viernes, 30 de julio de 2021

Antepasados

Es la tumba de mi antecedente más remoto, del más antiguo del que tengo conciencia... Era necesario ir hasta ella para reconocer que la patria, esa que late en el pecho y de la que ahora celebramos su segundo centenario, es el suelo heredado de nuestros antepasados, es el regalo de nuestros muertos, esos que con sus vidas y vivencias posibilitan nuestro presente. Esta "Micaela Escobar Peña" era la madre de mi abuelo y, aunque nunca la conocí -como podrá deducirse de la anotación que la adorna- por las historias que este me contaba, al ver esa lápida por vez primera, no pude evitar emocionarme: me sentí ligado con ella en mi propia historia.

Además de contarme aquellas cosas que se dicen de ordinario de las madres, el relato que más caló en mi memoria es el que hace referencia de su muerte. Había parido a un par de mellizos y tocaba que guardara los 40 días de reposo que en aquellos días era de obligatorio cumplimiento, lo que suponía guardar cama, salvo para las necesidades vitales. Una mujer, partera de oficio, le acompañaba: cuidaba a los neonatos y le atendía en su salud e higiene personales, además de prestarle los alimentos y cualquier otro cuidado. Es probable que ese parto hubiera sido difícil, pues no sólo tenía un abultado historial de partos sino que, en esta ocasión, el asunto se había complicado por presentar un par de bebes que pugnaban por salir y se habían demorado en la tarea.

Los dolores de la mujer fueron graves y, de hecho, decía mi abuelo que, entre que él advirtió sus ayes y que efectivamente ocurrió el alumbramiento, trascurrieron más de doce horas. Recordaba a su papá con cara compungida, pero luego convertida en cara de alegría al saber que el parto se había logrado con bien, cuando menos para los recién nacidos. El asunto, pareciera, se complicó con el trascurso de las horas: su madre presentaba un normal semblante hasta que la mujer que le asistía le alcanzó un suculento plato de sopa, logrado con piezas de una gallina criolla. Luego de enfriar a soplos un par de cucharadas que logró digerir, la puérpera devolvió la vajilla, dejando caer al suelo parte de su contenido, mientras en tono de reclamo, decía: "Que me ha dado, comadre ¡¿veneno!? ¿porqué me quiere matar?", mientras que la interlocutora se aprestaba a ofrecerle cuidados, a la vez que retrucaba: "Comadre, la fiebre la hace delirar... visiona Ud." Lo que sobrevino no era más que el intento de escaparle a la muerte: los delirios y alucinaciones apenas dejaron espacio para que la agonizante pudiera darle su bendición a cada uno de los suyos, al menos a los que estaban más próximos. Cuando el día había perdido su color, doña Micaela se escondió junto con el sol y pasó a mejor vida y, no se pudo saber nunca si esa muerte era producto de alguna infección derivada de las dificultades del parto o si, efectivamente, aquella mujer que tenía por tarea cuidarla, hizo justamente aquello que la muriente denunciaba: envenenarla. Más allá de esta historia, mi abuelo solía recordarla como una mujer hermosa, en la que los vestidos que las féminas solía usar en esos días, siempre le quedaban bien. Afirmaba que éstos iban hasta los tobillos que, a su vez, eran cubiertos con medias y zapato cerrado.  Contaba que si se trataba del vestido dominguero, los pliegues de la falda eran muy amplios y llenos de encajes, con un volante que rozaba con el suelo: "era posible seguir el rastro de una caminante por la huella que podía dejar su vestido en el arrastre con el suelo". Más allá de estas descripciones, sonreía con agrado cuando la recordaba. 

Allí también, en otro pequeño espacio del cementerio de El Cardo, aparecía otra sepultura, la de "José Hidalgo Estrada", el padre de mi abuelo. Cómo la anterior, estaba circundada de otras tumbas de parientes míos, de los que conozco apenas la sola referencia de ser cercanos a alguno otro mío o que en mis paseos de infante por Totorío, Chicama, Charanal y El Cardo pude tener contacto y por eso es que mis recuerdos se allegan a ellos. Estoy seguro que con sus vidas -algunas muy intensas, productivas y fecundas- con el solo hecho de hacer flamear con su trabajo diario el pálpito de la peruanidad en espacios apartados de la patria, allí donde el día de hoy flamea una rojiblanca, han puesto las bases de nuestro futuro común y nuestra vocación por vivir y construir un país que es de todos: de aquellos que se fueron, de los que ahora vivimos, de los que vendrán.

Desde esas montañas, en las que solo se distinguen, en la distancia, casas hechas de gualtacos, corralones de varas de overal y ganados que pastan en las laderas; geografía de caminos difíciles y soles ardientes pude ver qué el Perú también se escribe con los esfuerzos de aquellos que siguen apostando por celebrar los cumpleaños patrios, con el afán de que la casa común asegure el bienestar de todos.

Viva el Perú!

miércoles, 14 de julio de 2021

Cuernos

¡Cosas de las que viene uno a enterarse con el asunto de futbol! ¿te has dado cuenta que en el escudo colombiano hay un par de cornucopias semejantes a la que aparece en el escudo peruano? Si. La cornucopia o cuerno de la abundancia es una representación simbólica de la prosperidad, de la riqueza, de lo que el mismo nombre enuncia: la prodigalidad. Si miramos el detalle de la heráldica americana, podemos advertir que también aparece en los escudos de Panamá, Honduras y Venezuela. Pero ¿porqué un cuerno tiene que representar a la abundancia? Quizá si pensamos en extensiones óseas ¿No sería mejor asumir que las astas –largamente ramificadas- serían una mejor alegoría que los cuernos?

