martes, 7 de mayo de 2019

Jacobo

El asunto se había complicado. Jacobo se vio obligado a huir de su propia casa paterna porque su hermano lo amenazó de muerte y, tanta era esa rabia, que el tiempo para preparar la huida fue escaso. Solo pudo salir con lo que tenía puesto. Su padre no perdonaba todavia la canallada realizada. No era pequeña su culpa: Le había "robado" la progenitura a su hermano y, por si fuera poco, había engañado a su anciano padre para que le bendijera como si efectivamente lo fuera. Con esa bendición adquirió, ilícitamente, el derecho a tener autoridad sobre cualquier otro hermano y, por encima de ello, el derecho de corresponderle el doble de herencia respecto de cualquier otro hijo… Pero tuvo que huir ¡Y hacerlo sin nada! Con esas reglas de sucesión, donde todos los hijos no tienen los mismos derechos, no venía mal la cólera del hermano traicionado…

En su huida no había visto más que desierto, empero luego de caminar fatigosamente por varios días, logró llegar a un pozo en el que pudo distinguir a algunos pastores y varios hatos de ovejas. Se presentó con ellos y les pidió agua para beber… Quizás hasta le habrían alcanzado algo de comer. Preguntó por la propiedad del acuífero y le anunciaron que era propiedad de Labán. Se alegró pues lo andaba buscando: era su tío y traía una recomendación de su madre. Se emocionó tanto que cuando, le presentaron a la hija de aquel, la pastora del ganado, luego de saludarla, no pudo contener las lágrimas. Superada la euforia de las presentaciones, la ayudó en su tarea de dar de beber al ganado y, advirtió, ahora sí, su belleza. Se enamoró de ella, tanto que, un mes después –ante su pobreza y con la imposibilidad de pagar una dote- se obliga a trabajar por siete años en favor de su suegro para poder casarse con ella. El nombre de la muchacha era Raquel y, dicen los que la conocieron, en confirmación de lo ya anotado, era muy agraciada y de muy esbelta figura. Un tanto más que su hermana Lea, la mayor.

El asunto seguía enturbiándose en complicaciones: Según las tradiciones de aquellos días de ese naciente pueblo, el protagonista tenía todo el derecho de casarse, pero… ¿del modo como lo tenía pensado? No contaba con la traición y, así –como en el pasado- engañó a su padre y hermano por la progenitura; ahora el mismo era embaucado: le entregan por esposa a una muchacha que él no había pedido. La noche de las bodas, no fue Raquel la que estrega su florecita al estrenado novio, sino que al despertar descubrió en el lecho nupcial a su cuñada. Si, a Lea… ¿Cómo pudo Labán hacerle semejante canallada? Las reclamaciones no fueron pocas, probablemente hasta subidas de tono, pero desde aquellos días ya existía ese dicho que anuncia: “La ley es la ley” y, Jacobo no se había olvidado de que una de las usanzas matrimoniales exigían que las hijas debían casarse de mayor a menor y sin ningún tipo de excepción. También había otra que posibilitaba la solución del entuerto: Que se case con la hermana, siempre que cumpla con la recién casada por un plazo mínimo correspondiente al tiempo de la luna de miel… Si claro… Eso era posible, siempre que cumpliera con una condición contractual: un tiempo igual de siete años de labores en favor del suegro. Jacobo, luego de pensar brevemente, concluyó que valía el esfuerzo, que siete años eran poca cosa para alcanzar al amor de su vida: podría casarse, finalmente, con quien efectivamente amaba. El detalle es que tenía, ahora dos mujeres… Una por contrato y la otra también por contrato, pero a ésta no le faltaba amor.

