Ese anochecer, los chiquillos del colegio se había reunido en la plaza principal para preparar el emplazamiento de las representaciones de distintos grados y secciones estudiantiles que se tenía proyectada para un próximo recorrido nocturno, en que cada alumno con una antorcha en la mano, expondría frente a un tribunal su imaginación y habilidad para formar figuras a partir de bijamas de laurel, alambres, sorbetes, papeles de colores.
Los alumnos se habían dado maña para convencer a doña Lola, profesora promotora de la actividad, de la necesidad de un emplazamiento previo en el lugar, en hora semejante a la pretendida como oficial, para asegurar que el espacio asignado sea suficiente para el número de alumnos participantes. El ensayo no sería de noche, pero al menos, la hora era muy próxima para alcanzar la obscuridad; sumándose a ello que no todos los alumnos tenían carta pase, tendría que añadirse la presencia ocasional de los “paracaidistas”, pícaros, callejeros y palomillas… esos bullangueros núbiles que hacía que cualquier cosas adquiera sentido travieso e infantil.
Cada quien llegó a la hora pactada. Bueno… más o menos a la hora pactada. Las cinco y treinta de la tarde fue la mejor lograda. Y si a ello le sumamos, los minutos de tolerancia, de seguro que esos ejercicios previos, verían su final justo antes de que el sol cierre sus ojos y las farolas nocturnas regalen su tenue luz. El cálculo fue preciso. Lalo, engominó su todavía frondosa cabellera, acomodó sus lentes sobre su nariz aguileña y, frente a un espejo, acomodó su copete. Era preciso disimular la amplitud de su frente y las incipientes entradas que anunciaban desde aquellos años su, ahora, reconocida calvicie. “Maaa… ya vuelvo”, anunció desde la puerta de su casa, mientras montaba la bicicleta choppera de su hermano. El golpeteo metálico del timbre de resortes anunciaba su llegada. Anuncio que se hacía innecesario porque la rectitud de la calle y la claridad todavía existente había permitido avistar su llegada desde más de 300 metros…. Dejó caer su bicicleta sobre un árbol de la plaza y corrió hacía el lugar que la profesora le señalaba como su lugar de ubicación… “Apúrese alumno, que debemos terminar antes que anochezca”, anunció; mientras miraba si las luces públicas aún se mantenían apagadas. Un par de minutos después, un par de profesores colaboradores, obligaban al grupo a marchar a lo largo de la terrosa pista haciéndoles simular que entre sus manos portaban un mástil de madera en cuya parte superior se adosaría una luz de vela envuelta en una maqueta semi trasparente.
La bicicleta quedó allí, de junto al árbol, y, mientras todos se preocupaban por desplazarse adecuadamente, habría otro (u otros) que tenían pérfidas intenciones… En realidad, no había nada planificado, pero el diablito que va dentro de uno, advirtió a uno de los “miranda” ocasionales: “¿Y si le escondes la bicicleta a Lalo?... De seguro, entre los curiosos encontrarás algún buen cómplice…” Retozonas intenciones que verían la luz, una vez que la obscuridad acabara con los últimos rayos del sol… No se diría más. Lalo, como “primera antorcha” pasaría primero ante la mesa del jurado, haría el saludo respectivo y, desde esa posición, tenía como consigna dirigir a todos los demás, por lo menos a los de su grado, para finalmente, volver a saludar y salir del escenario… El ensayo se repitió hasta cinco veces y, cuando, se anunció el “rompan filas”, las tenues luces solares todavía eran suficientes para encontrar su bicicleta. El asunto era que ya no estaba allí.
Sus primeros pensamientos le anunciaban su ruina personal. Se cogió la cabeza y, mientras miraba hacia todos lados, sin querer, desacomodó su peinado. El “rompan filas” hizo que en un dos por tres el lugar quedara deshabitado. Un par de chiquillas de su edad, acompañadas de otros dos churritos “de brazos” -que probablemente vivían al frente del lugar- jugaban en una de banquetas de madera de la plaza. Se acercó, temeroso para hablarle a la mayor de edad, a la que estaba más cerca de él: “¿No has visto una bicicleta… la bicicleta de mi hermano?”. La muchacha, con una sonrisa pícara, le dijo que no… Las lágrimas casi que se le asomaban, pero no era tiempo de llorar, no frente a aquella… Ella, por su parte, se dio cuenta del grave problema y, solo para aliviarle el alma, retomó la palabra para decirle “pero yo he visto quien se la ha llevado”. Una pausa adicional y, la muchacha agregó: “Te digo, solo si me haces la tarea de matemáticas que es para mañana”. Un hálito de esperanza le alivió el alma. Con la cabeza dijo que si, mientras que su voz, casi en automático, dejaba oír: “Lo que quieras… ¿dónde está? Dime, dime…” La chiquilla salió corriendo y, volvió en menos de lo que canta un gallo: “Aquí tienes mi cuaderno… primero la tarea”, le dijo, ahora, con gesto decidido a no decir nada más… Lalo miró el cuaderno y, refutó: “Por favor, mi hermano me va a matar”. Ella, le hacía el gesto de entregarle el cuaderno.
No hubo más. Esa incipiente noche Lalo resolvía un buen número de ecuaciones sentado en una banca pública a la luz tenue de una farola, con la esperanza de información que le permita evitarse una tanda de bijamazos… Se había atascado en problema que se enunciaba: “La expresión algebraica en una sucesión es 7n + 2 ¿cuál es el vigésimo término de la sucesión?”. Y mientras su cerebro bullía en el ánimo de salvar el escollo, parecía que sus oídos, “de cuando en vez” le hacían saber las carcajadas de niños que corrían unos detrás de otro, mientras el timbre de la bicicleta parecía pedir auxilio, parecía gritar a voz en cuello: “Lalo, ¡Dónde estás!” Unos minutos más tarde, unos perfiles infantiles cruzaban la Panamericana: una bicicleta era la alegría de esos desconocidos. Eran siluetas que no podían esconderse de la menesterosa luz que se descolgaba de los guayaquiles públicos. Sus ojos no lo engañaban.
Buenas noches…
No hubo más. Esa incipiente noche Lalo resolvía un buen número de ecuaciones sentado en una banca pública a la luz tenue de una farola, con la esperanza de información que le permita evitarse una tanda de bijamazos… Se había atascado en problema que se enunciaba: “La expresión algebraica en una sucesión es 7n + 2 ¿cuál es el vigésimo término de la sucesión?”. Y mientras su cerebro bullía en el ánimo de salvar el escollo, parecía que sus oídos, “de cuando en vez” le hacían saber las carcajadas de niños que corrían unos detrás de otro, mientras el timbre de la bicicleta parecía pedir auxilio, parecía gritar a voz en cuello: “Lalo, ¡Dónde estás!” Unos minutos más tarde, unos perfiles infantiles cruzaban la Panamericana: una bicicleta era la alegría de esos desconocidos. Eran siluetas que no podían esconderse de la menesterosa luz que se descolgaba de los guayaquiles públicos. Sus ojos no lo engañaban.
Buenas noches…
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