Laurence Chunga Hidalgo
Hace quinientos años, las Bulas Alejandrinas permitieron la conquista y sometimiento de América, y a la vez, constituyen el fundamento jurídico que aseguró la evangelización de los indígenas. Por éstas se instituye la institución del “Patronato Regio”, por la que, los Papas concedieron privilegios y facultades a los reyes de España y Portugal a cambio de que estos apoyaran la evangelización y el establecimiento de la Iglesia en América. Así la Iglesia se aseguró numerosos misioneros y recursos económicos para la evangelización, a la vez que, se sometió a la autoridad política, con lo que el Rey era, finalmente, el jefe de la Iglesia.
El asunto no cambio mucho con la independencia, pues los gobernantes nacionales mantuvieron las mismas prerrogativas que, en otro tiempo, detentaban los reyes de España. Hasta la Constitución de 1933, el Presidente de la República y el Senado tenían facultades para el nombramiento de obispos y arzobispos, para el reconocimiento de beneficios eclesiásticos, y para el ejercicio del Patronato Nacional “conforme a las leyes y prácticas vigentes” dado que el catolicismo era religión oficial. Con la modificación de la situación política, la denominación cambió a la de “Patronato Nacional”.
Si se evalúa las condiciones impuestas a la Iglesia por el Patronato –regio o nacional-, habría que decir que ésta se convirtió en un órgano administrativo estatal en tanto dependía de las directivas que el Rey de la Corona o el Presidente de la República disponían; por lo que, cualquier actuación de aquella, era finalmente, una actuación del representante del poder temporal. Es sintomático que, el General San Martín formara una “Junta Eclesiástica de Purificación” que se encargó de la evaluación de los sacerdotes y obispos a fin de determinar su idoneidad cívica para los cargos eclesiásticos en el Perú independiente y –hasta hace 30 años-, los asuntos eclesiásticos eran tratados y formaban parte del antes “Ministerio de Justicia y Culto”, y hoy denominado “Ministerio de Justicia”. No obstante, es necesario advertir que, ya desde 1933, se reconocía cierta autonomía eclesial, al punto que era la propia Constitución la que indicaba que las relaciones Iglesia – Estado se regulaban a través de concordatos, aunque nunca se firmó alguno hasta 1980 en que aparece el Acuerdo Santa Sede – Estado Peruano que pone término definitivamente a la figura jurídica del Patronato y permite la relación entre Estado e Iglesia Católica fundada en los principios de colaboración, autonomía e independencia, posibilitando así un nuevo modelo de derecho eclesiástico en el Perú.
Por tanto, si el Estado Peruano, hasta 1980, le ofrece protección a la Iglesia en atención a la ultractividad del Patronato colonial; cualquier actividad o realización de obras a favor de la Iglesia (construcción de un salón parroquial, p.e.) o una actividad propia de la Iglesia (dígase: obras de caridad, vg. la administración de un centro educativo o de un asilo de ancianos) era finalmente una obra del Estado y para los nacionales del Perú, puesto que, a fin de cuentas, era parte del aparato organizacional estatal. En el momento en que, efectivamente la Iglesia recupera su autonomía y, se reconoce la libertad de cultos en el país, se generan otros problemas, entre ellos: el de la titularidad de las propiedades y la administración de las mismas. ¿Cuántas escuelas fueron construidas con dinero estatal pero que se encontraban bajo la administración eclesial? ¿Cuántos ciudadanos muy piadosos a la hora de muerte y a cambio de actos de contrición que aseguren la salvación de sus almas legaron propiedades a la Iglesia y, ésta a su vez las concedió en administración a algún ministerio del Estado? Ejemplos hay muchos: El inmueble que corre adyacente a la Iglesia del Carmen en Piura (hoy Instituto Nacional de Cultura) era una construcción de la Iglesia donde se pretendió, en algún tiempo fundar un colegio eclesiástico que por falta de dinero y de vocaciones no vio la luz, pero sirvió, por ejemplo, para albergar soldados en un tiempo y, luego a estudiantes de educación básica regular. Desde la otra orilla, es saludable reconocer que, la Iglesia solventó buena parte de las necesidades de los ejércitos peruanos cuando el Estado estaba en quiebra y se requería enfrentarse a las huestes chilenas. Las limosnas y las ofrendas en metal precioso de los devotos fueron muy útiles para solventar la causa patriótica de aquellos días. Eran tiempos donde las potestades eclesiásticas y las estatales se confundían si saber cual era el límite.
Hoy los límites están definidos: la Iglesia Católica no está interesada en intervenir en asuntos temporales y, el Estado no pretende asegurar a los fieles católicos. No obstante, siendo que, feligresía y ciudadanía se materializan en el ser humano, hay temas que son comunes y la educación es uno de ellos. El derecho a la educación de los individuos es un deber del Estado, pero a la vez es una necesidad de la Iglesia: la educación es un instrumento de evangelización; de allí que, tanto a una como a la otra les interesa la calidad y naturaleza de la enseñanza pero hay controversia en el modo: La Iglesia, en merito a su misión evangelizadora, tiene derecho a fundar centros de enseñanza (de cualquier nivel y en cualquier punto de país), pero en tanto que, los mencionados se organizan como instituciones privadas, ya no puede pretender que sus profesores sean pagados con el dinero del tributo público; de igual modo que, los colegios estatales no pueden convertirse en instrumentos de evangelización de una determinada religión, porque podría dar lugar a preferencias respecto de una u otra confesión religiosa.