Nadie sabe para quién trabaja… Los hijos no llegaban y una de aquellas se sentía malquerida frente a los cariños que aquel le prodigaba a su preferida. La vida se encargaría de compensar esos aborrecimientos: Los hijos llegaron del lado menos esperado. Lea parió cuatro hijos: Rubén, Simeón, Leví y Judá y, ello ocasionó el recelo de la infructífera Raquel, que en un arrebato frenético y pasional ofrece a su esclava Bilha para que su marido pueda procrear en ésta la prole que la otra tenía y ella no aseguraba. De ese vientre de alquiler nacieron Dan y Neftalí. Y como nadie está contento con nada, la mujer del contrato quiso agradar a su marido y le ofrece a su propia criada Zilpa. De estos encontrones, desde la mocedad de la muchachita se alcanzó dos hijos más: Gad y Azer. No obstante, la intranquilidad no abandonaba el corazón de Lea y quiso superar su personal índice de hijos y perfeccionar su calidad de "reproductora" con lo que, unos meses después, Lea vuelve a tener nueva prole con la que seguir martirizando a su hermana, la preferida del común marido. Da a luz, para contento de Jacobo, dos varones: Isacar y Zabulón y a una mujer: Dina.

He de suponer que Raquel aun cuando había parido por a través del útero de otra, no se sentía conforme con la vida. En la proximidad de la menopausia, para satisfacción propia pero también para la de su consorte, logra preñarse y alcanza el nacimiento de José, cuyo nombre, en el idioma de aquellos significaba: “Regalo de Dios en medio del desierto”, seudónimo con el que se hacía referencia a la geografía en la que se desplazaban, y también se vinculaba con la sequedad de partos, tantos años padecida por la autora de los días de aquel nuevo muchachito. Y puesto que… no hay primera sin segunda… Luego vendría el duodécimo hijo de Jacobo, hijo de la avejentada Raquel: Benjamín. El libro que narra esta historia de enemistades de hermanas y esposas a la vez, afirma, que en esta oportunidad, la preferida del protagonista no sobrevivió al parto. Benjamín era el mejor recuerdo de la mujer amada, y su marido la recordaría siempre, al punto que en su propia agonía la llamaba… probablemente para que le dé el encuentro en la otra vida.

Doce nombres, doce tribus, un mismo padre, distintas mujeres y, todas de distinta calidad y distinción social.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Demonio


Un cerco de palos de algarrobo -alguno muy rectos, otros jorobados- ponían el límite entre los predios del viejo Concio y el mundo exterior. Por fuera de ese límite mil peligros acechaban. Los perros callejeros podían atacarnos, aquella bruja que se convertía en chancha podía aparecer y llevarnos sin retorno conocido o, aquel ogro que pretendió comerse al Gato con botas, haría su aparición para hacernos humo… Humo, literalmente. Nos habían advertido que podíamos morir en las humaredas que se elevaban de tiempo en tiempo en el cercano horno de ladrillos que apenas podíamos distinguir por sobre las copas de unos crecientes algarrobos que se levantaban en la parte posterior de aquel viejo corralón. Se distinguía en la lejanía, las voces de los ladrilleros, en particular de aquellos que llegaban en el viejo Dogde de Sr. Villegas, para recoger los cargamentos de ladrillos… Nosotros no los veíamos, solo escuchábamos voces de apuro, a veces, carcajadas e interjecciones de algarabía. La abuela, de vez en cuando nos explicaba que, eran las voces de los que se escapaban de sus casas, que sufrían el tormento del fuego… de ese que no veíamos, pero que sospechábamos por las humaredas grises que el horno de ladrillos dejaba escapar y que viento esparcía en el aire. El olor de leña quemada y de guano de cabras, nos llegaba a nuestras pequeñas naricitas. 

Esa vieja casa apenas tenía vecinos, estaba circundada por la nada. La vecina más cercana era doña Pema, pero sí que su casa quedaba lejos, aunque algunas tardes los peligros –esos que nos imaginábamos a la luz de las expresiones de los mayores- se disipaban ante la atenta mirada de alguno que decía vigilarnos hasta que llegáramos a la casa de la vecina aquella. Allí era otro mundo. No hay un corralón inmenso, aunque sí –en aquellos días- un pequeño hato de cabras, una pelota de trapo con la que jugar y unas paredes por las que podíamos escalar sin miedo a nada… Ni al humo, ni a las brujas, ni a nada… En realidad, cuando se juntan más de tres chiquillos no hay advertencia que valga. Ni los consabidos “no subas que te puedes caer” y menos, aquellas brujas que nunca habíamos visto convirtiéndose en seres irreales. 

