Regalar es un asunto complicado. La pregunta más difícil es ¿le gustará? Pero también aparecen otras, menos peliagudas: ¿Si ya tiene lo que le llevo? ¿Si no lo necesita? ¿Será de su medida? Esa mañana era navidad. No se celebraba con cena de media noche, sino con algarabía en la mañana del siguiente. No era costumbre, cenar. Las gentes del campo no tienen tiempo para semejantes trivialidades y ceremonias de nada, pero además, tampoco importaba mucho, salvo los regalos, las cartas que venían de lejos y las tarjetas que podían acompañar el nacimiento o el arbolito que de luces se adornaba.
Las tarjetas de navidad eran cuartillas de cartón con una ilustración de ocasión por uno de los lados, mientras que del otro se anunciaba un mensaje personalizado del remitente para su navideño y lejano acompañante. Se escribían desde cualquier parte del mundo, incluso podría venir desde un par de casas de distancia como desde algún distante lugar imposible de cruzar en pocos minutos. Nos gustaba recibirlas y leerlas, saber que aquel que no estaba, en realidad si había llegado, que sus pensamientos, en esos momentos de tranquilidad, se habían posesionado del pariente foráneo y, ofrecía un caritativo mensaje y otro de esperanza ante la proximidad del fin de año. La abuela apenas sabía leer y, se contentaba, a veces hasta las lágrimas, oyendo una y otra vez esas tres o cuatro líneas, en las que el hijo o el nieto le hacían saber sus nobles y agradecidos sentimientos. A estos tiempos, las tarjetas han caído en desuso y, de existir, hasta el mensaje mismo viene con letra de imprenta que no necesariamente expone lo que el remitente desea.
La sala era de madera. Si, esa que ya he descrito tantas veces. Maderas dispuestas unas después de otras de modo horizontal que daban espacio a una sala bastante amplia para las pocas cosas que le acompañaban. Ni siquiera había cuadros. Apenas un par de fotos, no más grandes que un cuaderno simple colgaban sobre la pared de triplay que rompía la extensión de la sala, para dar paso a una habitación. Ese par de fotos eran de dos pequeñas –o grandes, quien sabe- embarcaciones, sobre las que se podía distinguir a dos o tres personas. Una de ellas era uno de los tíos, un hermano de su madre. Le gustaba mirarla de vez en cuando y preguntar ¿Y cómo saben si ese es mi tío si no se distingue su cara? Unos muebles grandes, plastificados, verdes; no tan oscuros como el piso de aquella habitación eran suficientes para acompañar una pequeña credenza, en la que se guardaban los pocos libros de la casa. También habían frente a la pared de las fotos, en la otra pared, un mueble obscuro y gigante, donde se guardaba unos diccionarios y otros libros enciclopédicos, mientras en la parte inferior, cerrado a llave, se escondía parte del menaje doméstico y, quizá alguna otra cosa de la que no se quería fácil exposición.
“Ya estás grande”, dijo su tía. “Ya no hay juguetes para ti. Una pelota habría estado bien, pero de seguro que no podrás jugar porque tu madre no te deja salir a la calle. Pero, aquí está mi regalo”. Le alcanzó, en un papel verdoso un par de… no sé cómo llamarlos… Un par de pantalones cortos… shorts… bermudas. Eran de lo más extrañas y, por último, no eran lo esperado. “Lo supuse”, dijo ella. “No te gustan” y, sonrió con cierta melancolía que, luego se convirtió en concentración en sus propios pensamientos.
La sala aquella estaba, ahora, adornada por luces, guirnaldas, un pesebre de yeso que se acompañaba de ovejas, gallos, perros, tres individuos montados en camellos con turbantes y ropas extrañas y, un bebe rubicundo, sonriente y con expresión apacible como para ser un recién nacido… pero no importaba eso. Interesaba más, los regalos que traía, que motivaba de los adultos para los pequeños de la casa. Las luces chillonas, adosadas a un cable verde, y desde ese año, venían con música incluida. Simulaban ser el sonido de campanas, que en distintas notas, permitían distinguir la melodía de la conocida “Noche de paz”… A los más pequeños los hicieron cantarla, pretendiendo que sus voces se amoldaran a la luminosa melodía ofrecida por el muy breve parlantito que se escondía junto al enchufe por uno de los lados al cable de luces multicolores. Cantaron, intentaron hacerlo, por un juguete que se escondía en papeles de regalo…
La mujer volvió en sí. “Mira lo que te he regalado. Lo hice de un retazo de tela que me quedó de una costura del mes pasado”. El chiquillo miró el par de prendas y, ahora su desagrado era mayor, porque no era de tienda. Sin darse cuenta de la desazón adolescente, ella continuó: “Lo hice con mis propias manos y, porque nadie saber mejor que yo tus medidas, así que está hecho para ti, solo para ti. Nadie tendrá un regalo como el tuyo, no le encontrarás en ninguno de tus amigos…” Mientras escuchaba esas palabras, el gesto del muchacho se modificaba…
Los otros chiquillos, los más pequeños, entre primos y hermanos, desatentos a la conversación, ya jugaban con sus pistolitas de vaqueros, sus camiones marca Basa “con B de bueno”, sus muñecas durmientes y caminantes, sus tamborcitos de hojalata. Jugaban por ese pasillo oscuro que comunicaba la sala antes anunciada con el salón de todos los días, allí estaban las hamacas, el lugar donde se hacía la vida cotidiana. Los chiquillos correteaban por todos los ambientes, con la consigna expresa de “no jugar en las camas”.
“Pero hay más”, dijo la caritativa mujer. “Le he acondicionado un bolsillo secreto, mientras le mostraba en el lado derecho, el bolsillo habitual, mientras que detrás de su cobertor, se visualizaba un pequeño broche que, al abrirse dada lugar a una nueva cavidad. “Este te servirá para que pongas el dinero de las comprar y, así corras, saltes brinques, o lo que hagas, ese brochecito te evitará problemas con tu madre. Asegúrate de cerrarlo no más…” El chiquillo miró las manos de su tía con gesto agradecido y quiso darle un abrazo, pero ésta se lo impidió: “Espera, hay una cosa más. Fíjate en la tela… el muchacho miró los detalles y advirtió que eran muy delgadas y apretadas líneas negras sobre un fondo gris. “Intenta seguir una línea desde su origen hasta el final… intenta fijar tu visión sobre este otro pequeño botón…” En uno de los lados, la mujer había sobre puesto un par de retazos y generaba una ilusión óptica, que impedía cumplir las consignas porque parecía que la tela se movía. El chiquillo le gustó mucho el detalle y con un abrazo que nació del alma, le decía “gracias”. La mujer le replicó: “Lo hice para ti y con el corazón. También con mi cansancio”. Ambos sonrieron.
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