desaparecieran bajo el ardor del fuego... Y de los templos pasaron a la biblioteca. Dice Sócrates de Constantinopla, historiador de esos días: “Luego saqueó el Serapeum que también mostró lleno de supersticiones extravagantes, e hizo arrastrar el falo de Príapo por el foro. Así acabaron esos disturbios”. El Serapeum era lo que todavía quedaba de la vieja biblioteca alejandrina.

En realidad, la cuarta centuria fue un tiempo de grandes revueltas. El contenido de la fe se encontraba en formación y no sólo era Arrio quien discutía las proposiciones del credo, sino que había otros que discutían asuntos relativos la doble naturaleza de Cristo ¿Si como dicen los nicenos Jesús es Dios, entonces ¿Cómo es que puede ser hombre a la vez? Y, si teniendo ambas naturalezas, entonces ¿puede decirse que María es madre de Dios? ¿Con certeza se puede predicarse que una criatura finita y contingente sea madre del Eterno, de aquel que no tiene principio ni fin? Como se advierte, fue el tiempo de las grandes discusiones teológicas, pero también de las persecuciones de aquellos que pensaban diferente o –para ser precisos- de los que creían distinto. El asunto de la responsabilidad de la muerte de Jesús también fue otro tema. La Iglesia, recientemente reconocida como religión oficial del Imperio, ¿tendría el valor de seguir predicando que fueron los romanos quienes mataron a Jesús? El discurso fue cambiando… los creyentes también. La prédica de Pedro y Pablo se había extendido más allá de los territorios semitas y florecía en los ámbitos geopolíticos de la cultura helenística y del imperio romano. Los judíos se convirtieron en el blanco perfecto…

En la primera década del siglo siguiente, las peroratas del Patricarca Cirilo de Alejandria daría pie al acoso, instigación y persecución de los hijos de Abraham, que creyendo en el Dios del Sinai, le ponían reparos a la mesianidad del nazareno. Una noche de aquellas, bajo los fervores de la prédica del pastor, los fieles decidieron tomar las sinagogas, apresar a los sacerdotes y apropiarse de los bienes de los judíos: era necesario convertirlos y, si se requería de la fuerza, pues que así sea. Al fin de cuentas, ellos fueron los responsable de la muerte del Redentor. El asunto fue de tal brutalidad que hasta al mismo representante político del imperio en dicha jurisdicción le causó arcadas. Orestes, que así se llamaba, puso la queja respectiva ante el emperador y, con ello se hizo enemigo de la religión… Cirilo lo acusó de “arriano” y pidió su cabeza. En su buena suerte, Teodosio II, el emperador desestimó la acusación. Lamentablemente, a la turba no le satisfizo y los enfrentamientos continuaron. En esas guerras de religión, además de las muertes de herejes y deportación de judíos, encontró la muerte una mujer, de quien se dice es la primera matemática del mundo y la última protectora de la Biblioteca de Alejandría o, al menos de sus ruinas, dadas las revueltas religiosas de esos días. A ella se le atribuye la defensa del derecho a pensar, incluso de pensar erróneamente. Decía que aún bajo esa circunstancia es mejor a que no tener el derecho de pensar.

Su muerte causó grave oprobio al tal Cirilo. Aún hoy se lamenta esa inútil muerte.

domingo, 18 de agosto de 2019

BIcicleta

La tenue luz del alumbrado público, en las noches de aquellos días, apenas alcanzaba para alumbrar el camino. Las gentes del pueblo, en realidad no la necesitaban. Conocían sus calles al revés y al derecho, al punto que, aquél febril alumbrado, anunciado desde los postes de cañas de Guayaquil que se apostaban en cada esquina, solo permitían reconocer las siluetas de los viandantes a una distancia no mayor de cincuenta metros. Las voces de los caminantes eran el mejor elemento de identificación.