Regresemos, a la vieja casa… En ella podías encontrar, en cada vez que la recorríamos, cosas en las que entretenerse siempre que no tintilara en nuestras pequeñas cabecitas las advertencias de seres inmateriales escondidos por entre aquellas cosas… ¡Que ganas tienen los niños, de rebuscar en aquellos sitios donde les está prohibido! Bueno, más allá de las advertencias, imprecaciones y juramentos adversos estaba las formas de superarlos y, funcionaban a modo de antídotos, la atención de rezos a manos de viejecitas murmurantes de oraciones, amuletos confeccionados con pequeñas estampitas adornadas de guairuros, bebidas amargas bebibles a soplos y escupitajos de aguas saladas en medio de la noche. 

Una tarde, una de aquellas cuando se nos había prohibido visitar a Dña Pema, solo quedaba la posibilidad de jugar en medio del extenso patio que se encerraba en el amplio corralón. Ya habíamos estado en el corralito de chivos huachos y no había ninguno. No era, todavía, tiempo de pariciones. En el corral de patos, el riesgo de caer en la poza de agua era grande y, las amenazas por ensuciarnos eran mayores; así que apenas los mirábamos desde el ángulo confeccionado con ladrillos de barro y, desde la sombra que ofrecía un enorme árbol que les regalaba algún frescor a los palmípedos. Las gallinas, en cambio, solían estar siempre al aire libre y, en oportunidades superaban largamente el cerco de palos, límite del mundo exterior. 

De hecho, en aquella vez, siguiendo a una gallina, ésta escapó volando por encima de la cerca y, esto nos llevó a mirar por entre las rendijas de los palos… En la lejanía advertimos el humo que en forma de volutas subía por encima de las copas de los árboles y, nuestro sentido de supervivencia confundido con aquellas advertencias de nuestros mayores, nos hizo oír que los gritos de los ladrilleros era quejidos de lamentos e imaginábamos que se quemaban por debajo del fuego que suponíamos libraban los humos que nuestros ojos veían… Y uno de los chiquillos, le dijo al más pequeño: “Así debe ser el infierno… Seguro que nos quemaremos para siempre”, el oyente, más pequeño, en expresión del sentido natural de conservación soltó la baranda desde la que se sostenía, e hizo su mejor esfuerzo para no correr. Y este se hizo insuficiente al poco tiempo: un hato de ovejas, al olor del agua, se encaminaba afanosamente hacia la casa, guiado, quizá por el cansancio o, tal vez, por la sed. Resaltaba un ovejo negro, grande, quizá el padrillo, del que sobresalían un par de cuernos retorcidos a ambos lados de su cara… Y volvió esa voz infantil de advertencia: “Si! Nos quemaremos en el infierno y allí viene el demonio para llevarnos”, anunció mientras señalaba al cornúpeta carnero que se avecinaba. 

Un grito infantil y desgarrador rompió la tenue cortina que separaba la tarde de la obscuridad nocturna: “Mamaaaaaaá…. El diabloooooooo”, mientras sus piernecitas corrían con la mayor ligereza posible. Inmediatamente, la figura de la mujer con cara de angustia apareció en el quicio de la puerta y, corrió al encuentro del huyente… El otro que lo seguía detrás, aun sin exponer sus alegatos, se encontró con una cara de reproche… esas en las que se lee: “tenías que ser tú….”. Pero no importaba, resaltaban los gritos desesperados del chiquillo, angustiado por la figura demoniaca representada en un inocente carnero que tenía como mejor aditamento un par de cuernos que reflejaban su liderazgo en el rebaño. 

Esa noche no hubo más que caramelitos para aliviar el alma del asustadizo, un par de mujeres viejas, con sus respectivos cascarones en mano, santiguaron el incómodo cuerpecito del churrito, concluyendo luego de varios eructos y arcadas, la necesidad de, cuando menos, hacer algunos baños con agua de hierbas amargas y el rezo con velas, alcanfor y periódico embolillado por siete días, sin falta alguna. 

No hubo más. Esa noche dormimos sin comer. La más veterana de todas se dejó oír: “¿Demonio, no? Aquí solo un demonio… jum”. El abuelo solo espetó: “Muchacho, pa bandido”.


Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...