martes, 24 de diciembre de 2019

Celebración

Faltaban pocas semanas para la celebración de la boda, pero su embarazo ya se hacía notorio.  Quizá no tanto para un ojo pipiolo, pero si para alguien que ya hubiera presenciado alguno. La muchacha, aunque inexperta en las artes amatorias, hizo lo que el sentido común le recomendaba: un cinto de tela del ancho de una mano había ajustado su vientre por algunos días, con el afán de ocultar el crecimiento abdominal a los ojos de la gente. Se hacía necesario, al menos, hasta la realización de la nissuin, la ceremonia de la boda misma, que culminaba con la suscripción de la kethubah o contrato nupcial.
Las reglas sociales obligaban a que, durante los esponsales, los novios estuvieran apartados, casi sin verse, sin perjuicio de que por a través de los amigos o familiares pudieran alcanzarse, uno al otro, mensajes y/o regalos. El asunto del embarazo, sin embargo, no podía ser tratado por a través de terceros.  El día de la boda había llegado. En el alfeizar de la ventana más alta, tres lámparas de aceite mostraban el camino; Yusef, en la distancia, guiado por la triple luz y acompañado de los suyos se aproximaba llevando consigo el contrato a firmarse y, las nuevas ropas: las de mujer casada así como algunos detalles con los que pretendía agradar a su amada. La mujer rompió el protocolo: pidió hablar a solas con su novio para precisar algunas consideraciones propias la nueva vida. En realidad, no quería sorprenderlo y, en voz calmada y en el silencio de la noche –ese que se había logrado desde la sorpresa del llamamiento al secreto de los novios- le hizo saber de su preñez, de su condición de embarazada. Y no lo pudo explicar, solo se limitó a decirle: “Pero Yusef, si así te parece, es mejor que ahora no terminemos con la ceremonia…”. El hombre, intentó mirar a través de obscuridad de la noche que le permitía la ventana y, sopló sobre una de las lámparas que le sirvieron de faro. La pequeña llama no se apagó. Lo intentó en segunda vez y tampoco pudo. Siguió el tercer intento en el segundo candelero y, aunque pareció que la lucecita se perdía, resurgió fulminante.  Y así, hasta siete veces que se intentó con la tercera mecha. El hombre se sentía defraudado, pero a la vez, leyó en esa precisa circunstancia, la posibilidad de un designio divino. Volvió, sus pasos hacia la mujer, que lloraba en silencio y preguntó casi con sentimiento de culpabilidad: “¿Puedo saber quién es el autor?”. La muchacha, entre sollozos, se limitó a una corta expresión: “Yo no he conocido varón. No sé qué más decir”.
El hombre le limpió el rostro y, le pidió una sonrisa. El devolvió el gesto con unas palabras, que terminaron en un “nos casaremos. Serás mi esposa y no se diga más”. Una amiga de Miriam llamó a la puerta e ingreso al espacio de los novios, mientras Yusef aprovechaba para alejarse, luego de una señal de amor: golpeaba con delicadeza su pecho –a la altura del corazón- mientras sus ojos se perdían tiernamente en las lágrimas de ella- y, al volverse regaló a los restantes una sonrisa con el ánimo de asegurarles  tranquilidad. En su pecho, sin embargo, bullían otras inquietudes. Había tenido sueños recurrentes y extraños de aquella vez en que frente a los padres de la moza se celebró la ceremonia familiar del kidushín, momento en que hizo saber sus pretensiones matrimoniales y éstas le fueron aceptadas. En alguno de esos sueños se veía, aún con el sol por salir, en el camino de Hebrón con destino a la casa del viejo Zacarias, y aunque la escena le producía insomnio, en el sueño mismo no temía a nada. En otra apariencia onírica se veía acompañado de sus otros hijos –los más pequeños- Jacobo y Simón, juntamente con su futura esposa, iluminados por la luna, en las afueras de los territorios hebreos e intentando comunicarse con gentes de extraño hablar… No sabía que pensar, o mejor: tenía arremolinado el seso; pero se esforzó un poco  y le sonrió a sus amigos e hizo una seña para que le aproximen la jupá. Acomodado  debajo de ésta se dirigió hacia la habitación de la novia, para tomarla de la mano y acogerla bajo el techo de lino, como analogía de nuevo hogar que en ese momento empezaba… Y mientras la llevaba del brazo, sonrientes ambos de felicidad, decidió que sus sueños no eran más que una señal del cielo semejante a aquella de la que había sido testigo, ahora con los ojos abiertos, cuando ninguna de las luces de las linternas de aceite se apagó pese a sus reiterados intentos.
Sus cuatro amigos del taller en el que trabajaban portaban la jupá, mientras que detrás de esta se acomodaban los padres de Miriam: Ana y Joaquin, también estaban los suyos propios: Jacobo y Abdit. Entre el vestido de ésta, se perdían en intranquilos  jugueteos  los pequeños Jacobo y Simón, mientras que José y Judas, también hermanos de los pequeños –aunque con más edad- intentaban contenerlos.  Un “vivan los novios” y la algarabía de los acompañantes que alumbraban el camino hasta el altar, en la que le esperaban para las siete bendiciones. El bullicio solo pudo encontrar límite ante las solemnes palabras del celebrante: “Baruj atáh adonai, eloheinu melej ha-olam...” (Bendito Eres Tú Adonay Nuestro Dios, Rey del Universo…) .
Concluido el rito religioso con la lectura  de la kethubah o contrato nupcial, los novios se abrazaron entre sí, susurrándose mutuamente su amor desde los versos del rey Salomón. Ella le anunció: “Soy una rosa de Sarón / una azucena de los valles”, mientras que en réplica Yusef pregonó: “Toda tú eres bella, amada mía / no hay en ti defecto alguno. Desciende del Líbano conmigo / novia mía. Desciende del Líbano conmigo”. Los amigos y familiares se sumaron a los abrazos. Ana, desde una esquina, agradecía al Dios de los cielos y le ofrecía sus lágrimas, que eran de felicidad.
Hoy se cumplen los nueve meses desde aquel día en que Miriam recibió la visita de aquel extraño personaje, ese que le trajo un mensaje del Altisimo. Hoy, se cumple, también, cuatro meses y algunos días de la lectura de la Kethubáh. Yusef tiene el cuidado de sus pequeños; Miriam se encuentra en los inicios del trabajo de parto de su unigénito. 

