lunes, 24 de junio de 2019

Muerte

La noche casi que llegaba a su mitad. Las mujeres se acomodaban en el lado más acogedor de la sala. Unos muebles de guayacán y unas sillas, que por su peso parecían hechas de algarrobo, se acomodaba a lo largo de las paredes. Unas tarimas y unos bancos se extendían para el descanso de los visitantes, entre las paredes de la sala y el extenso corralón de gualtacos que daba espacio a una terraza anterior, en la que el frio hacía mella en las almas y en los cuerpos de los allegados.
Una muchacha caló de querosene los lamparines y los mecheros. Un par de lámparas de caperuza también fueron alimentadas. Los hombres conversaban entre carcajadas y recuerdos, mientras en el interior las mujeres, de vez en cuando acompañaban con sus sollozos, a la viuda y hermanas, que a los saludos y simples gestos de condolencias, recordaban la pérdida y se echaban a llorar. Una muchachita, quizá de cinco años, preguntaba en su inocencia: “¿Mi abuelo mañana se despierta, verdad? Me dijo que me traería unas florcitas del campo.” Era la ingenua preocupación de quien no sabe la trascendencia de la muerte… Su vocecita tenue rememoraba el dolor y, las lagrimas de los suyos se hacían vivas.
“Peleonero era el bandido… Una media de cañazo, o lo ponía bailarín o sacaba lo peor de sí”, recordó Dn. Jobo. “Si hasta una vez desafió a la misma muerte, con quien dicen se peleó en la quebrada de las ánimas”, replicó el mayor de todos, un veterano que superaba ya las seis décadas. La muerte lo había alcanzado pronto, quizá de una apendicitis no atendida, pero había sido bullanguero, desde su temprana juventud. La misma viuda daba fe de ello. Ella misma contaba que, cuando estuvo de parir a su Pedrito, casi que se le iba la vida mientras la partera hacía lo indecible por ayudarla… Se sentía mareada, las fuerzas se le iban, sentía su fría sudoración y, las cucharaditas de sopa de gallina negra no la reponían… Veía cosas en medio de la debilidad y, en la poca conciencia que le quedaba hizo llamar a su propio marido: “Fedo…” le dijo entre jadeos, “Cuida a mis hijitos. No me les pegues…. Ejeeee, ejeee… Búscales una buena madre”. El hombre que había puesto su oreja junto a los labios de la grave parturienta, replicó en medio de su incipiente ebriedad: “No mujer. No te vas. Esto lo arreglo con la muerte misma” y, mientras tomaba una fuerte bocanada de aguardiente, salió de la casa y, en su mula frontina cogió el camino de la quebrada mientras exclamaba a gritos: ¡Ñiiiiijaaaaaa! ¡Ñiiiiijaaaaaa! ¡Ñiiiiijaaaaaaaaaaa! No te la has de llevar! Ven carajo…! Que a punta de puñetes has de cambiar de parecer! Allí, en ese recodo de arena, cerca de par de piañas coronadas con sus respectivas cruces que recordaban a la muerte misma, la invocaba y la retaba a pelear…. La mula bufaba asustada, mientras el hombre con exasperación movía los brazos… Y le exigía se presente.
Su hijo, al verlo salir en tal estado de exasperación, dudó entre dejar a su madre en el estado en que se encontraba o seguir a su papacito del que no sabía que pretendía hacer. Se acercó a su madre y, en su gravedad, lo reconoció… “cuida a tus hermanitos, cuida a tus hermanitos”, mientras que él con un paño de tocuyo le limpiaba la sudoración que corría por sus sienes… Le dio un beso y decidió seguir a su padre… Era el atardecer. Corrió y aunque no sabía su paradero, había aprendido bien a seguir el rastro. Una leve polvareda como pista de la huida, apenas se notaba en la distancia, y decidió seguir los rastros de los cascos de la mula en el yucún del camino.
Después de correr por casi quince minutos, volvió a escuchar los ininteligibles gritos de su padre, el desacompasado golpeteo de los casos del bruto animal y sus relinchos asustados. Se escuchaban cada vez más cerca… Desde lo alto del barranco pudo reconocer a su padre que, con una mano sujetaba a la mula y con la otra, blandía su machete en sentido opuesto hablándole a un invisible contrincante… La tensión de su rostro era tanta que, parecía poseído por una fuerza irresistible y de desconocido origen. El machete terminó por los suelos, mientras la mula, bufando logró desasirse y escapar a todo galope…. “Solo tú y yo, y mano a mano, carajo”, gritaba el hombre mientras golpeaba el aire con fiereza. “No te llevas a mi Juana... Ésta noche, no….” Hacía como que descansaba y, mientras efectuaba movimientos defensivos con su brazo izquierdo, con el derecho sacó una pequeña botella de su cinto y se echó dos buenas bocanadas… El olor a alcohol se impregnó en el polvo que esa reyerta levantaba. “Niiiijaaaaaa” y volvía a manotear el vacío… regresaba sobre sí, luego de giros en los que su propio peso le llevaba de un lado a otro. No faltaban los improperios y las mentadas de madre… Como si la muerte tuviera una. De pronto, como que algo le golpeaba en la cara, se iba hacia atrás de tumbo en tumbo… cayó de espaldas y, de su boca salía una baba espesa, mientras que sus ojos desorbitados miraban lo que apenas podía ya distinguirse en la naciente noche…
El chiquillo, que lo había visto todo, se acercó con miedo, pero también con prontitud…. Lo despertaba con pequeños golpes en los pómulos… “Papá, mi mamá….” “Papacito, despierta”. Su desmayo duró poco… La respiración le volvió agitada, pero entre la ebriedad sufrida y el paroxismo provocado, pocas ganas tenía de levantarse. A poca distancia, la mula miraba asustada. Había huido, pero quien sabe porque razón, volvió. El chiquillo tranquilizó al animal, ayudó a su padre a levantarse, a sacudirse… “No llores Paquito… Tu mamá no va a morir… ahora, no” decía con voz babuceante, propia de borracho.
En las cercanía de la casa, oyó los llantos del recién nacido. Apuró el paso del cuadrúpedo  y en el pórtico, la partera le esperaba con buenas noticias: era un varoncito y, la Juana –aunque ahora débil- daba señales de recuperación. Se apeó y, aun con signos de ebriedad, abrazó a su mozo acompañante y espetó, mientras miraba a la misma obscuridad: “Cojuda querías llevarte a mi mujer”.
Desde aquella vez, ya habían pasado sus buenos años, quizá doce, quizá quince. Venía esa historia a los recuerdos de los que acompañaban el velorio. Acompañaban el frio cuerpo de un hombre que decía había peleado con la muerte hasta hacerla retroceder, aunque en esta vez no le fue suficiente. La muerte se lo había llevado a él. "A pesar de todo, era un buen hombre", concluyó su compadre Benancio.
Un sollozo rompió la solemnidad de la madrugada. 

