Laurence Chunga Hidalgo
En febrero de 1738, reunido “el Cabildo, Justicia y Regimimiento desta dicha ciudad” (de Piura), es decir, sus autoridades municipales, luego de las presentaciones de rigor –reconocimiento de títulos y demás rótulos que la “hidalguía” les permitía-, hicieron un breve resumen de los problemas más saltantes de la ciudad. El primero de ellos hacía referencia a la necesidad de obligar a los hacendados de aquellos días a pagar los tributos que les correspondía en razón de los ganados que tenían en propiedad, así mismo, y en segundo término se ordenaba que las “arinas” que se pudieran conseguir en esta jurisdicción no salgan de ésta para ser vendidas en otros corregimientos.
Pese a que lo antes expresado no deja de ser noticia hoy –los que más tienen son los que menos tributan- me interesa resaltar lo que a continuación detallo: “y en quanto a las casas de tabiques i corrales de espinas se determino por este Ilustre Cabildo sehan notificado los duelos de ellos fabriquen las fronteras de adoves dentro de vn año o menos el que tuviese posible (…)” y más adelante agrega: “así tambien manden por el peligro notorio que padecen las gentes en su transito se derriben las paredes que amenasan ruina y que a costa de sus dueños se reedifique como se acostumbra en otras ciudades…” y el texto continúa enumerando problemas que convienen al orden de la ciudad y para cuyo efecto se disponía lo que mejor parecía para el buen gobierno.
Bueno, pues, si no fuera por la escritura, lo que se ha transcrito bien nos recuerda nuestra propia realidad. Si bien en nuestra Piura del cercado urbano ya no contamos –por lo menos no me he percatado- con cercos de espinas si que, la antigua tabiquería de buen numero de las casonas que datan de las fechas en que se escribió el documento que trascribo, no han sido debidamente atendidas y conservadas y, si bien el Estado –a través del Instituto Nacional de Cultura- las ha declarado patrimonio cultural de la nación, muy poco ha hecho mantenerlas, salvo amenazar a sus propietarios con denuncias penales por, supuestamente, no haberles dado el mantenimiento necesario. Tarea, que creo, debió ser compartida con el ente que las declaró como patrimonio nacional.
El tema parece anecdótico; pero, que bueno hubiera sido que, por ejemplo la Casa Eguiguren se hubiese conservado siquiera como en la década pasada. En algún tiempo, si la memoria no me es esquiva, el propio Instituto Nacional de Cultura funcionó en aquella ilustre casona, pero luego la abandonó. Las lluvias de 1998 se encargaron de derrumbar los antiguos adobes, los leñateros hicieron carbón de los soportes de algarrobo y de la tabiquería, las gentes de mal vivir, finalmente, hicieron de ella su guarida. Si tan sólo esa casa de hubiese mantenido en pie, ya tendríamos un buen ejemplo de la arquitectura civil de nuestro pasado virreinal. Hoy, la casa Eguiguren no existe, y en el espacio donde solemne se levantaba, tan sólo quedan sus escombros. En nuestros días, la rúa de los “chapetones encopetados” como le llamaba López Albujar a nuestra calle Lima, ha perdido su presencia y, si no fuera, por la Iglesia San Francisco, bien podríamos decir que esa calle no tiene historia colonial.
Así como la casa en mención hay muchas otras en Piura, de las que sólo resalta el cintillo amarillo con el que se advierte a los transeúntes el peligro de su derrumbe. Supongo que reconstruirlas es más caro que hacer dos o tres edificaciones modernas. La pregunta es ¿será necesario que un acta municipal tenga que volver a repetir, en pleno siglo XX: “manden por el peligro notorio que padecen las gentes en su transito se derriben las paredes que amenasan ruina y que a costa de sus dueños se reedifique como se acostumbra en otras ciudades…”. La leche ya está derramada, o mejor, los adobes de las antiguas paredes son, ahora, montículos de arcilla ¿seguiremos llorando sobre los recuerdos de una historia que no pudimos conservar? ¿Se espera quizá la muerte de un viandante bajo los escombros de una viaja pared para levantar el titulillo de “patrimonio cultural de la nación” respecto de aquello que bien podría ser un macabro espectro de lo que efectivamente debimos mantener? Las autoridades tienen la palabra. La sociedad civil también.