sábado, 14 de diciembre de 2019

Sol

Era una vieja deidad que se había adaptado a las fiestas agrarias, pero también a las necesidades políticas y a las modas religiosas. El sol, como en buen número de culturas antiguas, era venerado como un dios. Roma no fue ajena y, le ofreció representaciones como un auriga, le construyó templos, perennizó su importancia en la impresión de monedas, algunos emperadores, como Heliogábalo, se designaron sacerdotes de ésta deidad. Es muy probable que los sabinos fueran sus primeros adoradores, pues en ciudades como Amiternum, se han encontrado vestigios de su atención. En la literatura de Ovidio y Horacio se reconoce la importancia cultural de la divinidad y, el conocimiento colectivo de su representación: un carro tirado por caballos.

El asunto es que pese a su importancia, no parece que su culto hubiera permanecido incólume a lo largo del tiempo. De hecho, en el segundo siglo de nuestra era, en el Circo Máximo había un templo de adoración y, allí mismo muchas carreras de caballos le eran dedicadas al tiempo de la celebración de su festividad. Es más, se le reconocía como la divinidad protectora de los corredores de caballos. En ese espacio se apreciaba el obelisco Flaminio de Seti I y Ramsés II, en cuya inscripción se reconocía su dedicatoria al sol. El Coloso de Nerón, una estatua de 30 metros de altura, representaba al mismo Nerón en la advocación del dios; empero, Vespasiano –a la muerte de su hacedor- le cambió la cabeza para agregarle una corona de rayos a fin de no dejar duda de que era la representación misma de la divinidad y lo nomina “Colosus solis”.