Ese anochecer, los chiquillos del colegio se había reunido en la plaza principal para preparar el emplazamiento de las representaciones de distintos grados y secciones estudiantiles que se tenía proyectada para un próximo recorrido nocturno, en que cada alumno con una antorcha en la mano, expondría frente a un tribunal su imaginación y habilidad para formar figuras a partir de bijamas de laurel, alambres, sorbetes, papeles de colores.

Los alumnos se habían dado maña para convencer a doña Lola, profesora promotora de la actividad, de la necesidad de un emplazamiento previo en el lugar, en hora semejante a la pretendida como oficial, para asegurar que el espacio asignado sea suficiente para el número de alumnos participantes. El ensayo no sería de noche, pero al menos, la hora era muy próxima para alcanzar la obscuridad; sumándose a ello que no todos los alumnos tenían carta pase, tendría que añadirse la presencia ocasional de los “paracaidistas”, pícaros, callejeros y palomillas… esos bullangueros núbiles que hacía que cualquier cosas adquiera sentido travieso e infantil.

Cada quien llegó a la hora pactada. Bueno… más o menos a la hora pactada. Las cinco y treinta de la tarde fue la mejor lograda. Y si a ello le sumamos, los minutos de tolerancia, de seguro que esos ejercicios previos, verían su final justo antes de que el sol cierre sus ojos y las farolas nocturnas regalen su tenue luz. El cálculo fue preciso. Lalo, engominó su todavía frondosa cabellera, acomodó sus lentes sobre su nariz aguileña y, frente a un espejo, acomodó su copete. Era preciso disimular la amplitud de su frente y las incipientes entradas que anunciaban desde aquellos años su, ahora, reconocida calvicie. “Maaa… ya vuelvo”, anunció desde la puerta de su casa, mientras montaba la bicicleta choppera de su hermano. El golpeteo metálico del timbre de resortes anunciaba su llegada. Anuncio que se hacía innecesario porque la rectitud de la calle y la claridad todavía existente había permitido avistar su llegada desde más de 300 metros…. Dejó caer su bicicleta sobre un árbol de la plaza y corrió hacía el lugar que la profesora le señalaba como su lugar de ubicación… “Apúrese alumno, que debemos terminar antes que anochezca”, anunció; mientras miraba si las luces públicas aún se mantenían apagadas. Un par de minutos después, un par de profesores colaboradores, obligaban al grupo a marchar a lo largo de la terrosa pista haciéndoles simular que entre sus manos portaban un mástil de madera en cuya parte superior se adosaría una luz de vela envuelta en una maqueta semi trasparente.

La bicicleta quedó allí, de junto al árbol, y, mientras todos se preocupaban por desplazarse adecuadamente, habría otro (u otros) que tenían pérfidas intenciones… En realidad, no había nada planificado, pero el diablito que va dentro de uno, advirtió a uno de los “miranda” ocasionales: “¿Y si le escondes la bicicleta a Lalo?... De seguro, entre los curiosos encontrarás algún buen cómplice…” Retozonas intenciones que verían la luz, una vez que la obscuridad acabara con los últimos rayos del sol… No se diría más. Lalo, como “primera antorcha” pasaría primero ante la mesa del jurado, haría el saludo respectivo y, desde esa posición, tenía como consigna dirigir a todos los demás, por lo menos a los de su grado, para finalmente, volver a saludar y salir del escenario… El ensayo se repitió hasta cinco veces y, cuando, se anunció el “rompan filas”, las tenues luces solares todavía eran suficientes para encontrar su bicicleta. El asunto era que ya no estaba allí.

