lunes, 2 de enero de 2017

Chilalo

Esa tarde la conversación versaba sobre los nidos de los pájaros, en particular de uno que estaba muy cerca de donde nos sentabamos. La formación del mismo es peculiar: todo hecho de arcilla y; contaban las dos mujeres mayores que nos acompañaban, que por dentro, el nido tiene un par de habitaciones, con la puerta alta para que las crías no se caigan del hogar pajaril. Los piuranos sí que sabemos de qué se trata: es la casa de los chilalos, esos pajaritos, relojes de la naturaleza, que con su canto señalan las horas de inicio y de término del día y, además, por su comportamiento se exponen como indicador certero de las lluvias veraniegas.

La mayor de las mujeres refirió el nombre de los citados pajarillos como el sobrenombre de una persona, de la que ella recordaba desde su inicial chiquititud, identificándolo como un médico naturista que vivía en las montañas. “Bueno”, le dijo a la otra, “probablemente no habías nacido, pero en aquella vez, yo tendría quizá seis años, ese médico le dio una receta muy simple a mi papi y con eso se curó. Ya tenía varios días en cama, muy malito, pero el señor, al que le decían “El chilalo”, le recomendó a mi mamá le hiciera un tecito que debía tomar dos veces por día y, en tres días consecutivos. Le dio unas ramitas –quien sabe de qué planta- que debía repartirlo en medidas iguales para cada toma, y le mandó que lo endulzara con azúcar blanca –y solo con azúcar blanca- y para disolverla tenía que darle vueltas con otra ramita que el mismo señor le entregó. Dos días después mi papi, ya estaba trabajando”.

Mientras comíamos nuestro primer almuerzo del primer día año que motivaba nuestra reunión, aletargado por el calor y, desubicado en el tiempo, se me ocurrió sugerir que el autor del seudónimo podría haber sido mi tio Emilio, uno de los más palomillas que conozco, pero no… “No. Para esos tiempos ni Emilio ni los que le sigue estaban, no habían nacido…”, sentenció la mayor. La otra replicó: “Yo no lo conocí , pero si sabía que algunas veces, mi papá fue a consultarle cosas cuando ya vivía en Lobitos… luego de vivir en El Cardo, se fue a Lobitos… allí le perdimos el rastro, pero nunca lo conocí” Y continúo contando de aquella vez en que ese hombre, que visitaba –guiado por el destino o por el Dios mismo- a una familia, encontró a una mujer con una hemorragia, que no tenía cuando detenerse… el hombre luego de escuchar los síntomas, y auscultar a la enferma pidió que le trajeran botellas de vino, vacías. Desacostumbrados a fiestas en aquel lugar, el mismo médico indicó que en la casa de “fulano”, una que se encontraba a casi una hora de camino, a mula, allí se había realizado una fiesta dos o tres días antes. Pidió que le llevaran todas las botellas que encontraran. Cumplida la tarea, el hombre, con la ayuda de los hijos de la mujer, empezó a raspar con la punta del cuchillo –y lo mismo harían su ocasionales ayudantes- los restos resecos de vino que se encontraban en las comisuras de boca de la botella y, lo mismo en las esquinas del fondo de la botella, aunque ahora utilizaría –para alcanzar el mismo- algún alambre, probablemente, aquellos que se utilizan en el campo para colgar la carne, enderezados para la finalidad. Al enjuague de esas botellas, le echó las raspaduras de los picos y, le dio a beber a la mujer: “En nombre de Dios, mujer. Esto será suficiente”. La mujer, contaba nuestra narradora, le hacía ascos a la bebida –probablemente por la agriedad o quizá porque había visto de donde provenía-, pero aquel insistió: “Vamos mujer, es de los sabores más feos, pero ten fe, aquí se acaba tu mal”. Unas horas después, la hemorragia había cesado.