En el siglo III, se asocia la divinidad solar ya no solo con los triunfos lúdicos de las carreras, sino también con las victorias imperiales. Es el tiempo en que las religiones orientales influyen no solo en la religión romana sino también en la política de Estado: el Sol Invictus adquiere simbología de perennidad y victoria vinculada a los emperadores como una forma de ideología, en la que además se introducían parte de los ritos, instrumentos y representaciones de la deidad solar siria de El-Gabal. En el templo se custodiaba un meteorito negro de forma cónica que representaba al dios sol. El calendario de Filócalo, del año 354, reconoce distintas festividades a lo largo del año: una el 28 de agosto (Sol y Luna), otra entre el 18 y 22 de octubre (Sol) y una última, el 25 de diciembre el Sol Invicti. Esta advocación alcanzó culto, templo, colegio pontificial y festividades propias, incluyendo juegos circenses. La fenomenología cósmica, expone que la luz del sol comienza a crecer en presencia tras el solsticio de invierno, a partir del día 21, llegando a su cenit el 25 de diciembre y, los sacerdotes de dicha divinidad, pregonaban por todo el imperio el “renacimiento del sol” en grandes festivales. Las celebraciones podían durar hasta siete días.

El asunto es que, el citado Calendario de Filócalo, además de información de cónsules, papas, mártires, planetas, fiestas religiosas da un dato importante: el natalicio de Cristo se celebra el 25 de diciembre. ¿Cómo es que se llegó a establecer esa fecha? El Edicto de Tolerancia de Nicomedia, del año 311, suscrito por Galerio reconocía la libertad de culto a los cristianos, la opción de reconstituir sus iglesias y la posibilidad de encomendar la salud del emperador y la del imperio; siempre que no se atente contra el orden público. Dos años más tarde, con el Edicto de Milán se devolvió a los cristianos sus antiguos lugares de reunión y culto, así como otras propiedades que habían sido confiscadas por las autoridades romanas y vendidas a particulares. La libertad de aquellos que la había perdido por la fe les fue restituida y, sobre todo, se le permitió al cristianismo un estatus de legitimidad, de similar naturaleza a la que tenía la propia religión romana, incluyendo, la posibilidad de competir con la organización propia del Sol Invictus.

A estos días, las comunidades cristianas ya conocían las cartas paulinas y los evangelios. Lucas es el autor del tercer evangelio y, dicen los estudiosos del tema, que lo escribió entre los años 70 y 80, con la finalidad de expone una “historia” ubicada en el tiempo y el espacio; una especie de biografía dedicada a revelar la buena noticia a los paganos. Le interesa, por tanto, la evangelización, pero a la vez exponer el sentido profético de los libros del antiguo testamento. De hecho, el “Benedictus” es justamente, la exposición profética de los tiempos mesiánicos y, en él se resalta “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios / nos visitará el Sol que nace de lo alto”. ¿Es este sol que viene de lo alto es un “mejor sol” que el que adoran los romanos”? Es posible que desde la extrapolación de este texto, la Iglesia primitiva se haya permitido identificar al sol invicto de los romanos con el Sol que viene de lo alto. Una forma, simpática de evangelizar a los no judíos, desde la asimilación de las festividades del paganismo. De hecho, la representación de Jesús, como un sol invencible, que guía su propio carro de caballos aparece en el techo de la tumba del Papa Julio I, en la Basílica de San Pedro. Los arqueólogos datan dicho mosaico en el siglo III, de nuestra era.

Así, el sol había dejado de ser una deidad para convertirse en el símbolo, en la representación del verdadero Dios, ese que se anuncia como el Alfa y el Omega, como “el sol cuando resplandece con toda su fuerza”. Desde esta afirmación ya se hace más fácil deducir porque el natalicio de Jesús se anuncia en la liturgia cada 25 de diciembre, aunque en la realidad tal anuncio sea improbable. Al fin, es más importante reconocer que "en Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres", como lo predica el shaliah Johanan, en las primeras lineas del último evangelio.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...