El asunto no viene de por allí y, más sentido encuentra en aquellas historias primordiales con las que se pretende explicar la causa de las cosas. Que el cuerno sea la representación de la opiparidad es un asunto de los dioses, en realidad de la juguetona y traviesa actuación de un dios en sus tiempos infantiles. Cuando Rea le hizo tragar a Cronos una piedra, con el afán de salvar a su hijo Zeus, se obligó a otras acciones: le entregó su hijo a la ninfa Amaltea para que lo lleve lejos y, con sus cuidados, lo preserve de la ira del dios-padre y, en el futuro, le permita superar la hegemonía de los titanes.

En nuestro país, la introducción del cuerno de la abundancia como parte de nuestro emblema se debe a la obra de dos hombres: José Gregorio Paredes y Francisco Javier Cortes, quienes consideraron necesario dividir el blasón en tres campos para representar en cada uno de ellos un elemento representativo de los reinos de la naturaleza: la vicuña como expresión del reino animal, la quina con representación de los vegetales y las monedas de oro derrapadas desde una cornucopia como señal de nuestra vocación minera. No se tiene detalles de los argumentos inspiradores de este símbolo patrio, en razón a una causa fundamental: en el acta en que se consigna su aprobación por el Congreso Constituyente de 1825 se indica que se trató de una sesión secreta, señalándose que el elemento vegetal era el “árbol de la cascarilla”, expresión que fue cambiada en el texto legislativo publicado, en el que se señala el nombre propio de árbol de la Quina.

Cuentan, los que vieron, que el infante Zeus era algo llorón así que Rea, al deshacerse forzosamente de él, lo envió a Creta donde se mantuvo escondido en una cueva y, como es común en estas historias, no podría faltar algún animalito: una cabra era la encargada de ayudarle. Le proporcionaba leche, pero también se encargaba de entretenerlo. Si la cabra aquella era insuficiente y, el muchachito insistía en pegar sus berridos, entonces aparecían los “curetes”, unas divinidades –nueve en total- que conocedoras del abandono paterno –por haberlo padecido en sus propias carnes- estaban en la disposición de hacer retumbar sus escudos y espadas para que Cronos no pudiera oir los llantos del hijo no querido y, evitar con ello sea engullido por el autor de sus días. Hay “fotografías de la época” en la que se aprecia a un par de curetes haciendo frenéticos movimientos al compás de sonar de los escudos, con el único afán de evitarle desgracias al futuro “padre de los dioses y de los hombres”.

Cuando se publicó la aprobación del segundo escudo nacional, se decía en las calles limeñas que la novedad del mismo solo pretendía opacar y lanzar al olvido aquel otro que fue diseñado por José de San Martín y, que la intención de resaltar las ideas de Simón Bolivar, no lograrían el velado propósito. Un asunto del que poco se dice es que el diseño gráfico le corresponde a un tal Francisco Javier Cortés, un pintor guayaquileño que le prestó su inspiración tanto al emblema sanmartiniano como al blasón del general caraqueño. En realidad, tal inspiración es más importante que los cotilleos callejeros. Reconocer las riquezas naturales es una tarea afín para un artista que había prestado su pincel en las colecciones gráficas de la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada. Expuesto en ese ambiente, el tal Francisco Javier, de seguro, tenía acceso a información privilegiada sobre las riquezas naturales del Perú. Es por eso, que el árbol de la quina aparece ilustrando nuestro emblema patrio: se había reafirmado, ahora científicamente, las bondades antipiréticas del vegetal y su "milagroso" uso en el tratamiento de la malaria.

En los afanes de Zeus por evitar los juegos con que cabra le ponía freno para evitar su salida de la cueva, o quizá jugando con ésta a las “fuercitas”, se excedió en ímpetu y terminó rompiéndole el cuerno desde su base misma. Y este se convirtió en el nuevo juguete de la púber divinidad. Sin embargo –luego de un breve tiempo- cansado, no supo qué hacer con ella y, desde su omnipotencia, decidió que de ese cuerno roto brotaran los más ricos manjares, aquellos que complementen su dieta de leche y miel a la que, Amaltea lo tenía acostumbrado. Ella solo tenía que desear cualquier comida de dioses y, el cuerno se llenaría con lo suficiente para que la ninfa invite a quien quisiera. Prontamente, y a solicitud de su cuidadora, se amplió el espectro de posibilidades: no solo era la prodigalidad de la tierra como fruto de su cultivo, sino también aquello que se esconde en sus entrañas, en particular, metales preciosos.

Es muy probable, que en alguna ocasión el dios supremo del Olimpo, en alguna oportunidad, en algún tiempo de holganza, se hubiera dado una vuelta por estas tierras y hubiera dejado caer parte de sus bienes en esta porción de la América del sur. También puede que el dios Helios, -o Inti, cómo le conocían nuestros coterraneaos predecesores- en su recorrido por toda la esfera celeste, hubiere dejado abandonada parte de las riquezas divinas en estos terruños nuestros. Lo cierto es que fueron anotadas con gracia en nuestro emblema patrio... Y volviendo a las insignias nacionales: en el escudo de Chile también aparece un par de cuernos. En precisión, son las astas del huemul, ahora en riesgo, que acompaña y sostiene el blasón de los vecinos sureños.



Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...