jueves, 25 de julio de 2019

Regreso

Se vio obligado de regresar a Jerusalén.  Así cuentan unos muy tardíos apócrifos: una aparición de Miriam en sueños… Si, de la madre del Señor, le reclamaba allí, en la tierra de la crucifixión.  Se vio obligado a regresar de Salduie -o también llamada Caesaraugusta-, nombres antiguos de la actual Zaragoza, y tomar el camino de la tierra de sus padres. Había conseguido ya la conversión de las gentes vecinas de Gibrantar, donde se alzaba un viejo templo en favor de Heracles, del que además esos viejos peñascos tomaban en nombre de “Columnas de Hércules”. Se había paseado por Carthago y, la predicación le había sido favorable. A ese tiempo ya tenía sus propios discípulos, pero correspondía sean aceptados por la comunidad judío-mesiánica de Jerusalén.
El sueño le decía más. La madre del Señor le reclamaba y, empezó a dudar de si la tarea había sido bien hecha o sí había algo que arreglar. Un viejo discípulo, entendido en los trabajos de madera, ante las delicadas descripciones de esa ignota mujer elaboró una pequeña estatua de cuerpo entero de ella. La encomendó a la pequeña y reciente formada comunidad hasta su vuelta y, partió en compañía de algunos de sus discípulos principales. En el camino, recordó los días primeros, los días de la llamada. Contó de aquella mañana cuando el Maestro caminaba junto al mar de Galilea explicando en pequeños cuentos  la ley de Moisés. La hacía más fácil al entendimiento y agradable a la voluntad para su observancia. Recordó, con una sonrisa, la invitación que le hizo Pedro para dejar el trabajo de pescadores y adentrarse en otras tareas… desconocidas, para esos días, pero reconfortantes después de ese duro caminar por los bosques hispánicos y el extenso Mare Nostrum… “Que inmenso mar es este frente al pequeño mar de Galilea y, qué imponentes puertos -que parecen gigantes- frente a mi pequeña Betsaida”, exclamó.
Cuenta Marcos, que aquella vez, no solo se sumó Santiago sino que henchido de impetu, también lo hizo su hermano Juan; mientras que Zebedeo –el padre de éstos- despotricaba contra ese predicador que había llegado para alborotarle la vida a todos…. “Carajo… Como si sólo de hablar se viviera”, renegaba. Y mientras refunfuñaba, no dejaba de remendar las redes y limpiar sus trastos de pescador, tareas que en otros días eran de sus hijos. Yoshua, para distinguirlos por su genio, medio perverso con el que se acompañaban, prefería llamarles “hijos del trueno” o, a veces, también les decía “relámpagos de fuego”. Y es que, tan pronto se levantaba algún tumulto o les llegaba noticias de enfrentamientos con alguna guardia o legión romana, no hacían más que imaginarse peleando contra el invasor… Tenían el ánimo peleonero a flor de piel. Si no hubiera sido por su madre Salomé, -que tanto amaba a Yoshúa- era probable que éste los hubiera mandado a rodar… Tantos cuidados le había ofrecido aquella mujer, que el buen predicador ya había notado que en más de una oportunidad aquella dejaba de comer por enviarles algún pescado salpreso o bien aditamentado; sea que estuvieran predicando en la playa o que, se encontraran en algún poblado vecino. Tanto llegaron a quererse que tuvo el descaro de pedirle, que cuando el día llegue, ese cuando se instaure el reino de Dios, mínimamente, acomode a sus hijos en los principales puestos… al menos a su derecha y/o a su izquierda. “Claro, pues”, dijo la buena Salomé, en el remate de su petición.  El nazareno, se limitó a sonreír y, retozó: “No sabes lo que pides mujer… Mi reino no es de este mundo y el trance para llegar no es como cruzar el mar en bote… Nos esperan cosas difíciles”. Nadie le entendió.
La cara de Santiago cambió de expresión cuando recordó aquella vez en que  pudo ser testigo junto con Pedro y  Juan de cómo el maestro conversó con Elias y Moisés y, en las que emocionados por la grata experiencia prefirieron ofrecerse como menestral de la madera y constructores de casas para levantar una para cada uno. ¡Cómo si conocieran el trabajo de la madera o de lo que se necesitara para hacer una casa! Se sintieron tan llenos de Dios, que casi no sabían lo que decían. La emoción estaba más allá de lo que podían comprender… Se sintieron desbordados del don divino como desbordados de miedo se sintieron aquella vez en que juntamente con otros discípulos, fueron testigos presenciales de las angustias del Señor cuando llegaron a apresarlo. “Y pensar que Pedro sacó un cuchillo y quiso enfrentarse a la guardia pretoriana… Se notaba que el maestro también tenía miedo; pero sobrepuesto, le pidió a Pedro que se tranquilizara… que todo estaría bien”. Escondió su cara entre su pecho, para reconocer que aquella vez, tanto era el miedo que lo abandonaron.
Ahora regresaba con el ánimo calmado, con la tranquilidad de haber anunciado fielmente el reino de Dios prometido. De hecho, sus hijos, estos discípulos suyos que le acompañaban, expresaban la voluntad de conversar con aquellos otros que caminaron con el Señor, de conocer a Pedro, el Tirapiedras; a Juan, el otro hijo del trueno; a Santiago, el hermano de Señor; a Tomás, el gemelo; a Martha y María, las hermanas del revitalizado Lazaro;  a la misma Salomé, de quien su maestro contaba hacía los mejores pescados fritos de toda Betsaida.
Lo que no sabían los viajeros es que, además de ver a sus amigos, prontamente subiría al trono Herodes Agripa I y, les haría difíciles las cosas, como lo ha relatado Lucas en la primera historia de las comunidades judeo-mesiánicas. Quizá era el tiempo de atender el camino difícil que el Señor les anunció cuando pedían la diestra y la siniestra del trono del Gran Rey. Les esperaban días de tormenta.

