"¿Quién me acompaña mañana?" Preguntó el padre formador. Era el rector en ese centro de estudios religiosos y, su pedido parecía un convite a lo desconocido. Era el anochecer de un sábado de junio. ¿Acompañarlo a alguna misa dominical? ¿Visitar algún enfermo? ¿Alguna excursión playera? ¿A desayunar con sus papás? Cuatro levantaron sus manos. – "Solo dos", refutó, mientras señalaba con el índice a los elegidos. “A las seis de la mañana, en el garaje”. Le lanzó la llave de la vieja Datsun a uno de ellos, mientras al otro le indicaba su obligación de abrir el portón. “A las seis de la mañana. Avisados”.
“Ta mare, quien me manda de acomedido” dijo uno. Levantarse temprano en domingo no era una opción fácil. Chema, el campanero, ya atormentaba cada día a a las mitad de la quinta hora del amanecer, como para tener que repetir la tarea en el Día del Señor, justo cuando era posible dormir unas horas más. Alguno, impiadoso, oía misa en el atardecer sabatino para evitarse la fatiga de una nueva, en el domingo, día en que se aprovecha para comprar los útiles de aseo, lavar la ropa, limpiar habitaciones, hacer lectura de recreo, o simplemente dormir. Levantarse tan temprano sería un castigo. “Quien carajo me manda a levantar la mano”, refunfuño. Corrió, tras la gente que se alejaba del comedor y preguntó: “¿Misa, verdad?” “Misa”, respondió el padre, mientras se acomodaba el peinado con la mano.
Ese amanecer fue distinto. Hacía frío. La misa se realizó en una casa acondicionada como templo. Una pintura de un Cristo sufriente y crucificado, se extendía por toda la amplia pared que daba el fondo al altar. Las pocas gentes que podían estar en esa mañana, agradecieron el gesto del sacerdote de acompañarlos ese día. “La amistad obliga”, dijo a uno de los feligreses que al final del sacramento se acercó a saludar. Una mujer, blanca ella, acompañada de su esposo, moreno él, se le acercó y, ambos le saludaron entrañablemente. “Padre… que gusto tenerlo por acá”. Se notó se conocían. Se hablaban con cariño. Presentó a sus acompañantes, el par de jovencitos, que ahora, miraban a esas gentes nuevas en un espacio sagrado tan pequeño.
Unos minutos más tarde, se condujeron hacia la casa de aquellos. Luego de los saludos respectivos a otras personas que les esperaban, los tres recién llegados fueron invitados al comedor habitual. “Hoy van a desayunar rico” le anunció a los muchachos, mientras el religioso –que conocía de la sazón de la mujer- sonreía complacido. “A ver… ¿quien renegó de levantarse temprano?” dijo a modo de pregunta a los acompañantes… Solo sonrieron, mientras se codeaban entre sí. El primer par de humeantes platos se aproximaban en sus manos blancas llenos de una deliciosa patasca. Luego llegaron los restantes. Su esposo acomodaba unos tenedores a los lados de cada quien. “Cucharas, hombre”, le indicó con cierto reparo al descuido. Cada quien se preparó su café, y luego de unos minutos, una muchacha trigueña, de vivaces ojos y cabellos ondeados, se acercó con una fuente gigante llena de tamales… “Sírvanse”. Saludó al sacerdote y, a los nuevos comensales "¿Qué tal? ¿También son seminaristas?" "Si", dijo el mayor de ellos. "¿Entonces conocen a mi hermano?", retrucó. Esa mañana la generosidad de Dios tuvo forma de mujer. Nos dio de comer hasta el hartazgo, con repetición de otro plato de esa muy agradable sopa de maíz mote, adimentada de diminutos trozo de orejas de cerdo… Los tamales eran otro deleite, digna de un día de descanso.
Nos volvimos a ver un par de veces más en esa misma cocina, para gozar de esos mismos platos, pero también varias otras en las celebraciones seminarísticas. Ella, y en conjunto con su esposo, tenían una deliciosa manera de bailar el vals criollo. Tanto, que era un espectáculo verlos moverse acompasados por la música y sincronizados entre sí. En el inicio del año académico y en la fiesta de San Juan María Vianney se hacían pequeños convites antecedidos de la misa de agradecimiento. En la primera –fundamentalmente- para dar la bienvenida a los recién ingresantes y sus familias y, en la segunda, a modo de celebración de aniversario institucional. En ellas, los dueños de casa: los padres formadores y los seminaristas, ofrecían pequeños espectáculos de teatro, algún frustrado mago hacía su aparición, había quienes declamaban y, para el final, las guitarras y algún viejo cajón se apuntaban para invitar a los comensales a bailar a la voz un seminarista que en otros tiempos quiso ser cantante criollo. Allí, entre tantos otros, animados por los taconeos del cajón y la delicia de la primera guitarra, no faltaba doña Blanca y su esposo, mostrándonos que hacer con una alegre jaranita.
Aquellos que más años teníamos y que conocíamos a ese par de buenos cristianos hacíamos vivas por verlos bailar. Hoy, ya no será posible, la luz de aquella se ha ido a brillar en el espacio de la cubierta celeste. ¿Será que otros podrán gozar de las delicias de sus manos? Provecho por el convite.
Hasta pronto doña Blanca. Delantera que nos lleva.
jueves, 3 de marzo de 2016
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