El sufrimiento del hombre había sido poco, por los menos en esas ultimísimas horas. Un muchacho, al advertir los estertores propios de la muerte, emprendió carrera hacía el centro de la ciudad para pedir a la autoridad competente se permita el levantamiento del cadáver. La situación se complicaba porque era el último día hábil de la semana y, casi que el atardecer amenazaba con terminarse prontamente y, mientras estas gestiones se efectuaban en los centros administrativos, algunas mujeres seguían atentas en la escena de la muerte: se abrazaban y desconsoladamente dejaban caer sus lagrimas en el hombro de la otras, mientras que de reojo miraban el cuerpo del difunto con la esperanza de alguna señal de vida. Los protocolos para la ocasión anunciaban que el enterramiento sería distinto: el solo hecho de no permitir la proximidad de los familiares hacia saber la gravedad del asunto. Los otros curiosos que se aproximaban, ni siquiera se acercaban a las mujeres, solo les regalaban miradas de conmiseración desde la prudente lejanía, con la que anotaban, ante las autoridades, la distancia y ausencia de lazos familiares o amicales para con el muerto, pero a la vez, ante los deudos, el saludable temor a que obligaba las difíciles circunstancias que ahora les tocaba vivir. Los "nos libre el Altísimo de esta situación" y similares eran jaculatorias que se decían casi sin pensarlas, pero en ellas se albergaba un sentido deseo personal de no querer estar en el pellejo de las dolientes.
Un hombre, ataviado de paisano, que dejaba entrever su ascendencia religiosa, se acercó por uno de los lados e hizo llamar al jefe militar apostado en el lugar. Le mostró los sellos de cera intactos: los rompió y mostró la firma del gobernador romano de Judea: autorizaba retirar el cadáver, siempre que efectivamente lo fuera para el cumplimiento de los ritos propios de los judíos, pero a la vez, asegurando que no se perdiera el sentido del castigo: el escarmiento para cualquier otro que pretenda anunciar o dejar que otros digan que la autoridad de Roma pronto llegaría a su fin, menos que se anuncie como el "mesías esperado". El soldado ordenó se abriera un flanco para que los otros hombres que le acompañaban pudieran acercarse al cuerpo y verificar la muerte. Uno se acercó, verificó que efectivamente estuviera muerto y llamó a otros dos que acomodaron la piltrafa humana en unos jergones y la sacaron del lugar.
Mientras aquellos hacían su tarea, la mujer más joven se acercó, dio su nombre y le pidió a Yosef de Ramatain -el funcionario allegado- que le permitiera siquiera limpiar el cuerpo y darle una sepultura adecuada. El hombre miró el horizonte y negó con la cabeza mientras miraba hacia el grupo de soldados que se asentaban cercanos. "No mujer" le dijo y continuó: "Tu pariente era un profeta, pero los acuerdos entre el Sanedrín y las autoridades romanas mandan que el enterramiento debe efectuarse en secreto, sin el conocimiento ni de los familiares ni los seguidores... tu ya sabes... recuerda lo que ocurrió ya hace algún tiempo con Joxanan, el bautizador del Jordán". La mujer dejó un lamento en el aire y volvió a decir: "por lo menos déjanos limpiar el cuerpo y dinos en que lado del Valle de Cedrón será depositado" y campechanamente insistía en que era su conocido y que en más de una vez los había visto conversar. El hombre se alejaba del lugar, mientras los sepultureros le seguían. Se alejaba de la ciudad y se dirigía hacia la zona próxima ubicada al este. El hombre volvió la mirada hacia atrás para verificar su lejanía y la presencia del par soldados custodios, miró la caída del sol y devolvió la mirada con ojos compasivos a la mujer y a las otras que venían por detrás del cadáver: solo les concederé la posibilidad de limpiar el cuerpo con agua y, si tienen algún perfume, también, pero nada más. El sol está cayendo y el Shabat no permite mayores cosas... eviten la impureza ritual. La sepultura ya no es cosa mía... hay un acuerdo entre las autoridades del Concilio y las de Roma... y los vigías están atentos a lo que hacemos.
Llegaron a la gran piedra que distingue los limites del viejo cementerio y acomodaron el cuerpo sobre ella. Una de las mujeres, solo una, pudo acercarse para, con la poca agua que había en la bolsa del soldado, limpiar las sanguinolencias que se descubrían por todo el cuerpo de difunto. Luego de culminada la tarea, la mujer se apartó del cuerpo y se dirigió en soledad hacia la ciudad. Las otras se quedaron allí paradas, mientras veían como los sepultureros se llevaban el cuerpo muerto. Uno de los centinelas les recomendaba no hacer nada, si no querían morir de manera semejante. A modo de recomendación les dijo: "Es mejor la tranquilidad, a que tener a los soldados encima".
El sol ya dejaba de alumbrar por lo que, con la mayor aflicción en el corazón, las mujeres volvieron sus pasos hacia la ciudad. El soldado las seguía a la distancia. Todo había terminado.