La autonomía e independencia de la Iglesia y el Estado, recuperadas en 1980, debe posibilitar no sólo la divisoria funcional de una y otra, sino que debe liquidar definitivamente aquellos temas que quedaron pendientes en los días de la suscripción del Acuerdo y que pueden ser motivo de escándalo y perturbación para quienes no confiesan nuestra religión, pero que con sus tributos terminan financiándola.
El asunto no cambio mucho con la independencia, pues los gobernantes nacionales mantuvieron las mismas prerrogativas que, en otro tiempo, detentaban los reyes de España. Hasta la Constitución de 1933, el Presidente de la República y el Senado tenían facultades para el nombramiento de obispos y arzobispos, para el reconocimiento de beneficios eclesiásticos, y para el ejercicio del Patronato Nacional “conforme a las leyes y prácticas vigentes” dado que el catolicismo era religión oficial. Con la modificación de la situación política, la denominación cambió a la de “Patronato Nacional”.
Si se evalúa las condiciones impuestas a la Iglesia por el Patronato –regio o nacional-, habría que decir que ésta se convirtió en un órgano administrativo estatal en tanto dependía de las directivas que el Rey de la Corona o el Presidente de la República disponían; por lo que, cualquier actuación de aquella, era finalmente, una actuación del representante del poder temporal. Es sintomático que, el General San Martín formara una “Junta Eclesiástica de Purificación” que se encargó de la evaluación de los sacerdotes y obispos a fin de determinar su idoneidad cívica para los cargos eclesiásticos en el Perú independiente y –hasta hace 30 años-, los asuntos eclesiásticos eran tratados y formaban parte del antes “Ministerio de Justicia y Culto”, y hoy denominado “Ministerio de Justicia”. No obstante, es necesario advertir que, ya desde 1933, se reconocía cierta autonomía eclesial, al punto que era la propia Constitución la que indicaba que las relaciones Iglesia – Estado se regulaban a través de concordatos, aunque nunca se firmó alguno hasta 1980 en que aparece el Acuerdo Santa Sede – Estado Peruano que pone término definitivamente a la figura jurídica del Patronato y permite la relación entre Estado e Iglesia Católica fundada en los principios de colaboración, autonomía e independencia, posibilitando así un nuevo modelo de derecho eclesiástico en el Perú.
Por tanto, si el Estado Peruano, hasta 1980, le ofrece protección a la Iglesia en atención a la ultractividad del Patronato colonial; cualquier actividad o realización de obras a favor de la Iglesia (construcción de un salón parroquial, p.e.) o una actividad propia de la Iglesia (dígase: obras de caridad, vg. la administración de un centro educativo o de un asilo de ancianos) era finalmente una obra del Estado y para los nacionales del Perú, puesto que, a fin de cuentas, era parte del aparato organizacional estatal. En el momento en que, efectivamente la Iglesia recupera su autonomía y, se reconoce la libertad de cultos en el país, se generan otros problemas, entre ellos: el de la titularidad de las propiedades y la administración de las mismas. ¿Cuántas escuelas fueron construidas con dinero estatal pero que se encontraban bajo la administración eclesial? ¿Cuántos ciudadanos muy piadosos a la hora de muerte y a cambio de actos de contrición que aseguren la salvación de sus almas legaron propiedades a la Iglesia y, ésta a su vez las concedió en administración a algún ministerio del Estado? Ejemplos hay muchos: El inmueble que corre adyacente a la Iglesia del Carmen en Piura (hoy Instituto Nacional de Cultura) era una construcción de la Iglesia donde se pretendió, en algún tiempo fundar un colegio eclesiástico que por falta de dinero y de vocaciones no vio la luz, pero sirvió, por ejemplo, para albergar soldados en un tiempo y, luego a estudiantes de educación básica regular. Desde la otra orilla, es saludable reconocer que, la Iglesia solventó buena parte de las necesidades de los ejércitos peruanos cuando el Estado estaba en quiebra y se requería enfrentarse a las huestes chilenas. Las limosnas y las ofrendas en metal precioso de los devotos fueron muy útiles para solventar la causa patriótica de aquellos días. Eran tiempos donde las potestades eclesiásticas y las estatales se confundían si saber cual era el límite.
Hoy los límites están definidos: la Iglesia Católica no está interesada en intervenir en asuntos temporales y, el Estado no pretende asegurar a los fieles católicos. No obstante, siendo que, feligresía y ciudadanía se materializan en el ser humano, hay temas que son comunes y la educación es uno de ellos. El derecho a la educación de los individuos es un deber del Estado, pero a la vez es una necesidad de la Iglesia: la educación es un instrumento de evangelización; de allí que, tanto a una como a la otra les interesa la calidad y naturaleza de la enseñanza pero hay controversia en el modo: La Iglesia, en merito a su misión evangelizadora, tiene derecho a fundar centros de enseñanza (de cualquier nivel y en cualquier punto de país), pero en tanto que, los mencionados se organizan como instituciones privadas, ya no puede pretender que sus profesores sean pagados con el dinero del tributo público; de igual modo que, los colegios estatales no pueden convertirse en instrumentos de evangelización de una determinada religión, porque podría dar lugar a preferencias respecto de una u otra confesión religiosa.
La autonomía e independencia de la Iglesia y el Estado, recuperadas en 1980, debe posibilitar no sólo la divisoria funcional de una y otra, sino que debe liquidar definitivamente aquellos temas que quedaron pendientes en los días de la suscripción del Acuerdo y que pueden ser motivo de escándalo y perturbación para quienes no confiesan nuestra religión, pero que con sus tributos terminan financiándola.