Disputa

Era el momento. El tribunal dispuso que se realizara la negociación. El Ministerio Público solicitaba que la pena sea de doce años, el actor civil pedía que le paguen tres mil soles. El acusado, desde el bando contrario retrucó. Los jueces intentaban no escuchar los términos de la negociación, se hacían los que no oían. Unos minutos después, el juez ponente pregunto “¿Qué fue muchachos? ¿Hay acuerdo?”

La abogada defensora señaló que con el Ministerio Público se llegó al acuerdo de una pena de seis años. El Ministerio Público brevemente explicó las razones por las que la se reducía a la mitad. ¿Y sobre la reparación civil? “No hay acuerdo” dijo con firmeza el abogado del agraviado. “El acusado no quiere cubrir los daños. Solo quiere pagar la sexta parte de lo que pedimos. Así, como con el fiscal, nosotros podemos llegar a la mitad”. La abogada defensora solo levantó las cejas en señal de resignación.

Una de las jueces, señaló “Vamos doctores. Intenten terminar el asunto. Damos unos minutos más”. Trascurrida la breve pausa, el defensor de la agraviada, algo desencajado, sentenció: “No hay acuerdo señores jueces. Vamos a juicio requerimos el pago total. Lo que ofrece el acusado es una burla. Me ha visto cara de tonto”. A nadie, ni siquiera a el mismo le convenía un juicio… El fiscal, intentaba, calladamente, hacerles entrar en razón. ¿De qué le servía a él estar en un juicio cuando ya tenía un acuerdo sobre la pena? Podría ser que, el juicio demorara dos semanas más, pudiera que en ese tiempo el acusado cambiara su decisión sobre su acuerdo. Al acusado, tampoco le servía, podría ser que los jueces señalen un monto mayor al que él pretendía ofrecer y, al agraviado, tener que “traer a sus testigos”, cuestión que tiene costos, en caso los tuviera. Al Tribunal tampoco le agradaba la idea.

El tercer juez, que –como los otros- había oído todo, preguntó “¿Cuál es el problema de la reparación civil?” Un defensor del agraviado, un rubicundo de ojos claros, con una resistida molestia señaló: “El celular que el acusado intentó robar terminó dañado, así que hay que comprar otro y además, tiene que pagar el día que la agraviada no concurrió a trabajar por estar en los ajetreos policiales”. Tomó la palabra la defensa del acusado y dijo: “No tenemos ningún problema con pagar el celular, pero lo cierto es que no sabemos si efectivamente el móvil terminó dañado. Solo está el acta de incautación del celular y el acta de entrega a la propietaria pero en ninguna se hace referencia a que esté dañado: Sobre lo demás no hay nada en el expediente”. La parte contraria, solo hacía gestos de contrariedad, para finalmente señalar muy de mal humor: “Doctores, Uds. con lo dicho decidan… que finalmente la justicia en el país está como está porque depende solo de los jueces”.