Sus primeros pensamientos le anunciaban su ruina personal. Se cogió la cabeza y, mientras miraba hacia todos lados, sin querer, desacomodó su peinado. El “rompan filas” hizo que en un dos por tres el lugar quedara deshabitado. Un par de chiquillas de su edad, acompañadas de otros dos churritos “de brazos” -que probablemente vivían al frente del lugar- jugaban en una de banquetas de madera de la plaza. Se acercó, temeroso para hablarle a la mayor de edad, a la que estaba más cerca de él: “¿No has visto una bicicleta… la bicicleta de mi hermano?”. La muchacha, con una sonrisa pícara, le dijo que no… Las lágrimas casi que se le asomaban, pero no era tiempo de llorar, no frente a aquella… Ella, por su parte, se dio cuenta del grave problema y, solo para aliviarle el alma, retomó la palabra para decirle “pero yo he visto quien se la ha llevado”. Una pausa adicional y, la muchacha agregó: “Te digo, solo si me haces la tarea de matemáticas que es para mañana”. Un hálito de esperanza le alivió el alma. Con la cabeza dijo que si, mientras que su voz, casi en automático, dejaba oír: “Lo que quieras… ¿dónde está? Dime, dime…” La chiquilla salió corriendo y, volvió en menos de lo que canta un gallo: “Aquí tienes mi cuaderno… primero la tarea”, le dijo, ahora, con gesto decidido a no decir nada más… Lalo miró el cuaderno y, refutó: “Por favor, mi hermano me va a matar”. Ella, le hacía el gesto de entregarle el cuaderno.

No hubo más. Esa incipiente noche Lalo resolvía un buen número de ecuaciones sentado en una banca pública a la luz tenue de una farola, con la esperanza de información que le permita evitarse una tanda de bijamazos… Se había atascado en problema que se enunciaba: “La expresión algebraica en una sucesión es 7n + 2 ¿cuál es el vigésimo término de la sucesión?”. Y mientras su cerebro bullía en el ánimo de salvar el escollo, parecía que sus oídos, “de cuando en vez” le hacían saber las carcajadas de niños que corrían unos detrás de otro, mientras el timbre de la bicicleta parecía pedir auxilio, parecía gritar a voz en cuello: “Lalo, ¡Dónde estás!” Unos minutos más tarde, unos perfiles infantiles cruzaban la Panamericana: una bicicleta era la alegría de esos desconocidos. Eran siluetas que no podían esconderse de la menesterosa luz que se descolgaba de los guayaquiles públicos. Sus ojos no lo engañaban.

Buenas noches…

jueves, 15 de agosto de 2019

Tránsito

Un apócrifo del siglo VI, relativo a la vida y milagros de Santiago, el hijo de Zebedeo, sostiene que a este shaliah se le encomendó la evangelización de Hispania y, de hecho pareciera –según la tradición- la tarea le vino bien. Nadie duda ahora que dicha península no tenga por patrono a dicho apóstol en gentil agradecimiento por la tarea realizada. El asunto va más allá, pues aun en vida de María, el mentado apóstol introdujo en dichas tierras el amor filial por la madre del Redentor, al punto que aún se mantiene bajo la advocación de “Virgen del Pilar” sustentada en la promesa de que de mantenerse dicha efigie se aseguraría fieles devotos cristianos en las tierras de Isabel La Católica. 

Es justamente ese relato nominado “Historia y hechos del apóstol Santiago el Mayor”, con algunos agregados de copistas del S. XI o XII, el que sostiene que, en esos primeros días de la evangelización, ante la ausencia de telégrafos, correo electrónico o wasap -y tal como era forma de comunicarse en aquellos días- la Madre del Señor se le apareció en sueños al hijo de Zebedeo para pedirle regresara prontamente a la Judea natal. No me queda claro si le hizo saber las razones de la petición del regreso, pero los entendidos en las tradiciones mariológicas, afirman que la llamada respondía al hecho de que prontamente María abandonaría este mundo terrenal y, quería despedirse de aquellos que asumieron la tarea de proclamar la Buena Nueva por el mundo. No obstante la exposición de mis dudas, hay alta probabilidad de que esa era la razón y que efectivamente le fuera comunicada, puesto en los evangelios anónimos del siglo III y IV, cuando se habla de los días últimos de María, se precisa que ella le pidió a su Hijo le permitiera la dicha de ver a los discipulos por última vez. Se cuenta, por ejemplo, que al discípulo amado, a Juan, el llamado se le hizo por a través de una nube, que llegó hasta Éfeso para comunicarle la noticia. 