Pese a que lo antes expresado no deja de ser noticia hoy –los que más tienen son los que menos tributan- me interesa resaltar lo que a continuación detallo: “y en quanto a las casas de tabiques i corrales de espinas se determino por este Ilustre Cabildo sehan notificado los duelos de ellos fabriquen las fronteras de adoves dentro de vn año o menos el que tuviese posible (…)” y más adelante agrega: “así tambien manden por el peligro notorio que padecen las gentes en su transito se derriben las paredes que amenasan ruina y que a costa de sus dueños se reedifique como se acostumbra en otras ciudades…” y el texto continúa enumerando problemas que convienen al orden de la ciudad y para cuyo efecto se disponía lo que mejor parecía para el buen gobierno.
Bueno, pues, si no fuera por la escritura, lo que se ha transcrito bien nos recuerda nuestra propia realidad. Si bien en nuestra Piura del cercado urbano ya no contamos –por lo menos no me he percatado- con cercos de espinas si que, la antigua tabiquería de buen numero de las casonas que datan de las fechas en que se escribió el documento que trascribo, no han sido debidamente atendidas y conservadas y, si bien el Estado –a través del Instituto Nacional de Cultura- las ha declarado patrimonio cultural de la nación, muy poco ha hecho mantenerlas, salvo amenazar a sus propietarios con denuncias penales por, supuestamente, no haberles dado el mantenimiento necesario. Tarea, que creo, debió ser compartida con el ente que las declaró como patrimonio nacional.
El tema parece anecdótico; pero, que bueno hubiera sido que, por ejemplo la Casa Eguiguren se hubiese conservado siquiera como en la década pasada. En algún tiempo, si la memoria no me es esquiva, el propio Instituto Nacional de Cultura funcionó en aquella ilustre casona, pero luego la abandonó. Las lluvias de 1998 se encargaron de derrumbar los antiguos adobes, los leñateros hicieron carbón de los soportes de algarrobo y de la tabiquería, las gentes de mal vivir, finalmente, hicieron de ella su guarida. Si tan sólo esa casa de hubiese mantenido en pie, ya tendríamos un buen ejemplo de la arquitectura civil de nuestro pasado virreinal. Hoy, la casa Eguiguren no existe, y en el espacio donde solemne se levantaba, tan sólo quedan sus escombros. En nuestros días, la rúa de los “chapetones encopetados” como le llamaba López Albujar a nuestra calle Lima, ha perdido su presencia y, si no fuera, por la Iglesia San Francisco, bien podríamos decir que esa calle no tiene historia colonial.
Así como la casa en mención hay muchas otras en Piura, de las que sólo resalta el cintillo amarillo con el que se advierte a los transeúntes el peligro de su derrumbe. Supongo que reconstruirlas es más caro que hacer dos o tres edificaciones modernas. La pregunta es ¿será necesario que un acta municipal tenga que volver a repetir, en pleno siglo XX: “manden por el peligro notorio que padecen las gentes en su transito se derriben las paredes que amenasan ruina y que a costa de sus dueños se reedifique como se acostumbra en otras ciudades…”. La leche ya está derramada, o mejor, los adobes de las antiguas paredes son, ahora, montículos de arcilla ¿seguiremos llorando sobre los recuerdos de una historia que no pudimos conservar? ¿Se espera quizá la muerte de un viandante bajo los escombros de una viaja pared para levantar el titulillo de “patrimonio cultural de la nación” respecto de aquello que bien podría ser un macabro espectro de lo que efectivamente debimos mantener? Las autoridades tienen la palabra. La sociedad civil también.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 08 de mayo de 2008.
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