Tan mal cayó la expresión que la jueza ponente con energía respondió: “La justicia está como está por abogados como Ud. que se ponen a negociar sin saber que medios de prueba les han admitido en la etapa de investigación preparatoria, por dárselas de chulitos asumiendo causas con 30 minutos de anticipación y sin conocer el expediente, por abogados que no saben ni siquiera distinguir entre daños indemnizables y costas procesales…” La otra jueza, al advertir la indignación, con voz serena se interpuso en la reprimenda, diciendo: “Dr. Cuantos medios de prueba y cuales le han admitido al tercero civil” y mientras lo decía el fiscal le alcanzó el cuaderno fiscal al abogado que ya buscaba entre el amasijo de papel el auto de control de acusación. El tercer juez, para abreviar, señaló: “Del Ministerio Público: dos órganos de prueba y cinco documentales; de la defensa: un órgano de prueba y dos documentales. Del actor civil: no se han admitidos medios de prueba” y remató: “¿quiere ir a juicio sin medios de prueba?”. El rubicundo, algo calmado, contestó: “pero yo tengo los medios de prueba aquí: una proforma de celular de las mismas características del dañado y tres recibos por honorarios anulados, porque mi patrocinada tuvo que devolver el dinero a sus clientes al no laborar ese día. La fecha de éstos es tres días después de la fecha del intento de robo”. La pregunta, dijo el tercer juez, es “¿Por qué no presentó esa documentación como medio de prueba en la audiencia de control de acusación que se realizó tres meses después del ilícito?”. “Yo no era el abogado”, sostuvo con tímida voz el preguntado. 

El imputado se echó para atrás. Solo quería pagar cien soles. Se sentía fortalecido luego de la mala experiencia padecida por su contrincante. “Mi patrocinado no tiene dinero. Solo tiene cien soles en este momento”, dijo con cierto resquemor la abogada defensora. Ahora, el perturbado era el tercer juez: “¿No que pagaría quinientos? ¿Han tenido el reparo de leer las sentencias de este tribunal y sus pronunciamientos sobre la materia en este tipo de delitos? No hay medios de prueba, pero se suele aceptar como daño moral a la víctima el dolor, la aflicción, el estado de inseguridad, la conmoción padecida en el momento mismo del acto delictivo, considerándose que tal condición le generaría temor a pasear por determinados lugares y tiempos, generación de nuevas prácticas como uso de taxis, etc. Ahora no interesa el móvil dizque perdido y, si queremos ser congruentes con nuestros pareceres, ¿Qué tal si las partes se dan por satisfechas con el pago de quinientos soles? ¿Les viene bien?”

Los abogados se miraban con desconfianza, recelo, con caras de no dar el brazo a torcer… No sabían si aceptar o no. Finalmente, quien sabe si tendrían algún otro mejor resultado. El magistrado remató: “Claro, la agraviada si quiere usa ese dinero para comprarse una cartera, un nuevo celular o para acudir al psicólogo. Quizá puede que sean usados para pagar al defensor… En eso no nos metemos”. Con intentos de risa entre los interpelados, ambos convinieron en que era mejor saldar ahora el litigio. Se dieron la mano: el fiscal, la abogada defensora, el imputado y el defensor de agraviado.

Cinco minutos después, la juez ponente concluía la recitación su sentencia, la que con el asentimiento de todos, se declaró firme y consentida.

martes, 23 de julio de 2019

Desconocida

Un breve hilo de sangre llegaba hasta el filo de la piscina. Se perdía en los acueductos laterales del estanque. Allí se diluía. El trascurso del tiempo, por lo demás, había solidificado parte de aquella. El cuerpo apareció allí, tirado de cubito ventral. El encargado de la limpieza de la piscina, se había levantado –como de costumbre- muy temprano, y advirtió el bulto. Al reconocer el cuerpo desnudo y sin vida de una mujer, corrió prontamente a recepción y llamó al primero que encontró: “Hay una mujer muerta… hay una mujer muerta…” mientras volvía sus apurados pasos hacia el lugar del hallazgo. Estaba fría, entumecida, rígida como producto de la muerte misma. Los teléfonos del gerente-administrador del hotel y los de la policía sonaron. Unos minutos más tarde, para evitar el macabro espectáculo para los otros habitantes y clientes ocasionales, la piscina fue cerrada –so pretexto de mantenimiento- y el espacio del hallazgo cubierto de plásticos azules.