Es evidente que nuestra Santa Madre Iglesia, por detrás de las leyendas, descubrió una verdad insoslayable: los cristianos le tenía cariño a María y, reconoce que desde el siglo II ya se hablaba del “Tránsito de María”; empero es en los siglos IV en adelante que la literatura le dio forma a esas distintas tradiciones, posibilitando un sinnúmero de leyendas que van desde la transportación “nímbica”, la revitalización de los apóstoles fallecidos para su presencia en el acto de la dormición, la curación de cualquier tipo de enfermedad con el solo hecho de tocar la casa mariana así como el ceremonial “litúrgico” realizado en el acto mismo. En el Valle de Cedrón –o también llamado de Josafat- se erige una construcción a la que la piedad popular la denomina “Sepulcro de la Virgen”, donde dicen se depositó su cuerpo y, que luego de un particular acompañamiento de músicas angelicales por espacio de tres días, se produjo el milagro de su remisión al paraíso. La verdad por detrás de la leyenda tiene substancia teológica y, por tanto se sustenta en un discurso relativo a la fe: Si Dios preservó desde la eternidad a María con el don de la inmaculada concepción, entonces ¿Qué sentido tiene que deba sujetarse a la más grave consecuencia del pecado de Adán? ¿Por qué la muerte tendría que cantar victoria sobre ella si justamente está por encima del pecado en razón a su pureza psicosomática? La veneración de la dormición y de la asunción de María, no obstante, más allá de las disquisiciones teologales, siempre tuvo acogida en la piedad popular y el arte es un buen espejo en el que se refleja tal virtud: La Dormición de María en la iglesia de la Stma. Trinidad de Sopoçani (a. 1265), por ejemplo, expone que el autor cuando menos conoció tres tradiciones distintas: la de los apócrifos Libro de San Juan Evangelista (llamado el Pseudo Juan el Teólogo, datable hacia el siglo IV), el Libro de Juan, arzobispo de Tesalónica (fechable hacia inicios del siglo VII) y el mucho más tardío y ecléctico Libro del Pseudo José de Arimatea (del siglo XIII). 

A diferencia de los apócrifos relativos a Yeshuá, la Iglesia siempre fue condescendiente con aquellos en los que se ventila la vida de María, al punto que, permite que sean fuente de inspiración para obras ornamentales en edificios de culto oficial, como el mosaico de la Dormición de la Madre de Dios en el Monasterio de Dafné (a. 1080), o los frescos o mosaicos del Monasterio de Hocios Lukas en Fócida, Grecia (a. 1040) y que no hacen más que evidenciar una vieja tradición cristiana, en particular de las iglesias bizantinas, en la que se asumía como una “particular” verdad de fe tales escenas, agregándoles la condición de hechos de piedad personal y/o popular, aunque no oficial. 

La Constitución Apostólica ““Munificentissimus Deus” (1/11/1950) reconoce los reparos eclesiales, pero a la vez recoge –antes que desde la literatura popular- desde las enseñanzas de la liturgia, las expresiones devocionales del Santo Rosario, la homilética de los santos padres, la doctrina de los teólogos escolásticos, la enseñanza de varones piadosos y/o la catequética de los doctores de la Iglesia que “la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad «con un mismo decreto» de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa Socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro y vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos”, para finalmente anunciar: que es “dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”

Quiero creer, en simbiótica combinación de mitología popular y magisterio eclesial, que María si murió, puesto que no puede errar la piedad popular cuando la representa yaciente en un sepulcro; empero –como anunciaba Juan Damasceno- esa acción solo puede explicarse desde el amor: "Era tanto el deseo de irse al cielo donde estaba su Hijo, que este amor la hizo morir”. Que ese amor, que le permitió al distraído Tomás, el mellizo, tu cinturón, me permita por tu gracia un trocito de tu manto maternal para cubrirme de este frío piurano, de este frío que va más allá de mis carnes...

Hoy celebramos tu festividad. Hoy estamos de fiesta. 

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...