jueves, 20 de agosto de 2009

El "querellante particular"

Laurence Chunga Hidalgo
Juez Penal Unipersonal de Morropón


En el Código Penal, la mayor parte de los delitos en él recogidos exigen la intervención del Ministerio Público para que, en su calidad de titular del ejercicio de la acción penal, sea quien realice la investigación y la correspondiente denuncia del delito. Sin embargo, existe un pequeño grupo de delitos denominados por el Código Procesal Penal como “delitos de persecución privada” que se tramitan bajo el proceso especial por delito de ejercicio privado de la acción penal y, en el que, el Ministerio Público no tienen participación alguna.
En términos generales, debemos decir que los delitos son aquellas conductas que son socialmente insoportables generando efectos desestabilizadores del orden comunitario, por lo que exigen que el Ministerio Público, en nombre de la sociedad se dedique a su persecución, investigación y sanción. Sin embargo, existen aquellas otras conductas que manteniendo su naturaleza de “insoportables” sólo afectan a personas en particular. En estos casos, la persecución y castigo se deriva a quienes efectivamente se siente afectados por ese delito y son efectivamente agraviados con el mismo. Los delitos de persecución privada reconocidos por la ley son: las lesiones leves, los que afectan el honor (injuria, difamación y calumnia) y los de violación a la intimidad.
En cualquiera de los delitos mencionados, el agraviado deberá presentar querella ante el juez penal unipersonal a fin de conseguir, por un lado, la imposición de una pena y, de otro, la reparación civil por el daño causado. De este modo, el agraviado se convierte en querellante particular. Siguiendo a Alonso Raúl Peña Cabrera F. diríamos que “querellante particular” es el agraviado –que por sí o mediante representante legal- formula una imputación delictiva contra otra persona respecto de un delito que sólo a él le interesa su persecución, sanción y reparación.
Si tuviéramos que hacer una comparación entre el “actor civil” y el “querellante particular”, tendríamos que decir, que éste, a diferencia del aquel, se ubica en la posición del representante del Ministerio Público, con lo que deberá ofrecer medios probatorios tanto para probar la comisión del delito cuanto para acreditar la existencia derivada del hecho expuesto a juzgamiento penal. Lo común de ambas instituciones procesales es que le permiten al agraviado intervención en el proceso penal.
Siendo que, el querellante particular suple al Ministerio Público en la persecución del delito, es preciso resaltar, que asume sus mismas facultades y obligaciones, fundamentalmente: ofrecer la prueba de cargo sobre la culpabilidad del imputado, sustentar el daño causado, interponer recursos impugnatorios y cualquier otro medio de defensa en salvaguarda de su pretensión. Adicionalmente, y como facultad propia, le cabe el derecho conciliar con la parte contraria, o de desistirse de su pretensión. Estas últimas se explican, justamente, en el carácter personal y privado de la pretensión.
Finalmente, es necesario resaltar que, su actuación sólo es posible en un proceso de ejercicio privado de acción penal y, en consecuencia, por parecerse éste tipo de procesos a los de naturaleza civil, queda sujeto a la posibilidad de que sea declarado en abandono por inactividad procesal por periodo igual o mayor a los tres meses.
El legislador, con el ánimo de evitar afectación del principio del “ne bis in idem” ha impuesto tanto a la conciliación como al desistimiento y al abandono del proceso una consecuencia grave: impiden que el agraviado vuelva a interponer nueva querella por los mismos hechos. Esta prohibición se extiende, además, a aquellas situaciones en las que se ha archivado la querella por defecto de admisión no subsanado. Sin embargo, esta posibilidad le impone un riesgo al juzgador, de la cual comentaremos más adelante.
Publicado en diario El Tiempo, piura 28 de agosto de 2009.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El “actor civil” en el proceso penal