Una de las recepcionista y un camarero reconocieron el delicado cuerpo de la mujer, pero prohibidos por el administrador no dijeron nada. Los agentes de criminalística levantaron el cuerpo sin identificar y, se limitaron a inscribir en su ficha de datos: “NN, sexo femenino, 30 años aproximadamente, sin señas particulares, sin tatuajes”. Levantaron el cuerpo y, una ambulancia y su ulular, tomó la Av. Paseo de la República, desviaron por  la Av. España y se perdieron en medio del bullicioso tráfico limeño. Un par de policías quedaron en la escena del hallazgo para las primeras indagaciones. El fiscal que les acompañaba, les dio unas breves instrucciones y, pocos minutos después, también abandonaba el lugar. Un muchacho, con cara de saber más de lo que podía decir, se escabulló por entre alguna del par de puertas que dan al sótano. Llevaba consigo un balde de limpieza, un par de guantes de caucho y dos trapeadores.

Las primerísimas indagaciones sostenían se trataba de una reciente empleada contratada por el hotel, sin embargo, al viejo sabueso esa información le venía mal. No encajaba ¿Podía un personal de limpieza lucir un anillo de oro con tan rara piedra de adorno? La pedicure, la tersura de las manos y el tipo de maquillaje eran aparentes más bien con el de una persona ligada asuntos de administración o de escritorio. El sigilo de los botones, la reserva de las recepcionistas y hasta el recelo del propio administrador le hacía sospechar que pudiera tratarse más bien de alguna turista, quizá alguna amante furtiva o de alguna exquisita dama de compañía. Tal vez, alguna courier de substancias prohibidas.  El policía siguió al muchacho y, le preguntó qué sabía. No le dijo mucho, pero fue suficiente: “piso 19, cena, pleito por celos”.

A su salida, mientras sentado, desde la sala de estar de ese lujoso hotel, estudiaba la conducta de sus nerviosos trabajadores, fue abordado por un hombre de mediana edad, de estatura pequeña, que le dijo ser un “investigador privado” y que le gustaría tener un reservada conversación, incluyendo al gerente del hotel y, efectivamente, ésta reunión se realizó en la lujosa oficina de éste último. Allí le dieron el “nombre” de la mujer: Fernanda Solorzano,  de quien se decía había sido contratada para limpieza, pero que lamentablemente, por el tema de la inflación económica, las dificultades de la legislación laboral, no había podido ser incluida en la planilla del hotel; pero que en todo caso, lo que menos se pretendía era tener un escándalo mayor. De hecho, ya tenían en el mismo frente un par de periodistas televisivos que querían la “exclusiva” y, lo que menos querían era tener publicidad negativa. Los tiempos en el Perú no eran los mejores para el turismo. Se hacía muy difícil mantener un hotel cinco estrellas en tiempo de inflación. Comprometido con la reserva de la investigación solicitada, logró autorización para conversar –para esa noche- con el personal nocturno, pero sobre todo, para visitar –incluso sin participación del fiscal- la habitación del piso 19, aquella que daba luz hacia el vano de la piscina.

No había nada, salvo una mujer que hacía limpieza porque prontamente llegaba un diplomático importante, que solía alojarse en dicha habitación. Era una habitación de lujo, una junior suite, y, se notaba –por el menaje que había sobre un carrito metálico- que cuando menos dos personas habían comido la noche anterior. Unos breves restos de un polvo y las botellas de vino, le hicieron sospechar que no era una simple cena, que había algo más. Al menos las ceras diluidas sobre un candelero plateado le hacían pensar que Eros o Afrodita habían rondado por allí. Muy de hurtadillas pudo conseguir el nombre del empresario que la noche anterior había estado alojado en esa habitación; lamentablemente, el fiscal –al tiempo en que le sugirió cerrara la habitación para una inspección exhaustiva de criminalística- le negó esa posibilidad, alegando que era necesario descartar previamente, la causa de la muerte: ¿Era ésta producto de la caída desde el piso 19 o es que ese cuerpo fue acomodado al pie de la piscina para fingir una falsa escena criminal?

Caía la tarde y los resultados de la necropsia se hacían esperar.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...