El hombre a quien le decía “El chilalo”, no era uno cualquiera. Tampoco era médico. Era un vidente, un hombre particular. Los descreídos le llamarían “brujo”, los “estudiaus” preferirían nombrarlo “chamán”, pero para mi abuelo era un “curioso” y tenía un don particular: en sus sueños podía “ver cosas”. Contaba mi abuelo, el padre de aquellas dos a las que ahora escuchaba, que en una ocasión, un par de criaturas del señor, varón y mujer, se disponían a acudir a un velorio, pero entre que se aseaban y cambiaban de ropas, a la mujer se le antojó tener relaciones… se acercó por detrás y acarició a su marido, tomando con sus manos el objeto de sus deseos; empero, el marido más pensaba en que el difunto al que debían acompañar, probablemente, a ese tiempo, ya se encontraba de camino de su última morada, por lo que en sus pensamientos era necesario estar allí, “antes de que se pierda bajo la tierra”. Con el ánimo de entender el apuro, la mujer con algo de vergüenza se retiró para continuar con su propio cuidado; pero la vergüenza fue tanta que le empezaron unos dolores abdominales… bastante fuertes, parecidos a los de un chucaque.

“¿Tanto va a ser?”, dijo el descreído marido, mientras, minutos después, le alcanzaba una tacita de agüita de orégano a la sufriente… Luego de unos minutos, la mujer, sometida aún a los dolores, le decía al culpable de los mismos: “Que te hubiera costado, si ni se desgasta… se me viene la criatura”, mientras con una mano sobaba su abultado abdomen que mostraba un embarazo de probablemente cinco meses. Con la otra mano, intentaba sostenerlo desde la parte más baja… El Chilalo, aquel señor del que hablamos, en la “lejura” atravesaba el camino real y, fue advertido por una de las cuñadas del inmisericordioso y, con un sombrero le hacía indicaciones de aproximarse. Consultado este, mientras acomodaba a la adolorida mujer en su propia cama, sacó del lugar al marido, para que le diera su versión de los hechos… con ambas explicaciones, el citado, anunció: “Uno dispone, pero el dueño nuestras voluntades, tiene mejores designios para nosotros. Ninguno de los que estamos aquí llegará al entierro… Así que me echaré una cabeceadita”. Lo decía mientras abría una hamaca en la que se disponía a dormir. Cerró sus ojos… y en los interiores de la casa se escuchaban los gemidos de la adolorida mujer, que aún con todo, mantenía la atribución de culpabilidad en su marido… 

No habían pasado ni quince minutos y, hombre despertó… bostezaba. Salió de la casa y miraba, desde cierta distancia, el tejado de la misma. Miró entre los chiquillos curiosos del lugar y, escogió al más esmirriado. No tendría ni los doce cumplidos, lo subió a sus hombros y, le pidió que se trepara en el techo. Desde abajo, le preguntó ¿Qué hay en el techo? El chiquillo desconcertado, le dijo que no había nada. “¡Ay muchacho…” se aproximó, y con una vara de overal golpeó filo de una canaleta. “¿Qué hay aquí? Mira bien”, el chiquillo caminó tembloroso y recorrió con los ojos toda la onda y, le dijo: “Hay un poquito de agua de la lluvia de anoche”. Un momento después le alcanza un jarro de aluminio y una cuchara y le ordenaba “recoge toda la que puedas, no importa si tiene tierra”. 

Unos minutos después, el hombre le daba de beber de esa agüita, reposada, a la mujer de los dolores, reprochándole cariñosamente: “que tus antojos no sea tantos que pongan en riesgo a tu criatura. Nacerá… adelantadito, pero nacerá bien”, le decía a modo de despedida. Mientras montaba en su mula, le decía al agradecido marido, “En la noche paso por aquí para irnos a acompañar un rato a los deudos. Buenas tardes”. Decía mi abuelo, que mientras se alejaba, “se sonreía”. 

Unas semanas después, el mismo Manuel Hidalgo, verdadero nombre del apodado Chilalo, ayudaba a la mujer a bien parir. Las mujeres del almuerzo no recuerdan el segundo apellido… Si alguien sabe más de él, gustoso recibiré la información. Sus últimos recuerdos, afirman, es que se fue a vivir a Lobitos.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...