viernes, 14 de junio de 2019

Primicias

El discípulo regresó después de 50 días. Era la fiesta de Shavuot y, la tradición mandaba peregrinaje a la ciudad santa de Jerusalén… Volvía temeroso. Confiaba que, otros –igual que él- también regresaran para la fiesta. Asentaba su confianza en la desasosegada esperanza del olvido de los hechos ocurridos. ¿Qué habría pasado con Pedro, con Santiago, con Bernabé y los demás? ¿Habría corrido la misma suerte que el Maestro? ¿La cómplice casta sacerdotal y las autoridades romanas habrían olvidado el asunto del mesías-rey? Con la presunción de que a cincuenta días de la muerte del maestro, crucificado en medio de dos ladrones, el asunto ya había pasado al olvido, pero aún tenía temor de las represalias en contra de sus seguidores. Al fin, ahora mismo, su interés en la ciudad tenía fines de piedad estricta: la celebración de la zemán matán Torateinu, la conmemoración de la entrega de la Torá al pueblo escogido, al pueblo de Israel.

Un sacerdote, desde lo más alto del altar, leyó las palabras del Libro del Devarim, allí se encontraba las palabras que Yavéh mandó a que el profeta Moisés escribiera en piedra: “Atiende y escucha, oh Israel, hoy has sido constituido pueblo deYavéh, tu Dios. Escucha y cumple las palabra y leyes que mando”, luego hizo un breve resumen y exégesis de los diez mitzvós o preceptos fundamentales, para finalmente recordarles que el juramento de Dios no sólo fue con aquellos primeros que juraron en el monte Sinai, sino “con todos, con los presentes y con los venideros”, con los hijos y mujeres, incluyendo a los extranjeros que moran entre aquellos, sin importar su condición ni oficio.

