“Que se vaya preso para que
aprenda” gritó una furibunda mujer cuando conducían al condenado hacia la
carceleta judicial. Otras le acompañaban en la bulla. El hombre había sido
sentenciado y la pena no era escasa. Otras gentes renegaban porque la pena era irrisoria,
mientras que los familiares y amigos maldecían al juez sentenciador por injusto
y corrupto. La policía resguardaba.
El juez salió por una puerta
distinta pero podía oír las preces de unos y otros y, le quedó sentado en el
pecho el “para que aprenda”. Ese es el sentido del derecho penal: que el
imputado que recibe una sentencia por el padecimiento de las restricciones que
le imponen -sea de privativa de libertad, multa o de imposición de reglas de
conducta en medidas alternativas- aprenda a comportarse como lo hacen el común
de los mortales. El padecimiento de la carcelería en consecuencia, tiene como
objeto resocializar al sentenciado, para que pueda reinsertarse a la sociedad y
se comporte como un hombre de bien.
Las conductas inadmitidas por el
colectivo social son de distinto tipo y, en consecuencia, conllevan distinta
gravedad. Es delito girar cheques sin fondos y no pagar los alimentos de los
hijos como también lo es la tortura y la extorsión, el sicariato y el
terrorismo. Las penas en consecuencia responde a esa misma gravedad; empero,
todas ellas pretenden una misma finalidad: que el acusado se resocialice. “El
principio de que el régimen penitenciario tiene por objeto la reeducación,
rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad”, reza nuestra Carta Fundamental.
Esa expresión conlleva una enorme dosis de esperanza: que el sentenciado que ha
cumplido su condena no vuelva a delinquir.
El asunto es que no todos
compartimos la misma medida de esperanza. Algunos la tienen muy poca: ¡Que se
pudra en la cárcel! es una de aquellas expresiones que pretenden hacer desaparecer
al individuo, lo aniquila como ciudadano, lo pulveriza como ser social. El
penado, en consecuencia, deja de existir. Las redes sociales están plagadas de
ellas: se pide cadena perpetua para el violador, cuanto para quien no logró
perfeccionar el delito de ingresar celulares a un establecimiento
penitenciario, para el que asalta a mano armada tanto como para el terrorista
que pretende aniquilar nuestro sistema democrático. Claro, el tema es que ese
extremismo solo es posible cuando el acusado es un total desconocido. Si se
trata de un familiar: la expresión más optimista puede ser “Fuerza fulano. Los
que te conocemos sabemos de tu inocencia” y la más agresiva: “Juez rcdtm. Allí
si te la das de honrado”. La medida de nuestra esperanza tiene relación directa
con la proximidad del acusado para con nosotros.
Cualquiera fuera la consideración
particular de cada ciudadano, el derecho asume que, cumplida la pena –privativa
de libertad, limitativa de derechos o multa- o la medida alternativa, el
acusado está expedito para reingresar a la sociedad. Pocos asumen que así es y,
los que estamos ligados al derecho penal casi que estamos obligados a creerlo
porque hay un mandato constitucional que obliga; aunque pudiera que nos convenciéramos
antes del nuevo estado personal y, el acusado queda libre de modo anticipado a
través de un beneficio penitenciario, en que –el saldo restante de tiempo de la
pena- el sentenciado queda obligado a ciertas reglas de conducta, como la
asistencia a los cursos de acompañamiento que ofrece el INPE. El asunto es, los
ciudadanos ¿creemos en la rehabilitación del sentenciado? Hay de aquellos
casos, donde ni el derecho mismo confía en la rehabilitación y excluye a los
condenados de la posibilidad de alcanzar un beneficio penitenciario.
Afuera del penal de Rio Seco,
siempre hay gentes. Algunos días más que otros: abogados, jueces, secretarios
judiciales que se confunden con los testigos, los familiares y hasta con los
transportistas que llevan las mercaderías que se comercian el penal. Allí es fácil
encontrar aquellas otras expresiones de esperanza: “Ya sale mi hijo… Mi
compadre Juan me ha ofrecido una chambita en su taller de carpintería”, una
adolescente anuncia: “Mi pa dice que ya aprendió la lección. Va a ser un hombre
de bien… Cinco años sufriendo él y sufriendo nosotros”.
La rehabilitación del
sentenciado, tiene, en consecuencia, hasta tres aspectos: a) el personal.- que
corresponde a la íntima psicología del condenado que asume la condena y, para
evitar otro padecimiento similar o porque ha internalizado la necesidad de
comportarse como la vida social lo exige, decide efectivamente desechar toda
posibilidad de cometer otro delito; b) el social.- propia de todos los demás que
asumen –según la percepción de cada quien- la necesidad de permitir o no nuevas
oportunidades a quienes en el pasado cometieron delitos y, finalmente, c) la
normativa, que presume que el padecimiento de una pena siempre concluye en la
rehabilitación del sentenciado y, exige de éste se reinserte y se comporte según
los estándares colectivos, y obliga al colectivo social a que olvide el delito
ya purgado y le permita al rehabilitado vivir como cualquier otro, con todas
las oportunidades y riesgos que corresponden a cualquiera. Ésta rehabilitación,
además dice el Código Penal, exige que cualquier anotación de antecedentes debe
borrarse de los registros estatales “sin más trámite”. No se necesita ni de
resolución judicial, tampoco de comunicación del juez al responsable
administrativo del registro. Ésta es de entera responsabilidad del Registro
Nacional de Condenas, como bien lo señala el Tribunal Constitucional en el
expediente 5212-2011 PHC/TC.
Mientras nuestras psicologías
personales se ponen de acuerdo, en la vida real siempre existirán gritos de
condena y expresiones de esperanza frente a aquel que equivocó su actuación,
que pretendió portarse mal y salir bien librado, incluidas aquellas expresiones
que agravian al policía, al fiscal y al juez. No obstante, cualquiera fuera la
expresión, de agravio, desagrado o complacencia, el resultado siempre será el
mismo: la presunción de la rehabilitación por mandato constitucional. Cualquier
otra opción ha de requerir una modificación de nuestro Carta Fundamental. Nos guste o no, nuestra republicana forma de
organización, así lo exige.
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