Laurence Chunga Hidalgo
www.laurencechunga.blogspot.com
En un par de artículos anteriores, exponíamos las diferencias conceptuales entre los vocablos “agraviado”, “perjudicado”, “victima” dentro del nuevo sistema procesal penal. Así mismo se hacía referencia a los conceptos de “actor civil” y “querellante particular”. El actor civil, decíamos, es “el agraviado que actúa procesalmente para hacer valer su derecho a la reparación civil por el daño causado con el delito”. El tema es importante porque resalta el posicionamiento de la víctima dentro del proceso: mientras al representante del Ministerio Público le interesa demostrar que los hechos denunciados tiene la calidad de delito, al actor civil le corresponde demostrar que los hechos denunciados le han ocasionado daños y perjuicios. En consecuencia, el actor civil –si efectivamente quiere que su pretensión sea atendida- no puede ni debe conformarse con la actuación procesal probatoria del Ministerio Público y, por el contrario debe aportar sus propios medios probatorios.
Un ejemplo nos ayudará en la diferencias. En el delito de lesiones graves, al fiscal ha de interesarle probar, que el acusado ha ocasionado dolosamente en el agraviado, cualquiera de las tres condiciones siguientes: a.- la lesión ha puesto en peligro inminente su vida, b.- le ha mutilado o menguado en sus funciones algún miembro u órgano principal del cuerpo o la ha desfigurado de manera grave y permanente, c.- que la lesión sea calificada con más de 30 días de descanso médico. Probadas cualquiera de dichas condiciones el imputado sufrirá una sentencia condenatoria; situación que no necesariamente, ha de satisfacer las demandas de la víctima.
El actor civil, amparado en el buen desempeño del fiscal deberá probar, entre otras cosas, que las lesiones padecidas le han generado gastos de hospitalización y tratamiento por un determinado monto dinerario; además que le han impedido de trabajar durante “tantos” días, y en consecuencia deberá retribuírsele cada uno de los días dejados de trabajar a razón de “tantos” soles por día; que la ausencia de remuneración en la fecha ordinaria le ha impedido pagar sus deudas lo que ha generado débitos moratorios en las entidades crediticias, o las afectaciones en sus relaciones laborales que se agravan si ha perdido el trabajo como consecuencia del hecho delictuoso, si existen personas que dependen de su trabajo, etc. Le conviene relacionar el daño con la actividad misma a la que se dedica: no es lo mismo que un panadero sufra daños en las piernas a que lo padezca un jugador de futbol o un ciclista; que un futbolista padezca daños en las manos a que lo sufra un cirujano o un pintor. Al fiscal ha de importarle poco el proyecto de vida de la víctima, pero si mucho la naturaleza y circunstancias del hecho denunciado.
En consecuencia, no bastará con la existencia del delito, sino que el actor civil ha de requerir probar el daño padecido, con lo que tiene obligación de ofrecer medios probatorios que acredite la naturaleza, cuantía y la extensión del mismo. El agraviado del delito, por tanto, tiene derecho de exigir a su abogado presente medios probatorios: acudir a juicio oral y repetir la antigua expresión: “me adhiero a las pruebas ofrecidas por el fiscal” no garantiza el sufragio del daño pero sí una pérdida de tiempo y dinero en un proceso judicial que, por el sólo hecho de haberse constituido en “actor civil” le ha quitado la posibilidad de acudir a la vía civil para garantizar esa misma pretensión.
En este extremo, es necesario precisar que la posibilidad del agraviado de constituirse en “actor civil” es una facultad de este, dado que –si por ejemplo- se tratara de una persona indigente o en insolvencia económica en incapacidad de pagar a un abogado le sería más conveniente aprovechar las prerrogativas del fiscal y, “exigirle” que, además preocuparse por el delito, también asuma el ejercicio de la acción civil y, ofrezca –con su ayuda- medios de prueba que le aseguren una justa reparación.
Cualquiera sea el caso, ya que el agraviado se constituye en actor civil, o que contribuye en la actuación del fiscal aportando medios de prueba, el daño padecido por la víctima, al igual que el delito, tiene que ser probado. El juez no lo puede adivinar ni presumir, por el contrario, corresponde al agraviado asumir su rol procesal, si así lo considera conveniente.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 14 de agosto de 2009