El hombre escuchaba con el corazón contrito y con los ojos atentos a cualquier movimiento que pudiera ser de peligro. Con el paso de los minutos pudo reconocer a otros que igual que él, - que se habían sentado a las orillas del lago de Galilea y habían acompañado al maestro en la cena del Pesaj, previa a su aprehensión, juicio y condena a muerte- se escondían entre el gentío. Estaban allí, perdidos en medio de la muchedumbre a la espera de que los acólitos del templo hagan el llamamiento para la entrega de las primicias: Si Yavéh en su juramento entrega sus preceptos, el pueblo en su juramento, entregaba sus primeros frutos. Una gavilla de trigo se acomodaba entre sus ropas, otros portaban harinas, algunos corderos de mediana edad. Las mujeres ofrecían aceite o recinas aromáticas. Los olores de los alimentos no hacían más que resaltar la vaciedad de sus tripas como producto del ayuno, a que como judío piadoso se obligaba, pero era siempre menos que la alegría de reconocer a varios de aquellos otros que se juntaban para escuchar al maestro Yeshua Ha'Mashiaj, el que les había ofrecido la instauración del reino de Dios. Un muchacho, se le acercó y muy quedamente le anunció: “a la puesta del sol, en la casa del aguatero”. Quiso seguirlo, pero prontamente se perdió entre la muchedumbre.

Se reunirían, pero no sabía adonde tenía que ir. La “casa del aguatero” no le decía nada, pero decidió seguir a otro de los suyos y esperó en las cercanías. Al acercamiento en el lugar cayó en la cuenta de que era la misma casa en la que se celebró la Pascua con el maestro. Las luces en el segundo piso y un par de siluetas de mujeres que iban de un lado a otro, le hacían saber que allí sería el encuentro. Poco a poco vio llegar a los discípulos más cercanos, a Levi ben Alfeo, Yosef Barnabás el levita, Simón Bar Yona, a los dos Santiago, a Miriam la madre del Maestro, a otras mujeres, pero también a extranjeros piadosos y devotos, de esos que suelen cumplir el precepto del Shabath. Se animó a entrar y, todos se saludaban con efusión. Aquellos que solían acompañar a Yoshúa, todos estaban allí. María Magdalena y Martha, la hermana de Lázaro, ayudaban a los recién llegados y los presentaba con los más antiguos. Era un espacio de algarabía… Juan, el menor, se le acercó con algo de comida y, se sentó a su lado: le contó de los extraños sucesos ocurridos en el primer día de la semana posterior a la muerte, le anunció que el Maestro estaba vivo, que había dado instrucciones antes de subir al cielo –del mismo modo a como Ēliyahū había sido elevado. La diferencia era vital: Elías necesitó un carro de fuego, Yoshua lo hizo por sus propios medios. 

Algunos devotos extranjeros escuchaban con atención el relato. El viento, sin embargo, rompía la efusión de los hablantes. El sonar las cortinas y el traquetear de un par de ventanas mal puestas… Cada quien contaba sus experiencias. Estaban animados. María Magdalena, muy cerca de él, también contó cómo es que ese primer día pudo tocar los pies del maestro y cómo es que reconoció su voz cuando dijo su nombre. Con los ojos acuosos, embriagados de alegría, volvía a relatar aquello que había visto esa mañana cuando se le ocurrió que había robado el cuerpo del Señor. Tomás, por su lado, daba fe de que estaba vivo, de haber tocado sus heridas y haber compartido con él un par de pescados fritos. Cleofás, el de Emaus, también contó que había caminado con él un largo trecho y que bendijo su comida de aquella forma tan especial que sólo él sabía hacer. Todos se animaban con las experiencias vividas y las hacían suyas. Las repetían como si hubieran estado en el mismo lugar de los hechos, algunos incluso se animaban a expresarlas en los idiomas de aquellos otros a los que reconocían como los “hermanos de la diáspora”.

Finalmente, Pedro –secundado por Santiago, el hermano de Yeshúa- alborozado, mandó a cerrar las ventanas, y con voz de trueno hizo un recuento breve de los últimos sucesos. Los prosélitos de justicia –aquellos extranjeros que se habían hecho judíos por la circuncisión- y que ya conocían el idioma de los judios, les contaban a sus coterráneos, en sus propios idiomas lo que Pedro narraba… Esa noche fue una fiesta: el júbilo les llenaba sus corazones. No sabía por qué, pero estaban seguros que empezaba una nueva aventura.

El discípulo ya no tenía miedo.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...