Se reunirían, pero no sabía adonde tenía que ir. La “casa del aguatero” no le decía nada, pero decidió seguir a otro de los suyos y esperó en las cercanías. Al acercamiento en el lugar cayó en la cuenta de que era la misma casa en la que se celebró la Pascua con el maestro. Las luces en el segundo piso y un par de siluetas de mujeres que iban de un lado a otro, le hacían saber que allí sería el encuentro. Poco a poco vio llegar a los discípulos más cercanos, a Levi ben Alfeo, Yosef Barnabás el levita, Simón Bar Yona, a los dos Santiago, a Miriam la madre del Maestro, a otras mujeres, pero también a extranjeros piadosos y devotos, de esos que suelen cumplir el precepto del Shabath. Se animó a entrar y, todos se saludaban con efusión. Aquellos que solían acompañar a Yoshúa, todos estaban allí. María Magdalena y Martha, la hermana de Lázaro, ayudaban a los recién llegados y los presentaba con los más antiguos. Era un espacio de algarabía… Juan, el menor, se le acercó con algo de comida y, se sentó a su lado: le contó de los extraños sucesos ocurridos en el primer día de la semana posterior a la muerte, le anunció que el Maestro estaba vivo, que había dado instrucciones antes de subir al cielo –del mismo modo a como Ēliyahū había sido elevado. La diferencia era vital: Elías necesitó un carro de fuego, Yoshua lo hizo por sus propios medios.
viernes, 14 de junio de 2019
Primicias
El discípulo regresó después de 50 días. Era la fiesta de Shavuot y, la tradición mandaba peregrinaje a la ciudad santa de Jerusalén… Volvía temeroso. Confiaba que, otros –igual que él- también regresaran para la fiesta. Asentaba su confianza en la desasosegada esperanza del olvido de los hechos ocurridos. ¿Qué habría pasado con Pedro, con Santiago, con Bernabé y los demás? ¿Habría corrido la misma suerte que el Maestro? ¿La cómplice casta sacerdotal y las autoridades romanas habrían olvidado el asunto del mesías-rey? Con la presunción de que a cincuenta días de la muerte del maestro, crucificado en medio de dos ladrones, el asunto ya había pasado al olvido, pero aún tenía temor de las represalias en contra de sus seguidores. Al fin, ahora mismo, su interés en la ciudad tenía fines de piedad estricta: la celebración de la zemán matán Torateinu, la conmemoración de la entrega de la Torá al pueblo escogido, al pueblo de Israel.
Un sacerdote, desde lo más alto del altar, leyó las palabras del Libro del Devarim, allí se encontraba las palabras que Yavéh mandó a que el profeta Moisés escribiera en piedra: “Atiende y escucha, oh Israel, hoy has sido constituido pueblo deYavéh, tu Dios. Escucha y cumple las palabra y leyes que mando”, luego hizo un breve resumen y exégesis de los diez mitzvós o preceptos fundamentales, para finalmente recordarles que el juramento de Dios no sólo fue con aquellos primeros que juraron en el monte Sinai, sino “con todos, con los presentes y con los venideros”, con los hijos y mujeres, incluyendo a los extranjeros que moran entre aquellos, sin importar su condición ni oficio.
El hombre escuchaba con el corazón contrito y con los ojos atentos a cualquier movimiento que pudiera ser de peligro. Con el paso de los minutos pudo reconocer a otros que igual que él, - que se habían sentado a las orillas del lago de Galilea y habían acompañado al maestro en la cena del Pesaj, previa a su aprehensión, juicio y condena a muerte- se escondían entre el gentío. Estaban allí, perdidos en medio de la muchedumbre a la espera de que los acólitos del templo hagan el llamamiento para la entrega de las primicias: Si Yavéh en su juramento entrega sus preceptos, el pueblo en su juramento, entregaba sus primeros frutos. Una gavilla de trigo se acomodaba entre sus ropas, otros portaban harinas, algunos corderos de mediana edad. Las mujeres ofrecían aceite o recinas aromáticas. Los olores de los alimentos no hacían más que resaltar la vaciedad de sus tripas como producto del ayuno, a que como judío piadoso se obligaba, pero era siempre menos que la alegría de reconocer a varios de aquellos otros que se juntaban para escuchar al maestro Yeshua Ha'Mashiaj, el que les había ofrecido la instauración del reino de Dios. Un muchacho, se le acercó y muy quedamente le anunció: “a la puesta del sol, en la casa del aguatero”. Quiso seguirlo, pero prontamente se perdió entre la muchedumbre.
Algunos devotos extranjeros escuchaban con atención el relato. El viento, sin embargo, rompía la efusión de los hablantes. El sonar las cortinas y el traquetear de un par de ventanas mal puestas… Cada quien contaba sus experiencias. Estaban animados. María Magdalena, muy cerca de él, también contó cómo es que ese primer día pudo tocar los pies del maestro y cómo es que reconoció su voz cuando dijo su nombre. Con los ojos acuosos, embriagados de alegría, volvía a relatar aquello que había visto esa mañana cuando se le ocurrió que había robado el cuerpo del Señor. Tomás, por su lado, daba fe de que estaba vivo, de haber tocado sus heridas y haber compartido con él un par de pescados fritos. Cleofás, el de Emaus, también contó que había caminado con él un largo trecho y que bendijo su comida de aquella forma tan especial que sólo él sabía hacer. Todos se animaban con las experiencias vividas y las hacían suyas. Las repetían como si hubieran estado en el mismo lugar de los hechos, algunos incluso se animaban a expresarlas en los idiomas de aquellos otros a los que reconocían como los “hermanos de la diáspora”.
Finalmente, Pedro –secundado por Santiago, el hermano de Yeshúa- alborozado, mandó a cerrar las ventanas, y con voz de trueno hizo un recuento breve de los últimos sucesos. Los prosélitos de justicia –aquellos extranjeros que se habían hecho judíos por la circuncisión- y que ya conocían el idioma de los judios, les contaban a sus coterráneos, en sus propios idiomas lo que Pedro narraba… Esa noche fue una fiesta: el júbilo les llenaba sus corazones. No sabía por qué, pero estaban seguros que empezaba una nueva aventura.
El discípulo ya no tenía miedo.
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