viernes, 12 de febrero de 2021

Sueño

Su madre era una gran encubridora. Alcahueta como pocas, cómplice de sus fechorías y autora intelectual y furtiva de las más grandes. El muchacho lo sabía y le pesaba en el alma. No sólo había estafado a su hermano en más de una oportunidad, sino que le había arrebatado sus derechos a cambio de un plato de lentejas rojas. De hecho, el agraviado ya consideraba que el nombre del susodicho era sinónimo de fraude, de timo, de engaño. Éste, en el fondo de su pecho, era consciente de que la malquerencia fraterna tenía fundamento.

So pretexto de buscar una pareja y, robando –otra vez- una nueva bendición paterna, ahora, se alejaba de la tienda. En realidad, todo había sido urdido por Rebeca, la autora de sus días. Ella sabía que su vida corría peligro, que Essau, el hijo mayor, era un notable cazador y le sobraban razones para meterle una flecha por entre las cejas. Conocía de la maligna promesa de darle vuelta tan pronto muriera el padre y, con el consabido temor de que se adelantara la amenaza, era mejor que su hijo preferido huyera: estaría en mejores condiciones de guardar su vida bajo los trastes de su hermano Labán.

Desde aquella vez, en que ella decidió abandonar la casa de su padre Betuel, para unirse a la de Abraham no había dejado de tener contacto con su familia de origen. Al fin de cuentas todos eran descendientes de Taréh, de Jarrán, tierra de muchos dioses... Las caravanas de mercaderes llevaban y traían noticias por entre las distintas tribus que se conformaban en esas geografías y, por eso es que sabía lo bien que le había ido a Labán. Latía todavía en su corazón la bendición de éste cuando ella decidió sumarse a la tienda de Abraham acompañada del viejo Eliezer. En esa vez, Labán, el pastor de cabras, acomodando sus fraternos sentimientos, las impresiones que albergaba al saber que su hermana se iba a otra casa, pero, a la vez enorgullecido por la elección de tan significativo jefe, le ofrecía a Rebeca sus mejores bendiciones: “Oh hermana mía, que llegues a convertirte en millares de miríadas, y que tu descendencia sea más ante la puerta de sus enemigos”. Era hora, pues, de asegurar que su descendencia se mantenga en este mundo para garantizar la numerosa estirpe deseada. Jared, su criado, se había anticipado en el viaje y había conseguido el favor de Labán.

El muchacho, ahora, caminaba por el desolado camino. El sol hacía mella en su físico, el hambre y la sed hacían que en la distancia descubriera figuras que no eran más que ilusiones de su descompasado cuerpo. Se había prometido no tocar el poco pan que llevaba en la bolsa hasta encontrar un abrevadero natural o, quizá a algún caminante que le regale un poco de agua de su bolsa. Su esperanza era la naturaleza. Temía que cualquiera que pudiera cruzársele sea un salteador y le quite lo poco que le quedaba: el pan o la vida. Se acurrucó al filo de un peñasco, e hizo con algunas ramas secas un remedo de barrera para el frío de la noche… quizá la obscuridad le habría de permitir distinguir en la distancia alguna fogata, a la que acercarse en solicitud de auxilio. Con pocas esperanzas de encontrarse con otras gentes, se encomendó a todos dioses conocidos y en particular al de su padre, con el propósito de que éstos le aseguren una noche libre de salteadores de caminos y de animales salvajes… “Si tan solo tuviera la habilidad de mi hermano para cazar en medio del bosque...” Y, luego de un rato, se reprochaba a sí mismo: “no solo le he quitado lo que por derecho le corresponde, sino que ahora también envidio sus habilidades naturales… No merezco la vida que tengo”. Con el afán de calmarse y descansar, se acomodó sobre una piedra, y poniendo la vista en el obscuro firmamento se puso a contar las estrellas del cielo para, en el cansancio de la tarea, encontrar el sueño que repare su agotamiento.

Y, entre que el sueño le permitía reposo al cuerpo, su alma se mantenía intranquila. Sueños extraños le habían atormentado durante buena parte de la noche: veía en ellos la ausencia de su gran protectora, de aquella que hasta ahora se había inventado cada artimaña para que todo le vaya bien en la vida: se perdía en la distancia y, hasta parecía que con el trascurso del tiempo su voz se hacía débil, aparecía Esau –acompañado de sus propias gentes, en su mayoría heteos- buscándole con caras de pocos amigos y, en medio de esas oníricas imágenes, un rampa prolongada que se perdía entre las nubes y; en ella, divinidades de distintas naturalezas, y que iban y venían preocupados por la fertilidad de las tierras, la protección de sus pueblos, el crecimiento de los ganados, la distribución de las aguas… Allí, en medio de la confusión parecía que estas deidades le ofrecían protección. Temeroso de esas apariciones, apenas podía darse cuenta de que había metido su mano en lo más profundo de su morral y se sujetaba fuertemente a un par de pequeños ídolos –teraphim- que había robado de la pequeña arca que acompañaba a su progenitor en pieza principal de sus aposentos. Un dios con cabeza de toro y una representación de mujer de generosas carnes y que sujetaba con ambas manos sus pechos le acompañaban como simbólica forma de sujeción a los dioses protectores de su padre.

Las estrellas aún brillaban en el firmamento y, terriblemente angustiado advirtió que nuevos tiempos muy prontamente le habían alcanzado: su madre ya no estaba, las fronteras de los ganados de Isaac habían quedado atrás y necesitaba un pronto refugio en el que merecer protección. Advirtió que el sitio donde había reposado su cabeza era un espacio sagrado, propicio para el contacto con “el padre de todos los dioses”. Era un lugar místico. La piedra negra sobre la que se había acomodado esa noche era la señal de la fuerza telúrica que marcaba el encuentro con el dios Él, a quién en señal de reconocimiento, le confiaba sus esperanzas, a condición de que le garantice comida, vestido y salud hasta el tiempo que sea de volver a la casa de su padre Isaac.

Un pacto de conveniencia, del que dejó constancia al erigir con aquella piedra negra, un altar sobre el que derramó aceite, para señal de los que vinieran después de él. Lo entronizó con un nuevo nombre: Bethel, “casa de Él”.

Igual. Seguía siendo un fugitivo, anhelante de mejores protecciones. 

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...