lunes, 3 de agosto de 2009

El día del juez

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal Unipersonal de Chulucanas
Era agosto de 1971, cuando el Presidente de facto Gral. Juan Velasco Alvarado, el día tres de ese mes refrendaba y publicaba el D.L 18918 en el que declaraba el 04 de agosto de cada año como el “día del juez”. La iniciativa no era propia; de hecho, en más de una oportunidad el presidente había tenido desencuentros con éste poder del Estado, al punto que, un par de años antes había expedido el D.L 18060, alegando la necesidad de reforma institucional a fin de “moralizar” el país, había destituido a los vocales supremos para imponer aquellos otros que, en el entendimiento del poder político era los aptos para el cargo creado bajo la forma de Consejo Nacional de Justicia. En grave afectación de la autonomía e independencia jurisdiccional, éste se conformaba, además de los representes de la propia institución, por aquellos del poder legislativo y del poder ejecutivo; con lo que la intromisión estaba asegurada y el equilibrio de poderes desestabilizado.
El reconocimiento de una fecha como “día del juez” no era sino una velada forma de “contentar” a algunos, pues si se lee el indicado D.L 18918 no se hace referencia en ninguno de sus extremos a que, el ejercicio de la función suponga ejercicio del poder estatal. Se limita a indicar que la función jurisdiccional es una contribución “a los altos fines de la justicia”. En la realidad, la fecha no era más que el recordatorio del acto libertario de Dn. José de San Martín, quien luego de proclamar la independencia política del Perú, dispuso también la independencia jurisdiccional y para ese efecto se ordenó una nueva demarcación judicial reemplazando a la antigua Real Audiencia de Lima de 1543 y con ella a su presidente (ordinariamente, el Virrey), sus oidores y alcaldes del crimen por la Alta Cámara de Justicia, conformada por un presidente, ocho vocales y dos fiscales.
Desde aquellos días iniciales de la independencia, en los que el “Protector del Perú” señalara en su Estatuto Provisorio “me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias, porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo” la experiencia judicial ha sido vasta aunque insuficiente.
En nuestros días, si bien la Constitución ha delimitado el ejercicio funcional del poder, no podrá negarse que aún quedan resabios en nuestra historia de reciente en la que el Poder Político ha influenciado gravemente –o cuando menos lo ha pretendido- en la actuación jurisdiccional. La renovación democrática del nuevo milenio ha remarcado los parámetros de la actuación institucional y ha acentuado la afirmación de la autonomía e independencia, aunque aún quedan tareas pendientes de resolver: la demora en la administración de justicia, la carga procesal, la calidad de nuestras resoluciones y la desazón social producida por las desatenciones anteriores.
A sufragar dichos inconvenientes, contribuye satisfactoriamente la imparcialidad y la honestidad en el ejercicio del cargo y, al que suma gratamente los conocimientos y el criterio jurídicos. La conjugación de dichos elementos: imparcialidad, honestidad, formación intelectiva y criterio, le permitirán al juez hallar soluciones a los problemas planteados. En esa medida, el juez no sólo queda condicionado a la Constitución y a las leyes, como reza el art. 138 de la Constitución Política sino que además se impone un parámetro personal: su propia conciencia, desde la que las normas éticas admitidas por la mayoría, le permitirán discernir y optar entre la ley, el derecho y la justicia. Es en este espacio, donde se hace posible la materialización de la norma jurídica pero también el ámbito donde la vida de los ciudadanos, sus libertades, su honor, la tranquilidad y los patrimonios personales deberían descansar placidamente, pues es un hombre el que, sin perder tal condición, juzga a sus semejantes, procurando la paz y la justicia, tal como reza el Decálogo del Juez que rige nuestra actuación conforme a lo publicado en 03 de junio de 2004. Es necesario reavivar nuestra adhesión a sus mandamientos para asegurar las tareas pendientes. Renovemos nuestra fidelidad al derecho y la justicia.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 04 de agosto de 2009.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...